Carlos Fuentes - Los años con Laura Díaz

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Un recorrido por la vida íntima de una mujer y sus pasiones, los obstáculos, prejuicios, dolores, amores y alegrías que la conducen a conquistar su libertad propia y su personalidad creativa. Una saga familiar, originada en Veracruz. Laura Díaz y otras figuras de la talla de Frida Kahlo y Diego Rivera comparten aspectos centrales de la historia cultural y política del país, y nos llevan a reflexionar sobre la historia, el arte, la sociedad y la idiosincrasia de los mexicanos. En esta novela, como nunca antes, Fuentes es fiel a su propósito de describirnos el cruce de caminos donde se dan cita la vida individual y la colectiva.

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– Cuidado -dijo Icaza reuniéndose a Laura y Juan Francisco-, Obregón es un zorro. Quiere apoyo obrero para darle en la madre a los rebeldes campesinos, Zapata y Villa. Habla de un «México proletario» para azuzarlo contra el México campesino e indígena, que según los jefes criollos de la Revolución, cuidadito, siguen siendo el México reaccionario, retrasado, religioso, ahorcado entre sus escapularios y fumigado por el incienso de demasiadas iglesias, cuidado con el engaño, Juan Francisco, mucho cuidado…

– Pero es que es verdad -dijo con cierto calor Juan Francisco-. Los campesinos traen en los sombreros la imagen de la Virgen, van a misa de rodillas, no son modernos, son católicos y rurales, licenciado.

– Oye, Juan Francisco, deja de llamarme «licenciado» o vamos a acabar a las patadas. Y no seas tan de a tiro ranchero. Cuando conozcas a una señorita de sociedad que te guste, trátala de tú, tarugo. No te portes como un campesino reaccionario, retardado y pre-moderno -lanzó una gran carcajada Xavier Icaza.

Pero Juan Francisco insistió, sin el menor humor, que los campesinos eran reaccionarios y los obreros de la ciudad eran los verdaderos revolucionarios, los quince mil trabajadores que lucharon en los Batallones Rojos, los ciento cincuenta mil adherentes a la Casa del Obrero Mundial, ¿cuándo se había visto eso en México?

– ¿Quieres contradicciones, Juan Francisco? -lo cortó Icaza-. Piensa en los batallones de indios yaquis que se le unieron a Obregón para derrotar al muy agrario Pancho Villa en Celaya. Y vete acostumbrando, mi amigo. Las revoluciones son contradictorias, y si ocurren en un país tan contradictorio como México, pues es como para volverse loco -gimió Icaza- igual que cuando se mira a los °jos de Laurita Díaz. En pocas palabras, López Greene. Cuando la Revolución llegó al poder con Carranza y Obregón, ¿a poco aceptaron los caudillos la autogestión en las fábricas y la expulsión de los capitalistas extranjeros, como se lo prometieron a los Batallones Rojos?

No, protestó Juan Francisco, él sabía que «nosotros» íba- a vivir en el estira y el afloja con el gobierno, pero «nosotros»

no vamos a ceder en lo fundamental, «nosotros» hemos armado las huelgas más grandes de toda la historia de México, resistimos todas las presiones del gobierno revolucionario que quería convertirnos en títeres del obrerismo oficial, obtuvimos aumentos de salarios, negociamos siempre, volvimos loco a Carranza que no sabía por dónde cogernos, nos encarceló, nos llamó traidores, cortamos la luz de la ciudad de México, capturaron al líder de los electricistas Ernesto Ve-lasco y con un revólver en la sien lo obligaron a decir cómo se restauraba la energía eléctrica, nos quebraron una vez y otra pero «nosotros» nunca nos rendimos, siempre regresamos a la lucha y siempre regresamos a la mesa de negociaciones, ganamos, perdimos, volveremos a ganar poco y perder mucho, no le hace, no le hace, no hay que arriar las banderas, nosotros sabemos apagar y prender la luz, ellos no, nos necesitan…

– Armonía Aznar fue una luchadora ejemplar -dijo Juan Francisco López Greene al develar la placa en honor de la catalana en la casa habitada por Laura y su familia-. Como todos los anarcosindicalistas, entró a Veracruz, llegó con el anarquista español Amedeo Ferrés y organizó a los impresores y tipógrafos, en la clandestinidad, siendo don Porfirio presidente. Luego, durante la Revolución, Armonía Aznar militó en la Casa del Obrero Mundial con heroísmo y lo más difícil, sin gloria, sirviendo de correo aquí mismo en Xalapa en secreto, llevando y trayendo los documentos del puerto de Veracruz a la ciudad de México, y de la capital al puerto…

Juan Francisco hizo una pausa en su discurso y buscó, entre un centenar de asistentes a la ceremonia, los ojos de Laura Díaz.

– Esto fue posible gracias a la generosidad revolucionaria de don Fernando Díaz, gerente del Banco, que aquí permitió a Armonía Aznar refugiarse y hacer su trabajo en secreto. Don Fernando está enfermo y yo me atrevo a saludarlo y darle las gracias a él, a su mujer y a su hija, gracias en nombre de la clase obrera. Este hombre discreto y valiente actuó así, nos lo hizo saber, en memoria de su hijo Santiago Díaz, fusilado por esbirros de la dictadura. Honor a todos ellos.

Esa noche, Laura miró intensamente a los ojos mudos de su padre inválido. Luego repitió lentamente lo que dijo en la ceremonia Juan Francisco López Greene y Fernando Díaz parpadeó. Cuando Laura escribió unas palabras en un pizarrón portátil con el que la familia apostaba a la comunicación con su padre, sólo puso GRACIAS POR HONRAR A SANTIAGO. Entonces Fernando Díaz, como

acostumbraba, abrió desmesuradamente los ojos e hizo un esfuerzo inmenso por no parpadear. Todas ellas -las mujeres de la casa- conocían esas dos tesituras, parpadear repetidas veces o evitar el parpadeo hasta que las órbitas de los ojos parecían saltar de las cuencas, aunque ignoraban el significado de uno u otro acto. En esta ocasión, Fernando hizo un esfuerzo por levantar las manos y cerrar los puños, pero los dejó caer sobre el regazo, vencidos. Sólo arqueó las cejas como dos acentos circunflejos.

– Ya encontraremos una casa para instalarnos y recibir huéspedes, aquí en la calle Bocanegra -anunció pocos días más tarde la Mutti Leticia.

– Yo le leeré todas las noches a Fernando -dijo la tía escritora, Virginia, con los labios muy apretados y la mirada febril-. No te preocupes, Laura.

Laura pasó a despedirse de su padre mudo, le leyó durante media hora pasajes de Jude el oscuro y gracias a la novela de Hardy, pudo imaginar al padre muerto, el rostro embellecido por la muerte, la muerte lo iba a rejuvenecer, había que esperarla con confianza y hasta con alegría, la muerte le borraría a don Fernando las huellas del tiempo y Laura se llevaría para siempre la imagen de un hombre cariñoso pero fuerte cuando hacía falta.

– No dejes pasar la ocasión -le dijo esa misma noche la tía pianista, Hilda Kelsen-. Mira mis manos. Tú sabes lo que yo pude ser, ¿verdad, Laura? No quiero que nunca tengas que decir lo mismo.

Laura Díaz y Juan Francisco López Greene se casaron en un juzgado en Xalapa el 12 de mayo de 1920, la fecha del cumpleaños de Laura Díaz que cantaba el doce de mayo la virgen salió vestida de blanco con su paletó y el negro Zampayita barría y cantaba oralacachimbá-bimbá-bimbá ora mi negra baila pa'cá ora mi negra baila pa'llá, y Laura Díaz salió con su marido en el Interoceánico a la ciudad de México y a medio camino se soltó llorando porque olvidó a la muñeca china Li Po entre sus almohadones en Xalapa y en la estación de Tehuacán le avisaron a Juan Francisco que habían asesinado en Tlaxcalantongo al presidente Venustiano Carranza.

VI. México DF: 1922

No hay estaciones en la ciudad de México. Hay temporada de secas de noviembre a marzo y luego hay la temporada de lluvias de abril a octubre. No hay de dónde colgar el tiempo, sino del agua y del sol que son la verdadera raya y cruz de México. Ya es bastante. A Laura Díaz, la figura de su marido Juan Francisco López Greene se le fijó para siempre una noche de lluvia. Descubierto, en pleno Zócalo de la ciudad, hablándole a una multitud, Juan Francisco no tenía que gritar. Su voz era grave y fuerte, lo contrario de su voz baja en privado, su figura una estampa de combate, con el pelo lacio y empapado colgándole sobre la nuca, la frente y las orejas, el agua corriéndole por las cejas, de los ojos a la boca, con la manta de hule cubriéndole el cuerpezote al que ella, en sus noches de recién casada, se había acercado con miedo, respeto, recelo y gratitud. A los veintidós años, Laura Díaz había escogido.

Recordaba a los muchachos en los bailes de provincia y no podía distinguir a uno de otro, al primero del segundo o a éste del siguiente. Eran canjeables, simpáticos, elegantes…

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