Juan Saer - Cicatrices

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Luis Fiore, obrero metalúrgico, asesina a su mujer en la noche de un 1ª de mayo. El episodio sirve de base a las cuatro historias que integran esta novela de Juan José Saer, publicada originalmente en 1969. Una interrogación sobre el funcionamiento del mundo, sobre el conflicto entre el caos y el orden, sobre la posibilidad del conocimiento y la irrisión de la experiencia humana.

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– Doscientos doce -dijo el tipo.

El conserje le dio la llave. El tipo se volvió, sin siquiera mirarme, y se metió en el ascensor. Yo me quedé mirándolo a través de la reja del ascensor, mientras la caja de metal enrejado ascendía hasta que desapareció. Entonces el conserje me preguntó qué deseaba.

– Quisiera saber si se encuentra alojado en este hotel el señor Phillip Marlowe. Se lo esperaba esta mañana -dije.

– ¿Señor cómo? -dijo el conserje.

– Phillip Marlowe -dije yo.

El conserje comenzó a revisar el registro de pasajeros.

– ¿De qué procedencia? -dijo.

– Los Ángeles, California -dije yo.

El conserje revisó con sumo cuidado el registro de pasajeros.

– No ha llegado, señor -dijo.

– Gracias -dije yo, y salí a la calle.

El reloj de Casa Escassany toco nueve campanadas. Pasé por una rotisería, compré dos botellas de vino tinto y me fui para lo de Tomatis. Ahora había dejado de llover, pero había una humedad que era la locura. Tomé un taxi en la esquina del Mercado Central y le di la dirección de Tomatis. Cuando Tomatis lo invita a uno a su casa, quiere decir que uno debe ir a un departamento muy chico que ha alquilado para trabajar, en un barrio apartado, encerrado entre dos avenidas. Cuando dice que uno pase "por la casa de mi madre", quiere decir la casa en la que vive con su madre y su hermana, en el centro. A decir verdad, me gusta mucho más el cuarto que Tomatis tiene en la terraza de la casa de su madre, porque consta de un sofá-cama, un escritorio, una biblioteca chiquita y una reproducción del Campo de trigo de los cuervos sobre el sofá-cama, en la pared amarilla. El departamento de las afueras es más cómodo, pero en él rara vez se lo encuentra. Lo más probable es que no conteste las llamadas por estar trabajando o encamado. A veces me ha hecho ir hasta allí y no lo he encontrado. Por las ventanillas del taxi veía desfilar una ciudad oscura, llena de agua. La vereda de la casa de Tomatis estaba más negra que el fondo del océano, pero se colaba un resquicio de luz por debajo de la puerta. Toqué dos veces el timbre y esperé largo rato antes de que abrieran la puerta. El que atendió era Horacio Barco. Ocupaba la entrada con su corpachón, enfundado en un pulóver borravino de cuello alto y unos pantalones de franela que le pienso pedir prestados el día que decida salir a pedir limosna.

– Hola-dijo.

Me dio paso y atravesé el umbral y entré. Él cerró la puerta y me siguió hasta la primera pieza iluminada. Había dos sillones y varias sillas desparramadas, una biblioteca y un escritorio. Una cama turca servía como diván, y me di cuenta de que Barco había estado allí, porque solamente un tipo de esas dimensiones podía haber formado un hueco semejante en la cama. En el suelo estaba el diario de la tarde, totalmente desordenado. Dejé las botellas de vino sobre la mesa y le pregunté a Barco si tenía alguna idea de dónde podía estar Tomatis.

– Tengo la plena seguridad de que está en alguna parte -dijo Barco.

– Me invitó a cenar -dije yo. Barco extendió el brazo.

– Creo que hay algo en la cocina -dijo.

– Puedo esperar un rato todavía -dije yo.

Barco hizo un gesto que no significaba absolutamente nada y se tiró en la cama. Se estiró bocarriba y dos minutos después roncaba. Yo me acerqué al escritorio de Tomatis y vi un cuaderno abierto, lleno de garabatos en el margen, y un texto manuscrito que decía lo siguiente:

Para acorralar a la liebre, tiene que haber un
punto más adelante del cual
la liebre no pueda avanzar;
para que esté cansada, tiene que haber un campo
por el que haya corrido;
para que tenga que morir, tiene que haber un
sitio, a campo raso, o en una gruta de ramas,
donde pueda encontrar su muerte.
Únicamente la lucecita que él llevaba consigo
adentro era irreal.

Después seguían hojas en blanco; las hice deslizar con el pulgar; entre ellas había una hoja suelta, manuscrita, que decía:

El débil caserío fue borrándose, moviéndose hacia
atrás,
las habitaciones estrechas cálidamente iluminadas
en las que hombres de rostro pálido caminan
desde la mesa a la ventana,
las camas llenas de un olor animal,
los bares melancólicos de sucias baldosas en los
que resuena una música turbia,
la casa de gobierno y el cuartel de policía, el
palacio de justicia,
los parques abandonados a la lluvia,
mujeres tendidas bocabajo sobre alfombras con
arabescos de musgo,
el pavimento y el humo de las tristes chimeneas,
mezclado a la llovizna,
el municipio blanco, con sus ventanas apagadas
los lentos colectivos recorriendo la pasarela vacía
de las calles,
el rumor de un millón de mentes en continuo
ronroneo,
en lenta disgregación.

El ruido de la puerta de calle me sobresaltó y me hizo guardar el pedazo de papel entre las hojas del cuaderno. Dejé el cuaderno abierto sobre la mesa, tal como lo había encontrado. Tomatis apareció en la puerta de la habitación seguido de voces masculinas y femeninas. Oí el taconeo de zapatos femeninos en el pasillo. Tomatis se detuvo sorprendido al verme. Me di cuenta de que se había olvidado de la invitación, pero la recordó enseguida. Después echó una rápida ojeada a la mesa y a la cama, y al ver el cuaderno abierto me dirigió una mirada sospechosa y fue y lo cerró. Detrás de él entraron inmediatamente tres mujeres jóvenes y un tipo de lentes vestido con un saco azul y unos pantalones de franela. A las mujeres las conocía de vista. Al tipo no lo había visto en la perra vida. Llevaba una impermeable en la mano. Las mujeres estaban terminando de plegar sus paraguas y una de ellas, que llevaba un vestido verde que era la locura, se sacó un pañuelo de la cabeza y empezó a sacudirse el pelo, echándoselo para atrás. Tomatis fue y sacudió a Barco. Éste se sentó en la cama y miró a su alrededor; después se pasó varias veces las manos por la cara y se levantó. Una de las mujeres, que tenía un impermeable blanco ajustado en la cintura, traía un bolso de paja en la mano. Tomatis se lo quitó y lo puso sobre la mesa. Lo abrió y empezó a sacar cosas: dos botellas de whisky y un montón de latas de alimento en conserva. Del fondo del bolso sacó un pan casero. Dos de las mujeres desaparecieron en el interior de la casa y Tomatis las siguió, así que en la habitación no quedamos más que Horacio Barco, la chica de vestido verde, y el tipo con el impermeable doblado en el brazo. El tipo estaba parado cerca de la puerta, Barco al lado de la cama, con las manos en los bolsillos, yo con una mano apoyada sobre la mesa, cerca de las latas de conserva y las botellas de whisky, y la chica del vestido verde en medio de la habitación, con el paraguas verde en una mano y el pañuelo y la cartera en la otra. Yo estaba por decir algo, porque nadie hablaba y la situación se estaba poniendo algo difícil, pero en ese momento reaparecen Tomatis y las otras dos mujeres y empiezan a cargar las latas y las botellas y se las llevan para la cocina. Barco cruza la habitación detrás de ellos y desaparece, de modo que quedamos el tipo de saco azul con el impermeable doblado en el brazo, la chica de vestido verde, y yo.

– ¿Llovizna otra vez? -digo yo.

– Un poco -dice la chica de vestido verde.

El tipo de lentes mira pero no dice nada. Después de un momento, señalo la cama y las sillas y digo:

– ¿Nos sentamos?

La chica de verde se encoge de hombros y se sienta en un sillón, sin soltar el paraguas, ni la cartera ni el pañuelo. El tipo de lentes queda tan inmóvil en su lugar como si hubiese sido de piedra. Yo me siento en el borde de la mesa. Saco mi paquete de cigarrillos y ofrezco sin que nadie me acepte. Entonces enciendo un cigarrillo para mí y me guardo el paquete. Muerdo el filtro, con los labios separados y la cabeza algo alzada para impedir que el humo me vaya a los ojos. Si no tienen filtro para morder, los cigarrillos no me interesan. Lo que me gusta de verdad es morder el filtro, no fumar. La chica de verde me mira con los ojos muy abiertos. Yo estoy sentado sobre el borde de la mesa, con las piernas estiradas, las manos metidas en los bolsillos del impermeable, y mordiendo el filtro del cigarrillo. Tengo los ojos entrecerrados y la cabeza alzada. El otro tipo sigue parado inmóvil y yo estoy tentado de sacudirlo para ver si no se ha muerto. Entonces entra Tomatis, con un vaso en la mano.

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