Juan Saer - Cicatrices

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Luis Fiore, obrero metalúrgico, asesina a su mujer en la noche de un 1ª de mayo. El episodio sirve de base a las cuatro historias que integran esta novela de Juan José Saer, publicada originalmente en 1969. Una interrogación sobre el funcionamiento del mundo, sobre el conflicto entre el caos y el orden, sobre la posibilidad del conocimiento y la irrisión de la experiencia humana.

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Registré mentalmente la dirección de la casa porque pensé que al vampiro de Dusseldorf podría interesarle, y después me fui para mi casa. Volví a ver a mi doble a mediados de abril, pero no lo seguí por miedo de que en el momento de alcanzarlo, al cruzar una calle, me llevase un camión por delante. Y además, porque estaba seguro de que no lo iba a alcanzar.

El dos de mayo pensé en todo eso, antes de levantarme. Me pregunte si el hecho de haber visto a mi doble varias veces por la calle, y al doble de mi camisa azul descolorida y al doble de mi pantalón blanco con dos manchas de tinta sobre el bolsillo trasero derecho, no había sido producto del sol enloquecedor de febrero dándome de lleno en la cabeza. Porque había sido un verano enloquecedor. Los techos de las casas se resquebrajaban y había que pasar el secador de los pisos por las paredes, de donde caían chorros de agua. Millones de mosquitos se comían vivos a los tipos que iban a hacer vida deportiva a la orilla del río -pondría contra la pared a todos los tipos que hacen vida deportiva y empezaría a disparar la ametralladora- y el pavimento de las calles se ponía negro en las esquinas por los cascarudos que chocaban contra las lámparas del alumbrado y caían al suelo con las alas rotas. Alrededor de los árboles, en pleno enero, había un colchón de hojas calcinadas, y el tipo que se quedaba más de una hora al sol terminaba por incendiarse. Pero yo estaba seguro, porque él me había rozado el hombro al pasar, la noche del corso. Existía, estaba seguro. Entonces imaginé a mi doble moviéndose en un círculo limitado, como era el círculo mismo en el que yo me movía. Nuestros círculos nunca se rozaban, salvo por algún accidente inesperado que había ocurrido tres veces. El círculo de él y el mío limitados como eran, iban corriéndose si uno se aproximaba al otro, y el campo de él era un campo para mí desconocido, pero familiar. Yo sabía que los hechos que a él pudiesen ocurrirle dentro de su círculo podían ser diferentes a los que ocurrían dentro del mío, pero eran semejantes. Y si tenían la apariencia de ser idénticos -que él levantara la mano para mirarse el dorso el siete de abril a las 10.35 de la mañana, por ejemplo, en el mismo momento en que yo efectuaba la misma acción- eran, sin embargo, hechos diferentes. Capaz que él me seguía a mí dentro de su campo, en un corso duplicado e invertido, en el que yo me hallaba traspapelado, la misma noche de carnaval en que yo lo seguí a él dentro de mi propio círculo. O tal vez vivíamos vidas diferentes. De una sola cosa estaba seguro: de que nuestros espacios -nuestros círculos- eran cerrados y sólo se tocaban por accidente. Podía suceder también que todo tuviese su doble: Tomatis, Gloria, mi madre, mi cuaderno, mi sección Estado del Tiempo, el diario La Región, el cubículo iluminado de Ernesto en el que resuena el Concierto para violín de Arnold Schônberg. De ser así, algo distinto debía suceder en el círculo del otro mundo, porque una réplica exacta me parecía absurda y enloquecedora, sobre todo porque amenazaba con una multiplicación infinita. No podía haber una cama idéntica repetida hasta el infinito en la que un tipo como yo, repetido también hasta el infinito, pensara en la posibilidad de que el tipo y la cama estén repetidos al infinito. Una cosa así era la locura. Pero al levantarme pensé que no era menos locura que hubiese una sola cama y un solo tipo, y que lo único terrible en la cuestión de mi doble era la posibilidad de que él estuviese viviendo una vida que yo no podía vivir. Así que me di un baño caliente y me fui para Tribunales.

Ramírez dijo que lloviznaba tanto por efecto de las manchas solares, las que a su vez se habían producido debido a las explosiones atómicas. Le dije que las manchas solares y las explosiones atómicas debían ser las que echaban a perder el café que se servía en la Oficina de Prensa, y Ramírez se rió lo mejor que pudo pero no logró ocultar esas dos sierras ínfimas y marrones que eran todo lo que quedaba de su dentadura podrida. Después fui a la oficina de Ernesto y pregunté por él. El secretario me dijo que el juez estaba en una audiencia. Le dije que le dijera que estaba el cronista de La Región y que le preguntara cuándo iba a tener esa indagatoria de la que me había hablado. El secretario volvió enseguida.

– Dice el juez que mañana a las cuatro de la tarde, porque antes tiene que conversar con los testigos -dijo.

Así que me fui para el diario. Redacté una información de Tribunales que Ramírez me había dado en una copia en papel transparente, pasé el titular de la sección Estado del Tiempo -"Mantiénense invariables las condiciones del tiempo en ésta"- y después me fui a comer. No vi rastro de Tomatis en el diario, pero cuando pasé por la administración a cobrar mi sueldo me dijeron que Tomatis había pasado a cobrar esa mañana y después se había ido no sabían dónde. Cuando volví, Tomatis estaba abriendo correspondencia dirigida al "Director de la Página Literaria".

– Desgraciadamente, todo el mundo tiene sentimientos -dijo-. Por lo tanto todo el mundo hace literatura,

– Conozco a un tipo que no tiene sentimientos y sin embargo hace literatura -dije yo.

– Ha de ser un buen escritor -dijo Tomatis.

– Escribe con el pito -dije yo-. Moja el pito en el tintero y escribe.

– Ha de tener trazos gruesos, su caligrafía -dijo Tomatis.

– No sé. Nunca vi sus originales-dije.

– Gloria te manda saludos -dijo Tomatis-. Dice que va a llamarte por teléfono una de estas tardes para jugar un poker y después invitarte a cenar con lo que te gane. Dijo además que no debiste pisotearle el calzón y que estaba esperando que te atrevieras a correr las cobijas para darte una cachetada.

– Algún día voy a meterles una bala en la cabeza a cada uno, a ustedes dos -dije yo.

Tomatis se echó a reír.

– Angelito viejo y peludo -dijo.

No me gusta escupir a la gente en la cara, de modo que me fui hasta el escritorio del cronista de policiales y le pregunté si sabía algo de un tipo que había matado a su mujer en Barrio Roma, la noche antes.

– Sí -dijo el tipo, y me leyó el parte en el que decía que un tipo le había destrozado la cara a su mujer a tiros de escopeta.

– Mañana a las cuatro es la indagatoria -dije yo-. Me lo dijo el Juez de Crimen.

– Parece que habían ido a cazar y de vuelta tuvieron una pelotera en un despacho de bebidas -dijo el tipo de la sección policiales.

– Así entiendo yo que se debe tratar a las mujeres -dije yo.

– No comparto -dijo el tipo de policiales-. Hay que darles una muerte lenta. Ya vas a casarte y saber.

– No voy a casarme -dije yo.

– Nunca se sabe -dijo el cronista de policiales.

Volví al escritorio de Tomatis y lo encontré sacudiendo la cabeza ante una hoja en la que había un poema escrito a máquina.

– Un tipo le metió dos balazos en la cara a la mujer -dije.

– ¿Quién es ese precursor? -dijo Tomatis, sin levantar la vista de la hoja de papel.

– No sé. Fue en un despacho de bebidas de Barrio Roma. Un tal Luis Fiore -dije yo.

– Conozco a un Fiore -dijo Tomatis.

Después fui y redacté la sección Estado del Tiempo. A las cinco me fui del diario; estaba por oscurecer. Fui a una librería y compré tres libros: La conducta sexual de la mujer, Técnicas sexuales modernas y El homosexual en el mundo moderno. A eso de las ocho me fui para casa con dos botellas de ginebra y, me instalé en mi cuarto. No habré estado ni dos minutos sentado, que me levanté y me fui para el dormitorio de mi madre.

– Mamá -dije-. ¿Puedo pasar?

Mi madre respondió enseguida.

– Un momento -dijo. Esperé en la puerta, y oí ruido de papeles y pasos dados con los pies desnudos sobre el piso de madera. Después oí crujir la cama y la voz de mi madre sonó nuevamente.

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