Juan Saer - Cicatrices

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Luis Fiore, obrero metalúrgico, asesina a su mujer en la noche de un 1ª de mayo. El episodio sirve de base a las cuatro historias que integran esta novela de Juan José Saer, publicada originalmente en 1969. Una interrogación sobre el funcionamiento del mundo, sobre el conflicto entre el caos y el orden, sobre la posibilidad del conocimiento y la irrisión de la experiencia humana.

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– ¿Figura el dos cuarenta y cinco? -dice Tomatis.

El hombre saca una lista de números del bolsillo y se la da a Tomatis, que la estudia un momento.

– Nada -dice, devolviendo la lista.

El hombre se va. Tiro mi primera carambola y me preparo para la segunda. Tomatis mira la calle a través del ventanal.

– Va a llover todo el año -dice.

Termino el partido en seis boladas: una de doce, una de catorce, una de nueve, una de siete y una de ocho carambolas. La de catorce la hago en un rincón, porque Tomatis ha dejado las dos bolas contrarias juntas -creo que deliberadamente- y yo no dejo que se separen hasta la carambola número catorce. Cuando voy a tirar la número quince, el taco pifia por falta de tiza, y erro. Inmediatamente, el taco de Tomatis pifia y hago nueve carambolas más. No creo que el partido haya llegado a durar más de quince minutos. Creo que Tomatis no vio una sola de las carambolas que hice, y alguna de ellas no habría salido, muy deslucida en cualquier certamen internacional. La mirada de Tomatis pasaba del rectángulo del ventanal a deslizarse vagamente por el gran salón lleno de ruidos y de ecos.

– En Buenos Aires -dice- estuve todo el tiempo sin salir del hotel. Me hice subir una caja de cigarrillos norteamericanos y cada vez que venía el productor yo salía de una especie de marasmo que me daba apenas me quedaba solo. El productor venía acompañado del director. Me agarraban entre los dos, me desnudaban, me daban un baño, me ponían un pijama y un lápiz en la mano y me sentaban frente a una mesa. De vez en cuando, el director me abofeteaba. "Use la imaginación", me decía. "Está todo el equipo de filmación esperando. Hemos traído tres técnicos de los Estados Unidos", decía el productor. "Bueno", decía yo. "Qué es lo que quieren."Usted tiene que escribir un diálogo entre Fulano y Mengano; tiene que terminar ese diálogo", decía el director. "¿Dónde dejé?", decía yo. "Exactamente en la palabra dinero", decía el director. "Dinero", decía yo. "Sí, exactamente, dinero", decía el productor. En eso una rubia salía del dormitorio en salto de cama, con dos botellas vacías, una en cada mano. "¿No te he dicho una y mil veces que no dejes las botellas vacías en mi valija?", decía. A veces pasaba totalmente desnuda. Pero ni yo, ni el productor, ni el director, ni siquiera la mirábamos. Creo que ni la veíamos. "Dinero", decía yo. "Perfecto, dinero." Y empezaba a rascarme la cabeza pensando por qué razón había puesto la palabra dinero, el día anterior, y sobre qué cuernos trataba la película. "Denme el material que ya he escrito" decía yo. "Despídase de ese material" decía el productor. "Lo tiene el jefe de producción." La última frase decía algo así como: Necesito dinero. "El dinero no se nombra nunca", decía yo, con gran convicción, "se usan eufemismos para hacer referencia a él: se lo llama guita, cierta suma, ayuda material. Nunca se dice dinero. Yo no puedo haber escrito eso". El productor me daba entonces dos bofetadas: "No teorice, Tomatis. No le pago para que teorice, sino para que escriba un guión de cine". Por fin nos poníamos de acuerdo: Fulano le pedía dinero a Mengano y Mengano se lo prestaba con la siguiente condición: Fulano debía dejar el campo libre con cierta señorita. Escribíamos el diálogo. El productor, al salir, tropezaba en la puerta con la mucama que traía la primera botella del día. Me dirigía la palabra, y yo podía distinguir algo entre el canto de la rubia que llegaba desde el cuarto de baño, y el ruido de la ducha caliente cayendo sobre la bañera llena, lista para el baño de inmersión. Decía aproximadamente algo así: "Usted es un buen tipo, Tomatis. Un tipo piola. He visto muchos tipos piola, pero ninguno tan piola como usted. Si yo no tuviese montada una industria de doscientos millones de pesos, de la que viven tipos piolas como usted, y pudiera bastarme con mis dos fábricas y mi ganado vacuno, me pasaría el tiempo charlando con usted. Estoy seguro de que nos divertiríamos como locos. Incluso he pensado seriamente en asignarle una pensión vitalicia para que escriba sus novelas y me las mande por correo. Pero le juro por las cenizas de mi madre que nunca más una película que yo produzca va a llevar un guión escrito por usted". Después se iba. Yo me echaba a reír, sacudía la cabeza, y me zambullía en la bañera. Entre la rubia y yo la hacíamos rebalsar, y a veces nos divertíamos escupiendo chorritos en el traste de la mucama.

Después volví al diario y Tomatis dijo que iba no sé dónde. Del taller me pidieron un titular para la sección Estado del Tiempo, que me había olvidado de pasar, y después de dar mil vueltas alrededor del asunto, me decidí por el siguiente: "Mantiénense invariables las condiciones del tiempo en ésta". Lo pasé al taller y me fumé un cigarrillo tranquilo, sin que nadie se acercara a molestarme. Después bajé a la sala de máquinas y cuando salieron los primeros ejemplares, saqué uno para mí y me fui a leerlo al bar de la galería. Estaba repleto de gente, y cuando llegué a la última página del diario -la de las historietas y los avisos clasificados- eran ya más de las siete y media. Había oscurecido y seguía lloviznando. Los letreros luminosos se reflejaban sobre el pavimento y como era demasiado temprano para ir a lo de Tomatis y no tenía interés en encontrarme con mi madre en casa decidí seguir al primer tipo que me resultara sospechoso, por puro entretenimiento. Elegí uno vestido a la moda, con un impermeable blanco y un paraguas negro y finísimo que llevaba plegado y usaba como bastón. Tendría alrededor de treinta años.

Yo me había parado en una de las entradas de la galería, protegido de la llovizna que caía sobre la vereda, y vi venir al tipo por San Martín, de sur a norte. Se paró un momento frente a la vidriera de una zapatería y después entró a la cigarrería que divide los dos pasillos de la galería bien sobre el filo de la vereda. Compró tabaco para pipa y después salió. Empecé a seguirlo. Anduvo cuatro cuadras por San Martín hacia el norte dobló a la derecha hacia 25 de Mayo, y después de dar la vuelta manzana penetró otra vez en San Martín y retomó el camino de norte a sur, esta vez por la vereda de enfrente. Yo lo seguía a unos cuarenta metros de distancia, sin perderle pisada. En el umbral de un negocio iluminado se resguardó de la lluvia y encendió una pipa, dándole tres o cuatro chupadas profundas para asegurarse de que estaba bien encendida. Yo me detuve a no más de dos metros de distancia, simulando mirar la vidriera del negocio en cuyo umbral él se había detenido. Cuando advertí que se trataba de un comercio de ropa interior femenina, me separé bruscamente de la vidriera y me adelanté unos metros, pero me volví a detener porque el tipo andaba tan despacio que ya le llevaba como diez metros de ventaja. Esperé en la esquina y él pasó a mi lado, deteniéndose un momento para desplegar su paraguas negro, porque la lluvia estaba poniéndose cada vez más densa. El tipo siguió por San Martín de norte a sur unas seis cuadras, y después volvió de sur a norte, por la vereda de enfrente. Yo no le perdí pisada durante todo el trayecto. Caminaba tan despacio que era la locura. Volvió a pasar delante de los pasillos iluminados de la galería y en la primera esquina dobló en dirección a la estación de ómnibus. En la boca de los andenes se detuvo, se sacó la pipa que venía mordiendo todo el tiempo y contempló con la boca abierta el edificio de Correos en la vereda de enfrente, cuyas ventanas se hallaban completamente iluminadas. El tipo lo reconoció de arriba abajo con la mirada, siempre con la boca abierta, alzando tanto la cabeza que en un momento dado me pareció que se iba a caer de espaldas. Después fue a la ventanilla de los ómnibus que van a Rosario y sacó un pasaje. Me acerqué a la ventanilla y me puse lo bastante cerca como para oír que el pasaje era para el día siguiente, a las ocho y diez de la mañana. Después el tipo salió a los andenes, desplegó otra vez el paraguas, cruzó a la vereda de enfrente y empezó a recorrer la calle en sentido inverso. En la esquina de 25 de Mayo se detuvo frente a las vidrieras del bar Montecarlo y miró el interior, curioseando. Al parecer no vio nada interesante, ya que se dio vuelta y siguió caminando por 25 de Mayo hacia el norte. Al llegar a la esquina, plegó el paraguas y entró en el hotel Palace. Entré detrás de él. El hall del hotel estaba extraordinariamente iluminado y limpio. No tenía felpudo, y sin embargo no había huellas de barro o agua en el piso. El tipo fue hasta el mostrador del conserje y yo lo seguí.

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