Juan Saer - Cicatrices

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Luis Fiore, obrero metalúrgico, asesina a su mujer en la noche de un 1ª de mayo. El episodio sirve de base a las cuatro historias que integran esta novela de Juan José Saer, publicada originalmente en 1969. Una interrogación sobre el funcionamiento del mundo, sobre el conflicto entre el caos y el orden, sobre la posibilidad del conocimiento y la irrisión de la experiencia humana.

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– Parecías muerto -dijo Gloria. Tenía una cara delgada, con algunas pecas. Todo su cuerpo era delgado, apretado, salvo ese culito sensacional. El pelo recogido bien ceñido al cráneo le redondeaba la cabeza. En la mejilla izquierda le divisé un lunar. -He resucitado -le dije. Me senté sobre el borde de la cama. -Voy a cambiar el agua de las aceitunas -dije. Salí de la habitación y al pasar frente al dormitorio oí la voz apagada de Pupé. La puerta estaba entreabierta y la habitación estaba tenuemente iluminada por el resplandor de un velador.

– Nos hemos desnudado y nos hemos metido en la cama -dijo la voz de Pupé-. ¿Y qué hemos ganado con eso?

Salí al patio. Se había nublado otra vez y hacía frío, pero no lloviznaba. Cuando regresé traté de no hacer ruido y me paré a escuchar al lado de la puerta,

– Uno debe probarlo todo -decía Tomatis-. ¿Cómo puede no gustarte?

– No me gusta, simplemente -decía la voz de Pupé.

Yo estaba pegado a la pared, escuchando, y de pronto alcé la cabeza y vi que Gloria me contemplaba desde el otro extremo del pasillo, con los brazos en jarras y sacudiendo la cabeza. Avancé hacia ella y entré con ella en la habitación.

– No puede convencerla -dije.

– Lo supongo -dijo Gloria.

Después reaparecieron Pupé y Tomatis y cuando yo me estaba por ir Tomatis me dijo que podía dormir allí si quería. Gloria y Pupé se fueron y Tomatis las acompañó. Tomatis me dijo que durmiera en el diván, que él iba a acostarse en el dormitorio. Me desvestí y me metí en la cama. Antes de irse, Gloria me dio un beso en la mejilla. Yo le dije al oído que se quedara y ella se echó a reír, y no dijo una palabra, pero se fue. Le dije a Tomatis que quería conversar con él antes de dormir, pero no lo oí volver. Cuando abrí los ojos nuevamente eran las diez de la mañana y Tomatis estaba sentado a la mesa, escribiendo. Una luz gris entraba a través de los vidrios de la ventana que daba a la calle. Era una claridad opaca y tensa.

Me quedé largo rato contemplando a Tomatis, sin que él se diera cuenta de que yo me había despertado. La habitación estaba completamente limpia y ordenada y Tomatis se había puesto un pulóver gris del que asomaba el cuello blanco de la camisa, y unos pantalones de franela. Parecía perfectamente limpio y tranquilo. Miraba el recuadro gris de la ventana, con los ojos muy abiertos, sin verlo, y después se inclinaba para escribir. Yo tenía los ojos entrecerrados para que él no me descubriera mirándolo si daba vuelta la cabeza hacia mí. Durante el largo rato en que estuve contemplándolo, habrá escrito unas veinte palabras. Después hablé y él se sobresaltó.

Volvió bruscamente la cabeza hacia mí. La barba le había crecido un poco desde la noche anterior, afinándole los rasgos.

– No sabía que estabas despierto -dijo. -Recién desperté -le dije. -Hay café hecho en la cocina -dijo. Me levanté y me vestí. Tomatis volvió a fijar la vista en el recuadro gris de la ventana. Después se inclinó y escribió dos o tres palabras. Salí de la habitación y oí que Tomatis cerraba la puerta detrás de mí. Fui al baño; estuve un rato sentado leyendo un diario viejo que había sobre el bidé; busqué la sección Estado del Tiempo y descubrí el titular "Mantiénense invariables las condiciones del tiempo en ésta". Después miré la fecha: era del quince de marzo. Después me lavé la cara y me peiné y fui para la cocina.

El café estaba frío, de modo que tuve que esperar que se calentara. Me serví una taza y la tomé. Después me serví otra. De una lata negra que había en un armario saqué unas masitas dulces y las fui sumergiendo en el café y después me las llevaba a la boca, donde se deshacían apenas se depositaban sobre la lengua. Me comí todas las masitas, y cuando sumergí la última en la taza de café, la saqué seca a medias porque la taza estaba vacía. Volví a la habitación delantera, y me detuve un momento delante de la puerta cerrada, vacilando. Por fin entré. Tomatis ni siquiera se volvió: miraba el rectángulo gris de la ventana, con los ojos ahora entrecerrados y la boca abierta. No sé qué cosa veía ahí que le llamaba tanto la atención. Me acerqué a la mesa para sacar un cigarrillo.

– ¡No lo toques! -gritó.

Pegué un salto. Tomatis se echó a reír.

– Perdón -dijo-. Estaba distraído. Se quedó mirándome sin hablar. Encendí un cigarrillo, mordí el filtro, y eché una bocanada de humo.

– Estoy por terminar -dijo Tomatis-. Media hora más y termino.

Salí de la habitación y cerré la puerta. Fui al patio a terminar de fumar el cigarrillo. Era un día gris, y un aire liso y frío, muy leve, me enrojeció la cara. El cielo estaba cubierto por una capa gris, densa y lisa. Cuando terminé el cigarrillo entré en la cocina y tomé más café. En el fondo de la cafetera no quedó más que un sedimento negro, y cuando bebí el último trago tuve que escupir un montón de borra. Después me levanté y abrí la puerta del dormitorio de Tomatis. Gloria estaba echada en la cama, con la cara aplastada contra la almohada. Se había desatado la cola de caballo y el pelo salía en mechones oscuros por encima de las frazadas. El pantalón negro y el suéter gris que había llevado la noche anterior colgaban de una silla. En el suelo, a los pies de la cama, estaban sus zapatitos negros. Me acerqué en punta de pie y me paré cerca de la cabecera; tenía la boca abierta aplastada contra la almohada, y al lado de la boca, sobre la funda, podía divisarse una manchita húmeda. Pisé algo blando y me incliné; eran unos calzones, pequeñísimos y negros. Tenían que ser los de ella, a menos que Pupé se hubiese olvidado los suyos la noche anterior.

Me encogí de hombros y volví a la cocina, cerrando la puerta del dormitorio. Casi en el mismo momento en que yo me sentaba en una de las sillas que rodeaban la mesa, Tomatis reapareció. Estaba eufórico, con ese tipo de euforia asordinada que yo le había observado la mañana anterior en el diario. Lavó la cafetera y puso a hervir agua para preparar más café. Me preguntó si había dormido bien. -Perfectamente -dije.

– ¿Qué te pareció la reunión? -me dijo.

– Oh, muy divertida. Faltaba un cadáver -dije.

– Y las chicas, ¿qué te parecieron? -dijo Tomatis.

– La Negra me llamó la atención, pero tengo miedo de que sea peluda -dije-. En las otras no me fijé mucho. Tomatis se llevó un dedo a los labios y cabeceó hacia el dormitorio.

– Ojo que Gloria está aquí -dijo.

– No sabía -dije.

Tomatis preparó el café y me ofreció una taza.

– Estoy lleno de café hasta la campanilla -dije. Me metí las manos en los bolsillos y aferré el paquete de cigarrillos que había sacado del cajón de la mesa la noche anterior. Estaba perfectamente cerrado y había ido achatándose. Lo apreté muy fuerte. Tomatis se sentó con la taza de café en la mano y comenzó a tomarlo de a traguitos.

– Hace una semana que quiero contarte algo que me está pasando, y no puedo lograr que me escuches -le dije.

– No hay que esperar demasiado de los demás -dijo Tomatis-. Por otra parte, yo no tengo la culpa de que le hayas pedido a Gloria que se quede, y ella no haya querido quedarse. Es ella la que decide si se queda o no, y con quién se queda, ¿no te parece?

Así que ella le había dicho. Me enceguecí durante un minuto y oía la voz de Tomatis, pero no sé qué decía. Sentí un temblor en el estómago y después le pedí a Tomatis un cigarrillo, por decir algo, porque él se había quedado otra vez en silencio, y si hay algo que yo no puedo soportar cuando estoy con otra persona es el silencio. Tomatis fue hasta su habitación y volvió con dos paquetes de cigarrillos norteamericanos. Tiró uno sobre la mesa.

– Te lo regalo -dijo.

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