Juan Saer - Cicatrices

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Luis Fiore, obrero metalúrgico, asesina a su mujer en la noche de un 1ª de mayo. El episodio sirve de base a las cuatro historias que integran esta novela de Juan José Saer, publicada originalmente en 1969. Una interrogación sobre el funcionamiento del mundo, sobre el conflicto entre el caos y el orden, sobre la posibilidad del conocimiento y la irrisión de la experiencia humana.

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– Puedo ir a buscarte la ginebra -le dije.

– No por ahora -dijo Gloria.

– Estuviste fenomenal trayéndome este libro -le dije, cabeceando hacia su regalo.

– Fue pura casualidad -dijo.

– Gloria -dije yo-. No estoy enojado ni nada porque te hayas quedado con Tomatis. Yo no estaba enterado de que pasaban cosas entre ustedes.

– Hasta esa noche no pasaba nada -dijo Gloria-. Y ahora no pasa casi nada.

– Nunca puede haber mucho con Tomatis -dije yo-. No se puede esperar mucho de él, ¿no es cierto?

– Eso es lo que él dice -dijo Gloria.

– Creo que está bien que la gente sea así -dije yo. Le agarré la mano y Gloria se soltó.

– No empieces, Ángel -me dijo. Después me preguntó si quería que ella me leyera trozos del libro. Le dije que sí.

– Abro al azar y leo -dijo.

Me leyó durante una hora. Después dejó el libro y dijo que estaba cansada y que se iba.

– Voy a quedarme solo y la fiebre va a subirme otra vez -dije.

– No si dormís de una vez por todas -dijo Gloria, y desapareció.

Me quedé un momento pensando, y después apagué la luz. Sentí durante cierto tiempo la sensación de no estar en ningún lugar preciso y después vi el desfile lento y nítido de todos los que me rodeaban y vivían conmigo lo que yo estaba llamando mí vida desde hacía cierto tiempo, y esa lenta procesión la cerraba yo mismo avanzando desde las zonas negras de mi mente hacia un círculo de claridad para internarme después en otra zona negra más allá del círculo iluminado y desaparecer. Después me dormí y me desperté casi al alba. El rectángulo de la banderola era ya de un color verde pálido. Me sentía eufórico. Fui a la cocina y me preparé una taza de café. Todavía lloviznaba. Volví al dormitorio, me metí en la cama, y me puse a leer Tonio Kroeger. Cuando lo terminé eran las nueve y media, y hacía rato que mi madre se había levantado. La oí andar por la casa, pero no entró en mi dormitorio. Me afeité, me di un baño, y me fui para el diario. No encontré a Tomatis, y el cronista de policiales me preguntó si yo había leído la noticia del tipo que se había tirado por la ventana del tribunal y me preguntó si era correcta. Le dije que no había leído el diario.

– Dicen que te enfermaste del julepe -dijo el cronista de policiales.

– Estuve engripado -dije yo.

– ¿Te cambiaste los calzoncillos? -dijo el cronista de policiales.

No le di una trompada porque lleva anteojos, pero le pregunté si él se creía Phillip Marlowe.

– ¿Quién? -dijo él.

– Un tío mío que anda siempre mezclado en toda clase de asesinatos.

Se encogió de hombros y me fui para Tribunales. No pude hablar con Ernesto, porque estaba declarando por lo de la tarde anterior, pero encontré al secretario en el corredor.

– El juez está muy ocupado -me dijo.

– ¿Arreglaron la ventana? -dije yo.

– No todavía -dijo el secretario-. ¿Vio cómo saltó ese bárbaro y rompió todos los vidrios?

– Vi, sí -dije yo.

Ramírez me recibió con una taza de café que ya había azucarado para él y me dijo que el juez de Crimen estaba de muy mal humor por el asunto del tipo de la ventana. Que todo el mundo hablaba de eso en Tribunales. Tomé ese menjunje asqueroso que Ramírez llamaba café y me fui. Encontré a Tomatis en pleno centro, frente a un extracto de lotería. Cuando me vio llegar me preguntó si conocía algún tipo de peor suerte que él.

– Viene y sale el dos cincuenta y cinco a la cabeza -dijo-. Y del dos cuarenta y cinco, ni noticia.

Almorzamos y jugamos al billar. Durante la partida Tomatis me preguntó si me había acostado con Gloria la noche anterior y cuando le dije que no se echó a reír.

– No has insistido lo suficiente -me dijo.

Se salvó de que lo matara con el taco del billar porque estaba del otro lado de la mesa. Después me dijo que mi madre era una buena persona y que yo tenía que portarme mejor con ella.

– No te hagas el niño terrible -dijo-. Ya no estás en edad para eso.

– Gloria te va a dar una puñalada por la espalda en cualquier momento, y yo voy a salir de testigo en favor de ella diciendo que fue en defensa propia -dije yo.

– Gloria está enamorada de mí, y me permite cualquier cosa -dijo Tomatis-. Por otra parte, no es mejor que yo, ni que nadie.

– ¿Has estado escribiendo? -dije yo.

– Algo -dijo Tomatis.

– Inmundicias, seguramente -dije yo.

– Algo por el estilo -dijo Tomatis.

Hice lo posible por dejarme ganar, pero no lo conseguí. Después volvimos al diario, y ya no cruzamos palabra esa tarde, salvo un saludo a la hora de salida. Anduve dando unas vueltas por el centro, tomé un cognac en el bar de la galería, y alrededor de las ocho me fui para mi casa. Mi madre estaba en la cocina, llenando un vaso de ginebra.

– ¿Vas a salir? -le dije.

– Sí -dijo.

Poco más y se echa la botella entera en el vaso.

– Tengo hambre -dije.

– Hay queso en la heladera -dijo mi madre.

– Hambre de comida. Comida caliente, como Dios manda-dije yo.

– Tengo que darme un baño y después irme -dijo mi madre.

Salió llevando su vaso y yo me quedé en la cocina. Abrí la heladera y saqué un pedazo de queso y la botella de ginebra. Mi madre se metió en el baño y al rato oí el murmullo de la ducha. La vi pasar después, envuelta en una toalla, caminando rápidamente. Su imagen atravesó la galería ante la puerta de la cocina y después desapareció. Estaba maravillosa. Cuando terminé mi queso me eché más ginebra en el vaso y me fui para su dormitorio. Le pedí permiso para entrar. Se había puesto su hermoso vestido amarillo y se estaba pintando los ojos delante del espejo.

– Deberíamos ir a comer juntos una de estas noches -dije.

– Ya veremos -dijo mi madre, con una débil hosquedad.

– Es hora de que empecemos a llevamos mejor -dije yo.

– Así espero -dijo mi madre. Después me fui para mi dormitorio, y al rato la oí salir. Me senté frente a la mesa, saqué mí cuaderno de notas, abrí el Tonio Kroeger en la última página y copié lo siguiente en mi cuaderno: "Miro al interior de un mundo inédito y en bosquejo, el cual reclama que se lo ordene y forme; veo un remolino de figuras humanas que me hacen señas para que las liberte y redima; son figuras ridículas algunas, y trágicas las otras; y no pocas son al mismo tiempo trágicas y cómicas… Y a estas últimas las estimo por encima de todo". Después cerré el libro y el cuaderno. No tenía ganas de quedarme en mi casa. Quería salir a la calle y estar con alguien, y si era posible con todo el mundo. La procesión de la noche anterior apareció patente ante mis ojos cuando salí a la galería y encendí la luz. La luz iluminó el patio en el que la llovizna flotaba en una masa blanca y lenta. No parecía caer, sino estar suspendida en el mismo lugar desde hacía muchos días. Pensé que casi ni le había dado importancia me sentí culpable. Había estado pasando algo en este mundo -la llovizna- que era de por sí un misterio y que a la vista se presentaba hermosa y llena de tristeza, y yo no la había ni siquiera mirado. Después recordé el cuerpo encogido sobre las baldosas amarillas, en la vereda del tribunal, y me pregunté qué cosas tan graves podían suceder como para obligar a un hombre a hacer de su cuerpo una cáscara vacía y tirarlo por la ventana de un tercer piso, para hacerlo pedazos contra el suelo. Había anochecido sobre su cuerpo: un crepúsculo azul y sin sol. Me puse el impermeable y salí a la calle. No se veía un alma. Caminé hasta el centro y entré en la galería. No había nadie. La cajera de guardapolvo verde miraba el vacío, con la mano puesta sobre la manija de la caja registradora. Tomé una ginebra sin separarme del mostrador y volví a salir. Anduve dos cuadras por San Martín y hacia el norte, y después doblé. Pasé frente al Banco Provincial y en su reloj circular vi que eran las once. Después llegué al parque del palomar y anduve un rato bajo los árboles cargados de agua. Pensé que estaba en una ciudad desierta, a la que todos habían abandonado. Se habían ido todos, dejándome solo. ¡Y qué bien se estaba! Andaba a mis anchas, en la oscuridad, y atravesaba las luces de las esquinas, unas esferas de claridad débil entorpecida por la llovizna, y después me internaba otra vez en las calles oscuras. Cuando menos me di cuenta estaba en la esquina de la casa de Tomatis. Se veía la gran claridad que arrojaba la ventana en la pieza delantera en la vereda. Me acerqué lentamente. La persiana estaba completamente alzada y a través de los vidrios se veía la habitación iluminada, con sus sillones, su biblioteca, la mesa y las sillas, Gloria estaba sentada en el diván, leyendo. Estaba con su ropa de siempre, la espalda apoyada contra la pared y las piernas estiradas hacia adelante. Sostenía la antología de poesía de habla inglesa en una mano, y en la otra un cigarrillo que humeaba. Vi que murmuraba lo que leía porque sus labios se movían. Estuve contemplándola durante un largo rato sin que ella se diese cuenta. Después me acerqué a la puerta y probé el picaporte, tratando de no hacer ruido. La puerta se abrió. Recorrí en puntas de pie el pasillo negro y entré en la pieza delantera. Estaba a tres metros de Gloria, frente a ella, en el hueco de la puerta, y ella todavía no había notado mi presencia. Un segundo después alzó la vista de golpe y dio un grito. Me eché a reír.

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