Carlos Fuentes - Los años con Laura Díaz

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Un recorrido por la vida íntima de una mujer y sus pasiones, los obstáculos, prejuicios, dolores, amores y alegrías que la conducen a conquistar su libertad propia y su personalidad creativa. Una saga familiar, originada en Veracruz. Laura Díaz y otras figuras de la talla de Frida Kahlo y Diego Rivera comparten aspectos centrales de la historia cultural y política del país, y nos llevan a reflexionar sobre la historia, el arte, la sociedad y la idiosincrasia de los mexicanos. En esta novela, como nunca antes, Fuentes es fiel a su propósito de describirnos el cruce de caminos donde se dan cita la vida individual y la colectiva.

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– Sin la clase obrera -dijo Morones, un hombre más que gordo, espeso, con labios gruesos, nariz gruesa, cuello y papadas gruesas, y párpados como cortinas de carne-, sin la Casa del Obrero Mundial y los Batallones Rojos, no hubiéramos triunfado. Los obreros hicieron la Revolución. Los campesinos, Villa y Zapata, fueron un lastre necesario, el lastre reaccionario y clerical del negro pasado colonial de México.

– Te dijo lo que querías oír -le dijo Laura, sin interrogantes a Juan Francisco, que le puso la pregunta a sus palabras.

– No dijo más que la verdad. La clase obrera es la vanguardia de la Revolución.

Allí estaba sentado el Ford Modelo T, menos impresionante que el fastuoso Issota-Fraschini que Xavier Icaza llevó a Xalapa, pero comodísimo para una familia de cinco en excursión a las pirámides de Tenayuca o a los jardines flotantes de Xochimilco. Al fondo del garaje, ocupaban lugar de honor los boilers, unos tinacos necesarios para tener agua caliente y alimentados por pilas de leña y papel periódico. Por el garaje se entraba a la pequeña recepción con pisos de mosaicos y a la sala que daba a la calle, amueblada con sencillez y comodidad, pues Laura había abierto cuenta en el Palacio de Hierro y Juan Francisco le dio rienda suelta para comprar un ajuar de sofá y sillones de terciopelo azul y lámparas que imitaban la moda del art déco tan mentado en las revistas ilustradas.

– No te preocupes, mi amor. Existe una nueva modalidad que es el pago a plazos, no hay que darlo todo de un golpe.

Por puertas de cristal se pasaba al comedor, con su mesa cuadrada sobre un pedestal de madera hueco, ocho sillas pesadas de caoba y respaldo rígido, un espejo que atesoraba la luz de la tarde y la puerta de acceso a la cocina con sus estufas de carbón y hieleras que requerían la visita diaria del vendedor de leña y del carbonero, del camión de la leche y del camión del hielo.

Era una bonita sala. Se levantaba varios metros sobre el nivel de la calle y tenía un balconcillo desde donde se podía admirar el Bosque de Chapultepec.

Arriba, accediendo por una escalera pretenciosa para el tamaño de la casa, había cuatro recámaras y un solo baño con tina, retrete y -cosa que nunca había visto la tía María de la O- un bidet francés que Juan Francisco quiso retirar pero que Laura le rogó retener, por lo novedoso y divertido que era.

– Te imaginas a mis amigos del Sindicato sentados allí.

– No, me imagino al panzón de Morones. No les digas nada. Que se hagan bolas.

Los amigos de Juan Francisco a veces regresaban del baño con aire incómodo y hasta con pantalones mojados. Juan Francisco lo pasaba todo por alto con su digna seriedad innata que no admitía bromas o las apagaba con el relámpago de una mirada, a la vez, fogosa y fría.

Se reunían en el comedor y Laura se quedaba leyendo en la sala. La lectura en voz alta junto al lecho del inválido don Fernando en Xalapa, aventurada como una botella de náufrago arrojada al mar, con la esperanza de que su padre la entendiese, se convirtió para la mujer casada en hábito silencioso y placentero. Se iniciaba una literatura viva sobre el pasado reciente y Laura leyó Los de abajo de un doctor llamado Mariano Azuela, dándole la razón a los que hablaban de las tropas campesinas como una horda de salvajes, pero al menos vital, en tanto que los políticos citadinos, los abogados e intelectuales de la novela, eran sólo salvajes pérfidos, oportunistas y traidores. Se daba cuenta, sobre todo, de que la Revolución había pasado, casi, como un suspiro por Veracruz mientras rugía en el norte y en el centro del país. La compensación de estas lecturas fue para Laura el descubrimiento de un joven poeta tabasqueño de apenas veintitrés años. Se llamaba Carlos Pellicer y cuando Laura leyó su primer libro, Colores en el mar, no supo si hincarse y dar gracias, o rezar, o llorar porque ahora el trópico de su niñez estaba vivo y a la mano entre las tapas de un libro y como Pellicer era de Tabasco igual que Juan Francisco, leerlo la acercaba aún más a su marido.

Trópico, ¿por qué me diste las manos Llenas de color?

Además, Laura sabía que a Juan Francisco le gustaba tenerla cerca, para servir a los amigos si la reunión se prolongaba, pero más que nada para que ella fuese testigo de lo que él les decía a sus compañeros mientras la tía cuidaba a los niños. Le costaba darle rostro a las voces que llegaban del comedor, porque una vez fuera de allí, éstos eran hombres silenciosos, distantes, como si hubiesen surgido muy recientemente de lugares oscuros y hasta invisibles. Algunos usaban saco y corbata, pero los había de camisa sin cuello y gorra de lana, y hasta uno que otro de overol azul y camisa rayada y enrollada hasta los codos.

Esta tarde llovía y los hombres fueron llegando mojados, algunos con gabardina, la mayoría desprotegidos. En México casi nadie usaba paraguas. Y eso que la lluvia era puntual y poderosa, abriéndose en cascadas hacia las dos de la tarde y continuando a ritmos alternos hasta la madrugada del día siguiente. Luego regresaba el sol mañanero. Los hombres olían fuerte a ropa mojada, a zapato embarrado, a calcetín húmedo.

Laura los veía desfilar en silencio al llegar y al salir. Los que usaban gorro se lo quitaban al verla pero se lo volvían a poner enseguida. Los que usaban sombrero lo dejaban a la entrada. Otros no sabían qué hacer con las manos cuando la veían. En el comedor, en cambio, eran elocuentes y Laura, invisible para ellos pero atenta a cuanto decían, creía escuchar voces mucho tiempo soterradas, dueñas de una elocuencia que había estado enmudecida durante siglos enteros. Habían luchado contra la dictadura de don Porfirio -era el resumen de lo que Laura escuchaba-, habían militado, los más viejos, en el grupo anarcosindicalista Luz, luego en la Casa del Obrero Mundial fundada por el profesor anarquista Moncaleano y por fin en el Partido Laborista cuando la Casa fue disuelta por Carranza una vez que triunfó la Revolución y el viejo ingrato se olvidó de todo lo que debía a sus Batallones Rojos y a la Casa del Obrero. Pero Obregón (¿mandó matar a Carranza?) les ofreció a los trabajadores un nuevo partido, el Laborista, y una nueva central obrera, la CROM, para que continuaran sus luchas por la justicia.

– ¿Otra vez atole con el dedo? Dense cuenta, compañeros, los gobiernos, todititos ellos, no han hecho más que engañarnos. Madero, dizque el apóstol de la Revolución, nos echó encima a sus «cosacos».

– ¿Qué esperabas, Dionisio? El chaparrito no era un revolucionario. Nomás era un demócrata. Pero le debemos un gran favor, ahí donde ves. Madero creyó que iba a haber democracia en México sin revolución, sin cambios de a de veras. Su ingenuidad le costó la vida. Se lo cargaron los militares, los latifundistas, toda la gente que él no se atrevió a tocar porque bastaba con tener leyes democráticas. Asegún.

– Pero Huerta el asesino de Madero sí nos tomó en cuenta. ¿Tú has visto una manifestación más grande que la del primero de mayo de 1913? La jornada de ocho horas, la semana de seis días, todo lo aceptó el general Huerta.

– Puro atole con el dedo. Apenas empezamos a hablar de democracia, Huerta mandó incendiar nuestra sede, nos arrestó y deportó, no lo olvides. Es una lección. Una dictadura puede darnos garantías de trabajo, pero no libertad política. Cómo no íbamos a recibir como un salvador al general Obregón cuando tomó la ciudad de México en 1915 y se soltó hablando de revolución proletaria, de someter a los capitalistas, de…

– Tú estabas allí, Palomo, tú recuerdas cómo llegó Obregón a nuestro mitin y nos abrazó a uno por uno, cuando todavía tenía

dos brazos, y a cada uno nos dijo tienes razón compadre, nos dijo lo que queríamos oír…

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