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Juan Saer: Cicatrices

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Juan Saer Cicatrices

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Luis Fiore, obrero metalúrgico, asesina a su mujer en la noche de un 1ª de mayo. El episodio sirve de base a las cuatro historias que integran esta novela de Juan José Saer, publicada originalmente en 1969. Una interrogación sobre el funcionamiento del mundo, sobre el conflicto entre el caos y el orden, sobre la posibilidad del conocimiento y la irrisión de la experiencia humana.

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La vi cinco veces más en ese año, siempre a pie. De todas las largas guardias que hacía por los alrededores de su casa logré verla una vez sola. Salió de su casa, cruzó la calle corriendo, y entró en una casa de la vereda de enfrente. Estaba con los pantalones blancos y la blusa blanca. Esperé tres horas que volviera a salir pero no reapareció. Durante esas tres horas anocheció. Vi tantos manchones blancos cruzar la oscuridad fugazmente, entre los árboles negros, que la millonésima vez que me pareció verla decidí que estaba haciendo el papel de imbécil y me fui a dormir. La segunda vez fue en un cine: entré en la oscuridad y me senté y cuando se encendieron las luces vi que ella estaba en la butaca de al lado. Tenía un sacón de piel y el cutis más blanco, porque era pleno invierno. Me pareció que enrojecía cuando se dio cuenta quién era el tipo que tenía al lado. Después que apagaron las luces estuvimos toda la película rozándonos el codo en el apoyabrazos de la butaca y si a la salida alguien me hubiese preguntado cómo se llamaba la película que vi y de qué se trataba me habría quedado más mudo que una piedra. Diez minutos antes de que la película terminara ella se levantó y se fue. La tercera vez fue en el bar de la galería: llegamos juntos a la caja, ella desde el patio, yo desde la calle, y le cedí el lugar para que sacara el vale de consumición, aunque yo había llegado a la caja un segundo antes. Ella pidió una naranja Crush y un perro caliente. Se los llevó a la mesa y yo me quedé tomando mi café en el mostrador, echándole de vez en cuando alguna mirada disimulada, pero ella estaba de espaldas, de modo que no me veía. Cuando me di vuelta por última vez para mirarla, comprobé que había desaparecido. La cuarta vez que la vi, yo pasaba en colectivo y ella estaba parada en una esquina. La miré por el vidrio trasero hasta que desapareció de mi vista. Un mes después era yo el que estaba parado en una esquina y ella la que pasó en colectivo. Después no la vi más por muchos meses, y al fin me olvidé de ella.

Cuando el concierto para violín terminó, dejé de pensar en Perla Pampiglioni y me encaminé al ventanal. Ernesto apagó el tocadiscos.

– Qué silencio -dijo.

Estábamos en un cubo iluminado. Afuera estaban la llovizna, los árboles negros, y el lago del parque. Tuve la sensación, por un momento, de que el cubículo de luz flotaba en el vacío, sin derramar un solo rayo de su luz gélida hacia el espacio negro, dotado de una claridad sin titilaciones, y moviéndose en un lento errabundeo. Ernesto se sentó.

– ¿Qué has hecho durante todo este tiempo? -dijo.

Me volví desde el ventanal y me senté frente a él.

– Nada -dije.

– ¿Has leído? -dijo Ernesto.

– Sí -dije.

– ¿Has hecho el amor? -dijo Ernesto.

– Sí -dije.

– Yo en cambio no he hecho más que tratar de traducir este maldito libro -dijo Ernesto.

– Y habrás mandado varios hombres a la cárcel, también, supongo -dije.

– No. En este tiempo, a ninguno -dijo Ernesto.

Después hicimos silencio otra vez, por unos diez minutos. Durante ese tiempo, Ernesto no dejó de mirarme ni un segundo. Estaba tan hundido en el sillón que me pareció que no iba a poder levantarse más. Que iba a quebrarse en dos y morirse ahí sentado. Lo contemplé con una especie de extrañeza; tenía los ojos entrecerrados y el vaso de whisky en la mano, y de pronto hizo un movimiento leve y el hielo tintineó contra las paredes del vaso. Ese tintineo me llenó de horror; no supe por qué, pero tuve un ataque de horror súbito y deseé hablar, decir algo para que ese tintineo se perdiera entre el sonido de las palabras. Ernesto me escuchaba, pero parecía ausente.

– He pasado un mal verano -le dije-. Muy mal verano. Me he quedado noches enteras sentado en el patio, mirando las estrellas, y he visto cosas extrañas en el cielo. He visto unos signos en el cielo que me llenaron de miedo. No se lo he dicho a nadie todavía. Es la primera vez que se lo cuento a alguien. He visto que las estrellas se movían y una noche vi la luna llena de tigres y de panteras que se hacían pedazos y ensangrentaban el cielo todo alrededor de la luna. Después vi una carroza que bajaba del cielo al infierno, cargada de gente conocida que todavía no ha muerto.

No había visto nada de eso, pero había esperado verlo. Lo único que había visto era un millón de mujeres desnudas flotando en el espacio negro y emitiendo un resplandor azulado.

– Se ven cosas todavía peores, y no precisamente en el cielo -dijo Ernesto, incorporándose algo en el asiento y tomando un trago de whisky.

Estuve una hora más en su casa y después me fui a dormir. Todavía lloviznaba. Atravesé una ciudad muerta y negra y cuando crucé en diagonal la Plaza de Mayo vi otra vez el edificio de Tribunales convertido en una masa negra llena de refulgencias. Los zapatos se me llenaron de un barro rojizo y tuve que secarme la cara y la cabeza y los píes húmedos cuando me acosté entre las sábanas heladas. Tirité durante media hora, sin poder conciliar el sueño, y me masturbé para entrar en calor. Lo único que conseguí fue manchar las sábanas, porque seguí helado. No sólo no había panteras y tigres en la luna, sino tampoco mujeres desnudas emitiendo una fosforescencia azulada en el espacio negro. Había solamente una negrura gélida, y lo único que podía ubicar en su centro -si es que tenía centro- era el cubículo iluminado errabundeando dentro, con Ernesto sentado en un sillón, haciendo tintinear apagadamente el hielo contra las paredes del vaso. Encendí la luz. Reconocí mi habitación y volví a oprimir la perilla para quedar otra vez en la oscuridad.

Pero yo no sabía eso cuando salí de los Tribunales el día anterior, alrededor de mediodía. Tenia que pasar todavía una tarde, una noche, y todo un día y parte de una noche para que yo comenzara a secarme la cabeza en mi habitación y me metiera después entre las sábanas heladas con la imagen del cubículo iluminado errabundeando en el espacio negro y vacío de mi mente. Toda la plaza estaba impregnada de la refulgencia gris de la llovizna y unos hombres borrosos y encogidos la atravesaban lentamente. Volví al diario y encontré a Tomatis tomando un café con el jefe de redacción, un tipo alto, de lentes, que nunca tragué. Tomatis puede andar bien con todo el mundo, porque no le importa nada de nadie. Con los fumadores de cigarros, él fuma cigarros; con los que toman el café con crema, él toma café con crema; con los que comen sin sal, él come sin sal. Pero no es un tipo acomodaticio, por mucho que parezca lo contrario. Da la impresión más bien de que no hay cosa en el mundo que pueda llegar a interesarle de verdad, siquiera mínimamente. Pienso que no le interesa nada, absolutamente nada. Y de ese modo, puede hacer cualquier cosa. Es la locura.

Cuando sale del despacho del jefe de redacción, Tomatis viene y me dice:

– Te desafío a una carambola y a dos rayas después de la comida.

– Hecho -le digo.

En el salón de billares, Tomatis sale con la lisa y me deja la de punto, era el tiro de salida y me carga con el trabajo de hacer todas las carambolas, para ponerse a hablar a sus anchas. Revuelve interminablemente su pocillo de café, de pie junto a una mesita. El enorme salón está lleno de conos de luz que hacen refulgir el paño verde de las mesas y llenan de reflejos las bolas que corren y chocan entre sí con su sonido peculiar. Cuento las carpas de luz: son seis. Después me inclino y apunto mi primera carambola.

– ¡Oiga! -grita Tomatis. Me doy vuelta sorprendido. Ha llamado a un vendedor de lotería: es un hombre canoso al que le falta una pierna y avanza haciendo sonar su muleta contra el mosaico.

– ¿Tiene el extracto? -dice Tomatis.

– Los diez primeros premios, únicamente -dice el vendedor de lotería.

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