– Laura, es que es muy feo.
– Pero no se parece a nadie, Elizabeth.
– Es prieto.
– No más que mi tía María de la O.
– Con ella no te vas a casar, tú. Habiendo tanto muchacho blanco en Veracruz.
– Éste es más extraño, o más peligroso, no sé.
– ¿Por eso lo escogiste? ¡Qué loca estás! ¡Y qué peligrosa eres tú misma, Laura! Te envidio y te compadezco, tú.
Salieron de Xalapa los recién casados y apenas subieron a la meseta, Laura echó de menos la belleza y el equilibrio de la capital provinciana, las noches tan perfectas que le otorgaban vida nueva, cada atardecer, a todas las cosas. Recordaría su hogar y todos los infortunios parecían disolverse en la armonía envolvente de la vida vivida y recordada con sus padres, con Santiago y las tías solteras, con
los abuelos muertos. Dijo la palabra «armonía» y se sintió turbada por la memoria de la heroica anarquista catalana a la que aludía en un discurso esta tarde de lluvia Juan Francisco, defendiendo la jornada de ocho horas, el salario mínimo, la maternidad pagada, las vacaciones con sueldo, todo lo prometido por la Revolución, decía con voz grave y resonante, hablándole a la plaza, a la multitud reunida para defender y hacer valer el artículo 123 de la Constitución este primero de mayo de 1922 bajo la lluvia nocturna, la primera vez en la historia de la humanidad que el derecho al trabajo y la protección al trabajador tenían rango constitucional, por eso la Revolución mexicana era de veras una revolución, no un cuartelazo, ni una rebelión, ni una asonada como sucedía en el resto de Hispanoamérica, lo de México era distinto, era único, todo aquí se fundaba de vuelta, de raíz, en nombre del pueblo, por el pueblo, le decía Juan Francisco a las dos mil personas reunidas bajo la lluvia, se lo decía a la lluvia misma, a la noche precipitada, al nuevo gobierno, a los sucesores del asesinado Venustiano Carranza que todos imaginaban ultimado por el triunvirato de la rebelión de Agua Prieta, Calles, Obregón y De la Huerta. A todos ellos les hablaba López Greene en nombre de la Revolución, pero le hablaba también a Laura Díaz, su joven esposa recién traída de la provincia, una muchacha bella, alta, extraña por sus facciones tan marcadas y aguileñas, hermosa por su extrañeza misma; me habla a mí también, a mí, yo soy parte de sus palabras, tengo que ser parte de su discurso…
Ahora llovía sobre el valle central y ella recordaba el ascenso en el tren de Xalapa a la estación de Buenavista en la ciudad de México. Estoy cambiando de la arena a la piedra, de la selva al desierto, de la araucaria al cacto. La subida a la meseta pasaba por un paisaje de brumas y tierras quemadas, luego por un llano duro de canteras de roca y trabajadores de la piedra, parecidos a la piedra; uno que otro álamo de hoja plateada. A Laura el paisaje le cortó el aliento y le dio sed.
– Te dormiste, muchachita.
– Me dio susto el paisaje, Juan Francisco.
– Pues te perdiste los bosques de pinos de la parte alta.
– Ah, por eso huele tan bonito.
– No vayas a creer que todo es llano pelón por aquí. Ya ves, yo soy tabasqueño, añoro el trópico, igualito que tú, pero ya no podría vivir sin el altiplano, sin la ciudad…
Cuando ella le preguntó por qué, Juan Francisco cambió el tono de voz, la impostó, quizás hasta la engoló un poquito para ha-
blar de la ciudad de México que era el centro mismo del país, su corazón, como quien dice, la ciudad azteca, la ciudad colonial, la ciudad moderna, una encima de la otra…
– Como un pastel -rió Laura.
Juan Francisco no rió. Laura siguió comparando.
– Como una de esas portaviandas que le subían a la señorita Aznar tu heroína, mi amor.
Juan Francisco se puso todavía más serio.
– Perdón. Hablo en broma.
– Laura, ¿nunca sentiste curiosidad por ver a Armonía Aznar?
– Era muy niña.
– Ya tenías veinte años.
– Será que mi impresión infantil perduró, Juan Francisco. A veces, por más que crezcas, te siguen asustando los cuentos de fantasmas que te contaron de niña…
– Deja eso atrás, Laura. Ya no eres una niña de familia. Estás al lado de un hombre que lucha seriamente.
– Lo sé, Juan Francisco. Lo respeto.
– Necesito tu apoyo. Tú razón, no tu fantasía.
– Trataré de no decepcionarte, mi amor. Te respeto mucho, tú lo sabes.
– Empieza por preguntarte por qué nunca te rebelaste contra tu familia y subiste a ver a Armonía Aznar.
– Es que me daba miedo, Juan Francisco, te digo que era yo muy niña.
– Perdiste la oportunidad de conocer a una gran mujer.
– Perdóname, mi amor.
– Tú perdóname a mí -Juan Francisco la abrazó y le besó un puño cerrado nerviosamente-. Ya te iré educando en la realidad. Has vivido demasiado tiempo de fantasías infantiles.
Orlando no era una fantasía, quería decirle sabiendo que nunca se atrevería a mencionar al joven rubio e inquietante, Orlando que era un seductor, me dio cita en el altillo, por eso nunca fui después de que él me dio cita allí, además la señorita Aznar quería ser respetada, eso pidió, eso…
– Ella misma dio órdenes de que no la molestaran. ¿Quién erayo para desobedecer?
– En otras palabras, no te atreviste.
– No, hay muchas cosas que no me atrevo a hacer -sonrió Laura con cara de falso arrepentimiento-. Contigo sí me atreveré. Tú me enseñarás, ¿verdad?
Él sonrió y la besó con la pasión que le estaba entregando desde la noche de bodas pasada en el Tren Interoceánico; era un hombre grande, vigoroso y amante, sin el misterio que rodeaba a su otro amor inminente, Orlando Ximénez, pero sin el aura de maldad del joven rubio y rizado del baile de San Cayetano. Al lado de Orlando, Juan Francisco era la llaneza misma, un ser abierto, casi primitivo en su apetito sensual directo. También por eso Laura lo iba amando más y más, como si su esposo confirmara la primera impresión que la joven mujer sintió en el Casino de Xalapa al conocerlo. Juan Francisco el amante era tan magnífico como Juan Francisco el orador, el político, el dirigente obrero.
(-No conozco otra cosa, no conozco nada más, no puedo comparar, pero puedo gozar y gozo, la verdad es que gozo en la cama con este hombrón, este macho sin sutilezas ni perfumes como Orlando, Juan Francisco, mío…)
– Quítate la costumbre de decirme «mi amor» en público.
– Sí, mi amor. Perdón. ¿Por qué?
– Andamos entre camaradas. Andamos en la lucha. No es bueno.
– ¿No hay amor entre tus camaradas?
– No es serio, Laura. Basta.
– Perdóname. Contigo a tu lado para mí todo es amor. Hasta el sindicalismo -rió, como siempre reía ella, acariciando la oreja larga y velluda de su macho, le salió decirle así, tú eres mi macho y yo soy tu esposita, mi amor es mi macho pero no debo decirle mi amor…
– Tú me dices «muchacha» siempre, nunca me has dicho «mi amor» y yo te lo respeto, sé que eso es lo que te sale natural, como a mí me sale decirte…
– «Mi amor»…
La besó pero ella se quedó con la desazón de una culpa, como si muy secretamente los dos se hubiesen dicho algo irrepetible, fundamental, de lo cual un día podían alegrarse o arrepentirse mucho. Todo se lo llevó lejos la certeza de que los dos, en verdad, se desconocían. Todo era sorpresa. Para ambos. Cada uno esperaba que poquito a poquito uno se revelara al otro. ¿Era un consuelo pensar esto? La razón inmediata de su desazón, la que registró en ese mo-
mento su cabeza, era que su marido la reprochaba por no haber tenido el coraje de subir la escalerilla y tocar a la puerta de Armonía Aznar. La presencia y la historia de Juan Francisco destruían su razón y la convertían en pretexto. La propia señorita Aznar había pedido aislamiento y respeto. Laura tenía esta excusa; la excusa escondía un secreto; el secreto era Orlando y de eso no se hablaba. Laura se quedaba con la culpa, una culpa vaga y difusa a la cual no sabía darle defensa propia, convirtiéndola, se dio cuenta repentinamente, en motivo de identificación con su marido, de solidaridad con la lucha, en vez de ser obstáculo entre los dos, alejamiento, no sabía qué nombre darle y lo atribuyó todo, al cabo, a su inexperiencia.
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