– Tengo fiebre -le dije cuando entró.
Estaba con unos pantalones rojos y un suéter negro. Se había puesto un pañuelo en la cabeza. Tenía un cigarrillo colgando de los labios y la cara oval completamente lavada.
– Ha estado mojándose -dijo. Después quedó un momento en silencio-. ¿Estuvo en mi dormitorio, anoche?
– Fui a ver si encontraba algún antigripal -dije.
– No deje sus pañuelos mugrientos en mi cama -dijo mi madre.
– ¿Hay algún remedio contra la fiebre? -dije.
Mi madre no contestó y salió. Al rato volvió con una pastilla rosada y un vaso de agua. Me incorporé y me tragué la pastilla y dos o tres sorbos de agua. Tuve un par de arcadas pero no devolví ni el agua ni la pastilla. Mi madre vio mis vómitos en el piso y salió, regresando con un trapo y un balde de agua. Se inclinó y limpió las manchas. Después arregló mi cama y desapareció.
A la una en punto me trajo un plato de sopa. Apenas sí la probé. Le dije que llamara al diario y avisara que yo estaba enfermo. La oí salir cuando fue hasta el almacén de la esquina a hablar por teléfono. Cuando volvió y abrió la puerta de mi dormitorio la oí perfectamente, pero me hice el dormido. Había comenzado a sudar y la cama se estaba calentando bastante, de modo que una hora más tarde, cuando sentí la ropa pegada al cuerpo, volví a llamar a mi madre, le pedí una toalla, me sequé todo, y me puse ropa limpia. Volví a meterme el termómetro en el sobaco, y cuando lo saqué cinco minutos después comprobé que ya no tenía fiebre. A las seis oí el timbre de la puerta de calle y después oí la voz de mi madre aproximándose por la galería hacia mi habitación, hablando con alguien que refregaba las suelas de los zapatos contra el felpudo de alambre. La puerta de mi dormitorio se abrió y entró Tomatis, seguido por mi madre. Tomatis arrimó una silla y se sentó muy cerca de mi cama.
– Vengo a escuchar tus últimas palabras y a convencerte para que me incluyas en tu testamento -dijo Tomatis.
– Pueden irse todos a la mierda. Ésas son mis últimas palabras -dije yo.
– No seas grosero, Angelito -dijo mi madre.
– A eso llamo yo descuidar la posteridad -dijo Tomatis.
– ¿Qué va a tomar, señor Tomatis? -dijo mí madre.
– No se moleste. Nada -dijo Tomatis.
– Tome un café, señor Tomatis. No me cuesta nada hacerlo -dijo mi madre. Salió.
– Me ha tuteado -dije yo, en voz baja-. Hasta hace un momento me trataba de usted.
– ¿Qué es lo que te pasa? -dijo Tomatis-. Si ayer estabas lo más bien.
– No pude dormir en toda la noche y esta mañana amanecí con fiebre -dije yo.
Tomatis me puso la mano sobre la frente.
– Ya no tenés -dijo, retirando la mano.
– No. Se me ha ido -dije yo.
– Gloria está por venir -dijo Tomatis-. Teníamos que encontrarnos en el centro y le dije que estabas enfermo y que venía a verte, y entonces me dijo que ella también iba a pasar por acá.
– No vendrán con la intención de sacarme de la cama para meterse ustedes y empezar a hacer porquerías como acostumbran -dije yo. Tomatis se echó a reír.
– De ningún modo, Angelito -dijo.
– El tipo se tiró por la ventana -dije yo-. Pegó un salto y desapareció de la faz de la tierra.
– Me dijeron -dijo Tomatis-. ¿Qué estabas haciendo, si se puede saber?
– Me colé en la indagatoria. Quería verlo de cerca -dije yo.
– Fantasioso romántico -dijo Tomatis-. ¿Y cómo hiciste para entrar en la indagatoria, si está prohibido?
– Le dije al juez que el diario estaba muy interesado en el asunto y que corno yo estudiaba derecho y pensaba especializarme en penal, tenía por lo tanto un doble interés en presenciar la indagatoria -dije yo.
– ¿Y lo convenciste? -dijo Tomatis.
– Por lo visto, parece que sí -dije yo.
– ¿Quién es el juez? -dijo Tomatis.
– López Garay -dije yo.
– Sí -dijo Tomatis-. Lo conozco.
– ¿Así que Gloria va a pasar por aquí? -dije yo-. ¿No le has dicho que ésta es una casa decente?
– Se lo he dicho -dijo Tomatis-. Raro que López Garay te haya dejado entrar en la indagatoria porque sí nomás.
– Se tragó la píldora -dije yo.
– No es tonto -dijo Tomatis.
– No. Parece que no es -dije yo. Mi madre entró en el dormitorio.
– ¿Va a tomar una copita de ginebra con el café, señor Tomatis -dijo.
Se había pintado y se había cambiado de ropa. Tenía puesta una pollera ajustada y una blusa de todos los colores.
– Eso ni se pregunta -dije yo.
– Le pregunté al señor Tomatis, no a vos -dijo mi madre.
– Si no es molestia -dijo Tomatis.
– Ninguna. Todo lo contrario -dijo mi madre, y salió. En ese momento sonó el timbre y apareció el culito más extraordinario del mundo, acompañado de Gloria. Gloria traía el diario de la tarde y estaba vestida exactamente igual que en lo de Tomatis, pero traía un paraguas azul en la mano, ya plegado. Me acordé de la mujer del paraguas azul que había visto cruzar la Plaza de Mayo en diagonal, la tarde anterior. Me dio un beso y después sacó un paquete de la cartera y me lo entregó.
– Es un regalo -dijo.
Lo abrí. Era una edición barata de Tonto Kroeger, de Thomas Mann.
– Vacilé entre eso y un manual de urbanidad -dijo Gloria-. Pero al fin me decidí por esto porque llegué a la conclusión de que ya no hay forma de educarte.
– Raro que no me hayas traído un libro verde -dije yo.
– No quiero seguir pudriendo tu imaginación -dijo Gloria.
– Habla igual que mi madre -dije, mirando a Tomatis.
– Todas tienen un poco de madre, y un poco de puta -dijo Tomatis.
– No ha parado de llover en todo el día -dijo Gloria.
– Ya oscureció -dijo Tomatis.
Mi madre sirvió café y ginebra para Gloria y Tomatis, y ginebra sola para ella y a mí me trajo una taza de leche caliente. Estuvo con nosotros más de media hora y después se fue para su dormitorio. Gloria propuso que jugáramos al poker y yo me incorporé en la cama y me corrí hacia la pared y ellos arrimaron sus sillas y usarnos la cama como mesa y jugamos. Gloria volvió a ganar. A eso de las nueve, Tomatis dijo que iba a comprar algo para comer, pero se encontró con mi madre en la galería y mi madre le dijo que ella estaba preparando algo, de modo que Tomatis se fue con ella para la cocina y después de un rato volvió con un plato lleno de queso y otro que tenía un montón de sardinas. Mi madre apareció detrás de él con un pan y una botella de vino. Después mi madre anunció que ella iba a salir y dijo que cualquier cosa que hiciese falta podía encontrarse en la heladera. Después la oírnos despedirse desde la galería y yo alcancé a distinguir el ruido de la puerta de calle.
– Se está portando bien -dijo Tomatis.
– Está mejorando -dije yo.
– Deberías darle una paliza de vez en cuando -dijo Tomatis.
Después se paró y dijo que se iba. Gloria pareció sorprendida.
– Yo me voy -dijo Tomatis.
– Pensé que nos quedábamos un rato más -dijo Gloria.
– No he dicho que vos también tengas que irte -dijo Tomatis, con cierta dureza.
– He dicho que soy yo el que se va.
Le pedí a Gloria que se quedara. Gloria se encogió de hombros y dijo que podía quedarse un rato más, siempre y cuando yo consiguiera para ella un poco más de ginebra. Le dije que había dos botellas en la heladera, de modo que ginebra no le iba a faltar. Tomatis le dio un beso y antes de irse me preguntó si iba a levantarme al otro día.
– Creo que sí -dije yo.
– Te espero en el diario, entonces -dijo. Y se fue. Gloria lo acompañó hasta la puerta y quedé solo durante un momento. Los oí hablar en el corredor, pero no entendí lo que decían. Después Gloria volvió y se sentó en el borde de la cama.
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