Juan Saer - Cicatrices

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Luis Fiore, obrero metalúrgico, asesina a su mujer en la noche de un 1ª de mayo. El episodio sirve de base a las cuatro historias que integran esta novela de Juan José Saer, publicada originalmente en 1969. Una interrogación sobre el funcionamiento del mundo, sobre el conflicto entre el caos y el orden, sobre la posibilidad del conocimiento y la irrisión de la experiencia humana.

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Gané setenta pesos. No era nada. Pero me llamó la atención que yo pudiese ir previendo las cartas que iba a recibir. Me bastaba desearlas mucho para que vinieran. Si recibía una negra, y después un dos, me concentraba pensando: ahora tiene que venir un cinco, y venía. Llegué incluso a pedir cartas con seis y medio -punto altísimo en el cual cualquier jugador normalmente debe plantarse- por tener la seguridad de que vendría el as. Y el as venía.

Supe entonces que el juego me gustaba. Esperé dos días y averigüé donde se jugaba por sumas mayores. Me pasaron la información de que en un club del centro yo podía jugar al monte con puerta, en otro al punto y banca, y en un tercero a los dados. Elegí los dados. Saqué cinco billetes de mil pesos, comí algo en una parrilla, y me fui para el club. Había un montón de jugadores apretados alrededor de una mesa de pase inglés. El pase es un juego simplísimo: con dos dados y un cubilete el jugador tira los dos dados y después se pone a buscar el número que ha salido; si el primer tiro ha salido el seis, busca el seis en tiros sucesivos; si sale el siete antes que el seis, pierde. Pero si el siete o el once salen en el primer tiro, significa que ha echado buena y gana sin necesidad de buscar ningún número; y si echa tres, dos o doce en el primer tiro, quiere decir que ha echado mala y no tiene chance para buscar. Un tipo que estaba parado cerca de la mesa, sin jugar, me explicó el juego. Cuando el cubilete llegó donde yo estaba, puse dos mil pesos en la banca; tiré, y eché un siete; los dos mil pesos se hicieron cuatro. Volví a tirar y eché otro siete. En el tercer tiro, eché once; en el cuarto, once otra vez; en el quinto, otra vez once; en el sexto siete. Dejé el cubilete, retiré ciento veintiocho mil pesos de la banca, de los que me descontaron el interés, y me fui para mi casa. En el trayecto pensé que el pase inglés no era mi juego; que el caos lo regía, y que esos dados moviéndose en el interior del cubilete y corriendo después sobre el paño verde de la mesa, dependían demasiado del azar. Yo deseaba un juego en el que hubiese un mínimo de orden, un juego en que el azar estuviese ya congelado de antemano, aunque yo desconociese su ordenación. Necesitaba un pasado ya hecho.

Iba a encontrar ese pasado ya hecho en el punto y banca. De los ciento y pico de mil pesos que había ganado a los dados, a la noche siguiente separé veinte y me fui a jugar al punto y banca. Esta vez se trataba de una mesa larga, y los tipos estaban sentados en sillas alrededor. Sacaban cartas de un sabó que guardaba cinco mazos previamente mezclados, le daban dos al punto, y dos a la banca. Se jugaba con cartas francesas. Las negras y el diez valían cero. El que se aproximaba más a nueve, ganaba.

Mi ganancia llegó a los ochenta mil pesos, pero no fue tan fácil como a los dados. Tuve que trabajar mucho para ganar. No fui perdiendo en ningún momento, pero durante más de una hora no pude ir ganando más de cuatro o cinco mil pesos, hasta que el sabó llegó donde yo estaba y me tocó tirar la banca. Eché nueve pases, todos de nueve. No tenía más que pensar: Ahora echo un nueve, y echaba un nueve. Era fácil. No había más que saber desear, y creer en lo que se deseaba. De modo que a la segunda noche de haber empezado a probar suerte en el juego, ya me había hecho un capital.

No se lo conté a mi mujer, pero sí a mi abuelo. Hijo, me dijo, lo que viene fácil se va fácil. Es una perspetiva. (Mi abuelo decía perspetiva, no perspectiva, comiéndose la c, y usaba mucho esa palabra.) No niego que es una perspetiva. Pero la única forma segura de ganar es haciendo trampa.

Un tiempo después comprobé que él tenía razón. Los doscientos mil pesos que había ganado se fueron de una semana para la otra. Pero yo estaba embarcado. Iba a mi casa a la madrugada, solamente para dormir. Fui abandonando poco a poco mi profesión, y poco a poco también fui perdiendo la fortuna que mi abuelo había hecho en el escritorio de su almacén de ramos generales, desde donde ordenaba que prepararan su volanta para ir a recorrer las rancherías de los mocovíes.

Dos años después ya no tenía nada, salvo la casa, y un montón de deudas. Por suerte mi mujer resultó estéril, de modo que no tuve hijos que mantener. Mi mujer tampoco aprobaba que yo jugara; y lo que sucedió en el mes de junio del año sesenta puede servir como prueba. No lo aprobaba en absoluto, como va a quedar demostrado.

Yo estaba jugando al poker desde la noche anterior, a la vuelta de mi casa. Nos habíamos sentado para jugar una hora a las once de la noche, y eran las tres de la tarde del día siguiente. Llaman en eso a la puerta. Va el dueño de casa a atender, y vuelve diciéndome: Sergio, es tu abuelo. Le mando decir que pase. Para esa fecha estaba ya muy viejo y algo chiflado, y tenía un aspecto extravagante con un ojo de menos y los bigotes todos manchados de tabaco. Chicaba el santo día. Se inclina hacia mí y me dice al oído: Hijo, dice tu mujer que si no vas antes de media hora, se envenena. Dígale que se envenene, digo yo. Mi abuelo se va y vuelve treinta y cinco minutos después. Se inclina otra vez y me dice al oído: Hijo, se ha envenenado. De modo que pido permiso a la mesa para levantarme antes de la hora fijada, y voy a casa y la encuentro muerta. Se había arrepentido después de tomar el veneno de modo que salió del dormitorio en la planta alta y se paró en el borde de la escalera, llamando a mi abuelo. Pero ya era tarde, y mi abuelo estaba un poco sordo. La encontré al pie de la escalera, en la planta baja.

Un año después murió mi abuelo. Echó su último gallo pardo y se fue al otro mundo. Últimamente, no servía ni para los mandados. Yo le llevaba un paquete de toscanitos de vez en cuando. Él cortaba los toscanitos en dos o tres pedazos, con una tijera, y se ponía a mascarlos. Se sentaba en el umbral y escupía sobre la vereda. Una vez le escupió sin querer el pantalón a un tipo que pasaba y yo tuve que salir en su defensa. Otra vez vinieron de la Municipalidad a decirnos que debíamos conservar la vereda en condiciones más higiénicas. Entonces cambió de ubicación y se fue a la puerta de la cocina, que daba al patio trasero de la casa, de modo que con el tiempo la galería se llenó de unas manchas oscuras que no hubo forma de borrar. Murió sentado en el sillón mirando la higuera del fondo, al atardecer. Si vienen esta noche, diciendo que tienen un enfermo grave, no les abras, me dijo. Después murió. Cuando vinieron los del fúnebre, a eso de las nueve de la noche, me exigieron un adelanto de cinco mil pesos para iniciar el servicio. Yo no los tenía. Les dije que me esperaran hasta las dos de la mañana. En rigor de verdad no tenía un centavo. Fui a una mesa de juego y esperé hasta que alguno me tirara una ficha. Nadie me la tiró. Entonces me incliné a hablarle al oído a un tipo que estaba ganando cientos de miles. Le dije que me llevara mil pesos en su apuesta. Con eso le quería decir que en su apuesta de diez mil pesos, yo iba jugando mil. Si yo perdía tenía que entregarle los mil pesos. Si ganaba, él me daba los mil pesos a mí. Se suponía que yo tenía una ficha de mil en alguna parte para responder, en caso de que viniera la banca. Fue un golpe de audacia, porque esos tipos que van ganando no quieren saber nada de chistes de esa clase. Fue un golpe de audacia, y salió bien. Después fue tan fácil como bajar por un tobogán. A los diez minutos ya tenía para el adelanto del servicio fúnebre. No me hubiese gustado nada tener a mi abuelo sentado a la puerta de la cocina, muerto durante meses y meses.

Así que me quedé solo en la casa. No tenía que pagar alquiler, porque la casa era mía, y la electricidad y los impuestos eran charamusca. De vez en cuando comía. Salvo leer y jugar, no hacía otra cosa. Después empecé a escribir mis ensayos.

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