Carlos Fuentes - Los años con Laura Díaz

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Los años con Laura Díaz: краткое содержание, описание и аннотация

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Un recorrido por la vida íntima de una mujer y sus pasiones, los obstáculos, prejuicios, dolores, amores y alegrías que la conducen a conquistar su libertad propia y su personalidad creativa. Una saga familiar, originada en Veracruz. Laura Díaz y otras figuras de la talla de Frida Kahlo y Diego Rivera comparten aspectos centrales de la historia cultural y política del país, y nos llevan a reflexionar sobre la historia, el arte, la sociedad y la idiosincrasia de los mexicanos. En esta novela, como nunca antes, Fuentes es fiel a su propósito de describirnos el cruce de caminos donde se dan cita la vida individual y la colectiva.

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Ninguna de las tres se atrevió a pensar que un hombre tan honorable como don Fernando, a sabiendas, hubiese tolerado una conspiración bajo su propio techo, sobre todo dado el antecedente del fusilamiento de Santiago el 21 de noviembre de 1910. Al pensar esto, Laura se imaginó que Orlando Ximénez sabía la verdad, era el intermediario entre el altillo y los anarcosindicalistas de doña Armonía. Desechó esta sospecha; Orlando, el dandy, el frivolo… ¿O quizás por eso mismo era el más indicado? Laura se rió con ganas; acababa de leerle a su padre The Scarlet Pimpernel de la Baronesa d'Orczy y se estaba imaginando al pobre de Orlando como un Pimpinela mexicano, dandy de noche y anarquista de día… salvando a los sindicalistas del paredón.

Ninguna novela preparó a Laura para el siguiente episodio de su vida. Leticia y María de la O se dieron a buscar una casa cómoda pero con renta adecuada a la pensión de Fernando. La media

hermana declaró que, en vista de la situación, Hilda y Virginia deberían vender la finca cafetalera de Catemaco y, con el dinero, comprar una casa en Xalapa para vivir todas juntas y ahorrar gastos.

– ¿Y por qué no regresar todos a Catemaco? Después de todo, allí vivimos… y fuimos felices -dijo, sin suspirar como su ensimismada mamá, Leticia.

Su pregunta se volvió baladí apenas se presentaron en la casa de Xalapa, cargadas de bultos, cajones con libros, baúles, maniquíes, jaulas con loros, y hasta el piano Steinway, las hermanas solteras, Hilda y Virginia.

La gente se reunió en la calle de Lerdo a ver el arribo de tan curioso equipaje, pues las pertenencias de las hermanas colmaban una carreta tirada por mulas y ellas mismas, cubiertas de polvo, parecían refugiadas de un combate perdido muchos años atrás, con sus grandes sombreros de paja atados a las barbillas por los velos de gasa que protegían los rostros contra los moscos, el sol y las polvaredas del camino.

Su historia fue breve. Los agraristas veracruzanos se armaron y, sin más, tomaron la finca de los Kelsen y todas las demás propiedades de la región; las declararon cooperativas agrarias y corrieron a los dueños.

– Ni modo de avisarles -dijo la tía Virginia-. Aquí nos tienen.

No sabían que la casa xalapeña sería desocupada en septiembre, después del baile del Casino en agosto. Con las hermanas encima, el marido inválido y Laura sin boda en el horizonte, Leticia al fin se quebró y se soltó llorando. Las hermanas expropiadas se miraron perplejas. Leticia pidió perdón, enjugándose las lágrimas con el delantal, las invitó a pasar y acomodarse y esa noche, en la recámara de Laura, la tía María de la O se acercó a la cama, se sentó y le acarició la cabeza a la muchacha.

– No te desanimes, niña. Veme nomás a mí. A veces has de pensar que mi vida me ha sido difícil, sobre todo cuando vivía sola con mi madre. Pero ¿sabes una cosa?, venir al mundo es una alegría, aunque te hayan concebido en medio de la tristeza y de la miseria, quiero decir tristeza y miseria de adentro, más que de afuera; llegas al mundo y tu origen se borra, nacer es siempre una fiesta y yo no he hecho más que celebrar mi paso por la vida, sin importarme un comino de dónde vengo, qué pasó al principio, cómo y dónde me parió mi madre, cómo se portó mi padre… ¿Sabes?, tu

abuela Cósima lo redimió todo, pero aun sin ella, sin todo lo que le debo a tu abuela y lo mucho que la adoro, yo celebro al mundo, yo sé que vine al mundo para celebrar la vida, en las duras y en las maduras, niña, y lo voy a seguir haciendo, con mil carajos. Y perdóname que hable como alvaradeña, pero allí me crié…

María de la O se apartó un momento de la cabeza de Laura para mirar a su sobrina con una sonrisa radiante, como si la tiíta trajera para siempre el calor y la alegría en los labios y los ojos.

– Y algo más, Laurita, para completar el cuadro. Tu abuelo fue a salvarme y me trajo a vivir con ustedes y eso me salvó, me canso de repetirlo. Pero tu abuela no se preocupó más por mi madre, como si bastara con salvarme a mí y a ella que se la llevara el diablo mandinga. El que se preocupó fue tu padre Fernando. No sé qué habría sido de mi mamá si Fernando no la busca, la ayuda, le pasa dinero y le permite que se haga vieja con dignidad: perdóname la brusquedad, pero no hay cosa más melancólica que una puta vieja. Lo que quiero decirte es lo siguiente. Lo que importa es estar viva y dónde estás viva. Vamos a salvar esta casa y su gente, Laura, te lo jura María de la O, la tía a la que tú has sabido respetar más que nadie. ¡No lo olvido!

Estaba engordando y le costaba un poco moverse. Cuando llevaba a pasear al padre inválido en la silla de ruedas, la gente evitaba la mirada por temor a compadecer a la pareja de un hombre tullido y una mulata color ceniza y con tobillos gordos empeñados en pasearse y aguarle la fiesta a la gente joven y sana. La voluntad de María de la O era mayor que cualquier obstáculo y las cuatro hermanas, al día siguiente del arribo de Hilda y Virginia, decidieron no sólo encontrar casa para la familia, sino convertirla en casa de huéspedes, contribuir a sostenerla, cada una pondría de su parte, cuidarían a Fernando.

– Y a ti, Laura, te pido que no te preocupes -dijo la tía Hilda.

– No te faltará nada -añadió la tía Virginia.

(… no me preocupo, tiítas, Mutti, no me preocupo, sé que no me faltará nada, soy la niña de la casa, no tengo veintidós años, sigo teniendo siete, indefensa pero protegida, como antes de la primera muerte, antes del primer dolor, antes de la primera pasión, antes de la primera rabia, todo eso que ya pasé, ya tengo, ya dominé y ahora me dejo dominar por todo lo que ya ocurrió, ya sé vivir con el dolor, la pasión, la rabia y la muerte, con ellas yo creo que sé vivir,

con lo que no puedo vivir es con la disminución de mí misma no por los demás sino por mí misma, achicada no por las niñas bobas o las tías protectoras o la Mutti que no quiere aceptar ninguna pasión para mantenerse lúcida y cumplir con la casa porque sabe que sin ella la casa se iría derrumbando como esos castillos de arena que hacen los niños en la playa de Mocambo y si esas tareas no las hace ella, ¿quién?, mientras yo me pienso, Laura Díaz, me observo tan lejana de mi propia vida, como si fuera otra, una segunda Laura que ve a la primera, tan separada del mundo que me rodea, tan indiferente a las personas fuera de mi casa, ¿es sano ser así?, pero tan preocupada por los que viven aquí conmigo pero en ambos casos tan separada y sin embargo tan culpable de ser una carga, como el niño de la novela inglesa de Thomas Hardy, soy querida por todos, pero ahora les peso a todos aunque no lo digan, soy la niñota que va para los veintitrés años sin traer pan a la casa donde le dan pan, la niña grande que se cree justificada porque le lee libros a su padre paralítico, porque los quiere a todos y todos la quieren a ella, voy a vivir del amor que doy y el amor que recibo, no basta, no basta amar a mi madre, llorar por mi hermano, compadecer a mi padre, no basta adoptar mi propio dolor y mi propio cariño como derechos que me liberan de otra responsabilidad, ahora quiero desbordar mi amor por ellos, exceder mi dolor por ellos, liberándolos de mí, quitándome de encima, dándoles la gracia de no preocuparse por mí sin que yo deje de preocuparme por ellos, papá Fernando, Mutti Leticia, tiítas Hilda y Virginia y María de la O, Santiago mi amor, no les pido ni comprensión ni ayuda, voy a hacer lo que debo hacer para estar con ustedes sin ser más de ustedes pero ser para ustedes…).

Juan Francisco López Greene era un hombre muy alto, excediendo los seis pies de estatura, muy moreno, con trazos tanto indígenas como negroides en su fisonomía, pues si los labios eran gruesos, el perfil era recto y si el pelo era crespo, la piel era lisa y dulce como la del piloncillo, y nocturna como la de los gitanos. Los ojos eran islas verdes en un mar amarillo. Sus hombros anchos y encaramados deslucían un cuello fuerte pero más largo de lo que parecía, como largos eran sus brazos y grandes sus manos devotamente obreras. El torso corto, las piernas largas y los pies más grandes que los zapatos mineros.

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