Antonio Molina - El Invierno En Lisboa

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Esta historia es un homenaje al cine «negro» americano y a los tugurios en donde los grandes músicos inventaron el jazz, una evocación de las pasiones amorosas que discurren en el torbellino del mundo y el resultado de la fascinación por la intriga que enmascara los motivos del crimen.
Entre Lisboa, Madrid y San Sebastián, la inspiración musical del jazz envuelve una historia de amor. El pianista Santiago Biralbo se enamora de Lucrecia y son perseguidos por su marido, Bruce Malcolm.
Mientras, un cuadro de Cézanne también desaparece y Toussaints Morton, procedente de Angola y patrocinador de una organización ultraderechista, traficante de cuadros y libros antiguos, participa en la persecución. La intriga criminal se enreda siguiendo un ritmo meticuloso e infalible.
El Invierno en Lisboa confirmó plenamente las cualidades de un autor que se cuenta ya por derecho propio entre los valores más firmes de la actual novela española. El invierno en Lisboa fue galardonada con el premio de la Crítica y el premio Nacional de Literatura en 1988 y fue llevada al cine, con la participación del trompetista Dizzy Gillespie.

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Sin duda la calle era tan recta y tan larga porque discurría junto a la carretera de la costa: a veces Biralbo escuchaba muy cerca motores de automóviles y percibía débilmente en la cara el aire del mar. Las tapias iguales de las quintas concluyeron al fin en un descampado cenagoso donde se levantaban contra la rasa oscuridad del cielo los andamios de un edificio en construcción. A un lado estaba la carretera, y luego el faro y los precipicios del mar. Para eludir las luces de los automóviles se alejó del arcén y caminó casi al filo del acantilado. Muy al fondo se alzaba y fosforecía la espuma contra los rompientes: no quiso seguir mirándola porque le daba miedo el influjo de aquella hondura que lo inmovilizaba y parecía llamarlo. El faro lo alumbraba con una claridad semejante a la de la gran luna amarilla del verano, una luz giratoria y poliédrica que multiplicaba su sombra y lo confundía al extinguirse. Con la cabeza baja y con las manos en los bolsillos caminaba con la obstinación de los vagabundos circulares de las calles, sin más cobijo contra el viento frío del mar que las solapas levantadas de su chaqueta. Estaba ya muy lejos del faro cuando vio sobre las copas de los pinos la casa que Billy Swann le había anunciado. Una tapia muy larga que no podía descubrirse desde la carretera, luego una verja entornada y un nombre: Quinta dos Lobos.

Entró temiendo escuchar ladridos de perros. La verja se abrió silenciosamente al empuje de su mano y únicamente oyó mientras cruzaba un vago jardín el ruido de sus pasos sobre la grava. Vio una torre, un breve porche con columnas, una ventana iluminada. Se detuvo ante la puerta con la misma sensación de vacío y de límite que había tenido en la plataforma del tren y al filo del acantilado. Pulsó el timbre y no ocurrió nada. Volvió a hacerlo: esta vez sí lo oyó, muy lejos, al fondo de la casa. Luego el silencio, el viento entre los árboles, la certeza de haber oído unos pasos y de que había alguien cautelosamente inmóvil tras la puerta. «Lucrecia», dijo, como si le hablara al oído para despertarla, «Lucrecia».

Pero yo no sé imaginar cómo era el rostro que Biralbo vio entonces ni el modo en que sucedió entre ellos el reconocimiento o la ternura, nunca los vi ni supe imaginarlos juntos: lo que los unía, lo que tal vez ahora sigue uniéndolos, era un vínculo que en sí mismo contenía la cualidad del secreto. Nunca hubo testigos, ni siquiera cuando ya no los acuciaba la obligación de esconderse: si alguien a quien yo no conozco estuvo con ellos o los sorprendió alguna vez en cualquiera de aquellos bares y hoteles clandestinos donde se citaban en San Sebastián, estoy seguro de que no pudo advertir nada de lo que verdaderamente poseían: una trama de palabras y gestos, de pudor y codicia, porque nunca creyeron merecerse y nunca desearon ni tuvieron nada que no estuviera únicamente en ellos mismos, un mutuo reino invisible que casi nunca habitaron, pero del que tampoco podían renegar, porque sus fronteras los circundaban tan irremediablemente como la piel o el olor a la forma de un cuerpo. Al mirarse se pertenecían, igual que uno sabe quién es cuando se mira en un espejo.

Se quedaron un instante cada uno a un lado del umbral, sin abrazarse, sin decir nada, como si los dos se encontraran frente a alguien que no era quien esperaban ver. Más hermosa o más alta, casi desconocida, con el pelo muy corto, con una blusa de seda, Lucrecia abrió del todo la puerta para mirarlo a plena luz y le dijo que entrara. Tal vez se hablaron al principio con una distancia no entibiada por la memoria común, sino por aquella cobarde y ávida cortesía que tantas veces los volvió extraños cuando una sola palabra o caricia les habrían bastado para reconocerse.

– ¿Qué te ha pasado? -dijo Lucrecia-. ¿Qué te han hecho en la cara?

– Tienes que irte de aquí. -Al tocarse la frente Biralbo rozó la mano de ella, que le apartaba el pelo para mirarle la herida-. Esa gente te busca. Te encontrarán si no huyes.

– Tienes partido un labio. -Lucrecia le tocaba la cara y él no sentía las yemas de sus dedos. Olía su pelo, veía tan cerca el color exacto de sus ojos, todo le llegaba como desde la lejanía del desvanecimiento: si se movía, si daba un paso iba a caerse-. Estás temblando. Ven, apóyate en mí.

– Dame una copa de algo. Y un cigarrillo. Me muero de ganas de fumar. Dejé el tabaco en el abrigo. Como la pistola. A quién se le ocurre.

– ¿Qué pistola? Pero no hables. Apóyate en mí.

– La de Malcolm. Iba a matarme con ella y se la quité. De la manera más tonta.

Notaba las cosas de un modo intermitente, en rápidas alternancias de lucidez y letargo. Si cerraba los ojos estaba de nuevo en el tren y temía que lo derribara el vértigo. Mientras caminaba abrazado a Lucrecia se vio en un espejo y tuvo miedo de su cara manchada de sangre y del cerco rojizo que había en torno a sus pupilas. Ella le ayudó a recostarse en un sofá, en una habitación desnuda donde ardía el fuego. Abrió los ojos y Lucrecia ya no estaba. La vio volver con una botella y dos vasos. Arrodillada junto a él, le limpió la cara con una toalla húmeda y luego le puso un cigarrillo en los labios.

– ¿Malcolm te hizo eso?

– Me caí contra algo. Una cosa metálica. O tal vez me empujó él. Todo estaba muy oscuro. Cualquiera sabe. Yo me caía y me levantaba y él siempre queriendo golpearme. Pobre Malcolm. Me tenía rabia. Estaba loco por ti.

– ¿Dónde está ahora?

– En el otro mundo, supongo. Entre los raíles, si queda algo. Lo oí gritar. Todavía lo oigo.

– ¿Lo has matado tú?

– Pues no lo sé. Creo que le di un empujón, pero no estoy seguro. A lo mejor ya lo han encontrado. Tienes que irte de aquí.

– ¿Te ha seguido alguien?

– Toussaints Morton te encontrará si no te marchas. En cuanto lea mañana el periódico sabrá dónde buscarte. Tardará una semana o un mes, pero te encontrará. Vete de aquí, Lucrecia.

– Cómo voy a irme ahora que has venido tú.

– Cualquiera puede entrar. Ni siquiera tenías cerrada la verja.

– La dejé abierta para ti.

Biralbo apuró de un trago su vaso de bourbon y se apoyó en los hombros de Lucrecia para levantarse. Advirtió que ella había creído que la iba a abrazar y que por eso sonrió de aquel modo al inclinarse hacia él. El bourbon le quemaba las heridas de los labios y lo revivía con una cálida y apetecida lentitud. Pensó que habían pasado muchos años desde la última vez que Lucrecia lo miró como ahora estaba mirándolo: muy fija, atenta a cada uno de los pormenores de su presencia, casi sobrecogida por la intensidad de su propia mirada, por el miedo a que un gesto cualquiera fuese la señal de que él iba a irse. Pero no estaba recordando: se estremeció al darse cuenta de que veía por primera vez en los ojos de Lucrecia una expresión cuyo único testigo había sido Malcolm. Lo que su memoria nunca supo guardar le era restituido por los celos de un muerto.

Se lavó la cara con agua fría en un cuarto de baño muy grande al que el brillo de la porcelana y de los grifos daba un aire de quirófano antiguo. Tenía hinchado el labio inferior y una herida en la frente. Cuidadosamente se peinó y se ajustó la corbata como si debiera acudir a una cita con Lucrecia. Mientras volvía al salón donde ella lo esperaba examinó por primera vez la casa: en cada estancia los objetos parecían ordenados para enaltecer el vacío, la forma pura del espacio y de la soledad. Guiado por una música muy tenue pudo volver junto a Lucrecia sin perderse por los corredores.

– ¿Quién toca eso? -le preguntó: la música le ofrecía un consuelo tan tibio como el aire de una noche de mayo, como el recuerdo de un sueño.

– Tú -dijo Lucrecia-. Billy Swann y tú. Lisboa. ¿No te reconoces? Siempre me he preguntado cómo pudiste hacer esa canción sin haber estado en Lisboa.

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