Juan Saer - Cicatrices

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Luis Fiore, obrero metalúrgico, asesina a su mujer en la noche de un 1ª de mayo. El episodio sirve de base a las cuatro historias que integran esta novela de Juan José Saer, publicada originalmente en 1969. Una interrogación sobre el funcionamiento del mundo, sobre el conflicto entre el caos y el orden, sobre la posibilidad del conocimiento y la irrisión de la experiencia humana.

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– No te asustes -dije-. Soy yo. Te vi por la ventana y entré.

Gloria estaba pálida.

– Carlitos no está -dijo.

– Espléndido -dije yo-. Voy a cambiar el agua de las aceitunas y vengo.

Salí de la habitación y comencé a recorrer el pasillo. Al pasar frente a la puerta entreabierta del dormitorio de Tomatis vi que salía una luz por ella y oí patente la voz de Tomatis, pero no escuché lo que decía, porque sonó demasiado débil. Me detuve de golpe, y abrí la puerta. Estaban los dos desnudos sobre la cama, Tomatis y mamá. El vestido amarillo de mamá estaba en el suelo hecho una pelota. Cerré la puerta tan de golpe que el ruido sonó como una explosión. Cuando salí corriendo le di un empujón a Gloria, que había salido de la habitación delantera al pasillo y me miraba, y después salí a la calle. Creo que Gloria me llamó, pero no me detuve. Ni siquiera miré cuando pasé delante de la ventana iluminada.

Las primeras tres cuadras las recorrí a toda velocidad. Después fui aminorando la marcha. A la quinta o sexta cuadra, andaba lo más tranquilo. La ciudad era un cementerio, y salvo las luces débiles de las esquinas, el resto estaba enterrado en la oscuridad. Cuando me puse a cruzar una esquina en diagonal, bajo la luz que dejaba ver las masas blanquecinas de la llovizna suspendidas en el aire, vi venir una figura humana en mi dirección. Fue emergiendo lentamente de la oscuridad, y al principio apareció borrosa por la llovizna, pero después fue haciéndose más nítida. Era un hombre joven, vestido con un impermeable que me resultó familiar. Era igual al mío. Venía tan derecho hacia mí que nos detuvimos a medio metro de distancia, exactamente bajo el foco de la esquina. Traté de no mirarle la cara, porque me pareció saber de antemano de quién se trataba. Por fin alcé la cabeza y clavé la mirada en su rostro. Vi mi propio rostro. Era tan idéntico a mí que dudé de estar yo mismo allí, frente a él, rodeando con mi carne y mis huesos el resplandor débil de la mirada que estaba clavando en él. Nunca nuestros círculos se habían mezclado tanto, y comprendí que no había temor de que él estuviese viviendo una vida que a mí me estaba prohibida, una vida más rica y más elevada. Cualquiera hubiese sido su círculo, el espacio a él destinado a través del cual su conciencia pasaba como una luz errabunda y titilante, no difería tanto del mío como para impedirle llegar a un punto en el cual no podía alzar a la llovizna de mayo más que una cara empavorecida, llena de esas cicatrices tempranas que dejan las primeras heridas de la comprensión y la extrañeza.

MARZO, ABRIL, MAYO

Hay tres maneras de ganar al poker, hijo, me sabía decir mi abuelo en los años de su vejez. Con mucho resto, sabiendo jugar muy bien, o con las cartas marcadas. Pero el resto, por grande que sea, siempre termina por acabarse. Y por muy bien que uno juegue, siempre hay algún otro en este ancho mundo capaz de jugar mejor. Por lo tanto, el método más seguro es marcar las cartas. Así acostumbraba hablar mi abuelo en los años de su vejez, que fue muy larga.

Mi abuelo sabía. Murió a los ochenta y dos años. Los mocovíes lo habían llamado padre. Dos meses antes de cada elección, mi abuelo se sentaba en el escritorio de su almacén de ramos generales en San Javier, y esperaba. Los jefes políticos iban llegando, uno por uno. Mi abuelo los escuchaba sin abrir la boca, mascando su cigarro y escupiendo a la vereda unos gargajos de flema parda. Los jefes políticos se retiraban después de haber hecho su propuesta, sin esperar que mi abuelo dijese esta boca es mía. Una semana después mandaba llamar a uno de ellos. A veces era durante dos o tres elecciones seguidas el jefe del mismo partido, a veces el partido cambiaba de elección en elección. Conversaba diez minutos con el jefe político -escupiendo sus gargajos de flema parda a la vereda- y después se hacía preparar su volanta y salía a recorrer los ranchos de los mocovíes. Ese año, el jefe político que había sido mandado llamar ganaba la elección.

Así hizo mi abuelo alguna fortuna. El año cuarenta y cinco, en la elección de febrero, mi abuelo perdió un ojo.

Había mandado llamar al jefe radical, y después recorrió los ranchos de los mocovíes que lo llamaron padre, le pidieron remedios para la diarrea y lo acompañaron hasta la salida del rancherío, saludando la volanta hasta que la polvareda arenosa que levantó se esfumó completamente en el aire. Pero ganaron la elección los peronistas. A la madrugada, mi abuelo, que vivía solo en el inmenso galpón con su escritorio a la vereda donde tenía el almacén, oyó que llamaban a la puerta. Preguntó quién era y le dijeron que había un enfermo grave. Fue a abrir y desde la oscuridad recibió un tiro de revólver que le vació el ojo y de milagro no lo mató.

Así mí abuelo se retiró de la política, vendió el almacén, y se vino para la ciudad, a casa de mi madre. Me sabía tener en sus rodillas en San Javier, cuando yo era chico, pero cuando vino a la ciudad en el cuarenta y cinco, yo ya hacía rato que me afeitaba. Puso toda su fortuna a nombre de mi madre, diciendo que pronto se iba a morir. Pero en el cincuenta, mi madre, que era viuda de un hombre que yo no conocí, y que supongo fue mi padre, mi madre, que jamás había estado enferma de nada, estaba en la mesa sirviendo la sopa y dijo que iba hasta la cocina a buscar una cuchara que faltaba, y nunca más volvimos a verla viva. Como demoraba, me levanté para buscarla y la encontré muerta. Había tenido tiempo de abrir el cajón, pero no de sacar la cuchara, porque no tenía ninguna cuchara en la mano, ni había rastro de cuchara en toda la cocina, como no fuese en el cajón de los cubiertos.

Yo tenía entonces veintitrés años, y quedé solo con mi abuelo. El cincuenta y dos me recibí de abogado, y el cincuenta y cinco me casé. El sesenta quedé viudo. Yo había empezado a jugar alrededor del cincuenta y seis cuando salí de la cárcel. Me casé el dieciséis de septiembre de mil novecientos cincuenta y cinco. Acababa de decir que sí al jefe del Registro Civil, y salía a la puerta con mi mujer para sacarme unas fotografías con los testigos y con ella frente al edificio, cuando llega el Negro Lencina y me dice que hay una manifestación que quiere tomar la CGT. Le pregunto si hay tiempo de sacar la fotografía y me dice que no. Entonces dejo la ceremonia y me voy para la CGT.

Entramos por los techos. Bajamos al patio embaldosado de amarillo. Eran las diez de la mañana. Apenas si se dispararon tres o cuatro tiros, y no hubo ningún herido, salvo un tipo que tropezó con el cordón de la vereda cuando salió disparando al oír el primer tiro, y se vino al suelo, partiéndose la cabeza. Después llegó el ejército y nos metieron a todos presos.

Me largaron a los nueve meses. Mi mujer me esperó vestida con la ropa que había llevado en el civil la mañana del casamiento, y estaban todos los testigos, unos parientes, y mi abuelo. Yo invité por mi parte al Negro Lencina y a Fiore, de los molineros, que habían estado conmigo en el sur, durante nueve meses. Se habían pasado todo el tiempo diciéndome que salíamos a los nueve meses y yo iba a llegar a mi casa el día del nacimiento de mi primer hijo. Yo les decía que no había habido tiempo.

Empecé a jugar un mes después, en un asado que se hizo en La Fraternidad para celebrar la libertad de cinco ferroviarios que habían estado presos. Después del asado nos pusimos a jugar al siete y medio. Es un juego sencillo y familiar, y se juega con cartas españolas. Las negras valen medio punto; las blancas, del uno al siete, lo que marcan. El punto más alto es siete y medio. Una persona banca y reparte las cartas, dando una a cada uno, tapada. Uno empieza a pedir cartas para sumar el punto más alto, siete y medio. Se corre el riesgo de pasarse. Cuando uno ha recibido una negra, que vale medio punto, la destapa de modo tal que todos la vean y pide otra carta; si viene de cinco para arriba, uno generalmente se planta; si viene una menor, pide otra. A veces se pide hasta con seis y medio, porque es la banca la que da el valor de las cartas, llevando siempre medio punto de ventaja, de modo que si la banca tiene siete, pagará a los jugadores que tengan siete y medio. Los que tienen menos de siete y medio, deben pagar a la banca. Cuando uno se pasa, queda fuera de combate y debe pagar a la banca. Se entiende por pasarse excederse del puntaje máximo, siete y medio. Un dos y un seis, por ejemplo, hacen ocho. Si el jugador tiene un dos y pide una carta, y recibe un seis, paga a la banca.

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