Carlos Fuentes - Los años con Laura Díaz

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Un recorrido por la vida íntima de una mujer y sus pasiones, los obstáculos, prejuicios, dolores, amores y alegrías que la conducen a conquistar su libertad propia y su personalidad creativa. Una saga familiar, originada en Veracruz. Laura Díaz y otras figuras de la talla de Frida Kahlo y Diego Rivera comparten aspectos centrales de la historia cultural y política del país, y nos llevan a reflexionar sobre la historia, el arte, la sociedad y la idiosincrasia de los mexicanos. En esta novela, como nunca antes, Fuentes es fiel a su propósito de describirnos el cruce de caminos donde se dan cita la vida individual y la colectiva.

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Laura se quedó suspendida entre el ruido de la fiesta, las miradas curiosas de los invitados y la asombrosa proposición de Orlando.

– Pero allí vive esa señorita Aznar.

– Ya no. Ella quería irse a morir a Barcelona. Le pagué el pasaje. Ahora el altillo es mío.

– Pero mis padres…

– Nadie sabe nada. Sólo tú. Allí te espero. Ven cuando quieras.

Y separó los labios del oído de Laura.

– Quiero darte lo mismo que a Santiago. No me decepciones. A él le gustaba.

Cuando regresó del entierro del abuelo, Laura vivió varios días con las palabras de Orlando repitiéndose como un ulular en su cabeza, ¿crees que conociste bien a Santiago, crees que tu hermano te lo dio todo a ti?, qué poco sabes de un hombre tan complejo, a ti sólo te entregó una parte de su existencia, ¿y la pasión, la pasión amorosa, a quién se la dio?

Miraba constantemente hacia el altillo. Nada había cambiado. Sólo ella. No entendía bien en qué consistía el cambio. Quizá era un anuncio que sólo se cumpliría si ella subía sigilosamente la escalera del altillo, cuidándose de que nadie la observase -su padre, su madre, la tía María de la O, el negro Zampayita, las criadas indias-. No tendría que tocar a la puerta porque Orlando ya la tendría entreabierta. Orlando la esperaba. Orlando era hermoso, extraño, ambiguo, a la luz de la luna. Pero quizás Orlando era feo, corriente, mentiroso, a la luz del día. Todo el cuerpo de Laura clamaba por el acercamiento al cuerpo de Orlando, por él, por ella, por el encuentro romántico en el baile de la hacienda, tan inesperado, pero también por Santiago, porque amar a Orlando era la forma indi-

recta pero autorizada de amar al hermano. ¿Eran ciertas las insinuaciones de Orlando? Si fuesen una mentira, ¿podría ella querer a Orlando por sí mismo, sin el espectro de Santiago? ¿Podía, en cambio, llegar a odiar tanto a Orlando como a Santiago? ¿Odiar a Santiago a causa de Orlando? Tuvo la sospecha friolenta de que todo podía ser una gran farsa, una gran mentira orquestada por el joven seductor. Laura no necesitaba las admoniciones diabólicas del cura Elzevir Almonte para alejarse de toda complacencia o facilidad sexual. Le bastó verse desnuda al espejo cuando tenía siete años y no ver allí ninguno de los horrores proclamados por el cura, para no caer en tentaciones que parecían, gracias a una intuición pronta y radical, inútiles si no se compartían con un ser amado.

El amor hacia todos los miembros de su familia, incluyendo a Santiago, era alegre, cálido y casto. Ahora, por vez primera, un hombre la excitaba de otra manera. ¿Era real ese hombre, o era una mentira? ¿Iba a satisfacerla, o corría Laura el riesgo de iniciarse se-xualmente con un hombre que no valía la pena, que no era para ella, que era sólo un fantasma, una prolongación de su hermano, un farsante, bello, atractivo, tentador, acechante, diabólico, a la mano, cómodo, esperándola en su propia casa, bajo el techo de sus padres…?

Quizás la clave se la dio, sin proponérselo, el negro Zam-payita cuando las condujo a las tres, Laura, Elizabeth y la señora Du-pont de García, de regreso a Xalapa la noche del baile.

– ¿Vieron sus mercés la higuera a la entrada de la jaula? -preguntó el negro.

– ¿Cuál jaula? -emitió la señora Dupont de García-. Es la hacienda más elegante de la comarca, ignorante. El baile del año.

– Los buenos bailes son en la calle, doña, con su pelmiso.

– Allá tú -suspiró la señora.

– ¿No te enfriaste afuera, Zampayita? -preguntó solícita Laura.

– No, niña. Me quedé mirando la higuera. Recordé la historia del Santo Felipe de Jesús. Era un niño altanero y malcriado, como algunos vi salir esta noche. Vivía en una casa con una higuera seca. Su nana se lo decía: el día que Felipillo sea santo, la higuera va florecer.

– ¿Por qué hablas así de los santos, morenito? -quiso resumir, indignada, la señora-. San Felipe de Jesús fue a Oriente a convertir a los japoneses, que lo crucificaron vilmente. Ahora es santo, ¿no lo sabes?

__Eso decía su nana, con respeto, doña dama. El día que

mataron a Felipillo, la higuera floreció.

– La de aquí está seca -se rió picaramente Elizabeth.

– La fuerza de Santiago consistió en que nunca necesitó a nadie -le había explicado Orlando en la terraza de San Cayetano-. Por eso estábamos tan a sus pies.

Un mes más tarde, dicen que encontraron en el altillo el cadáver de la señora Armonía Aznar. Dicen que lo descubrieron cuando el empleado del Banco llegó a traerle su cheque mensual antes de que Zampayita le dejara el diario portaviandas a la puerta. Llevaba muerta apenas dos días. Aún no apestaba.

– Todo está escondido y nos acecha- repitió Laura la misteriosa y acostumbrada frase de su tía Virginia. La dirigió a la muñeca china, Li Po, cómoda entre los almohadones de la cama y ella misma, Laura Díaz, decidió salvar el recuerdo de su primer baile, imaginándose esbelta y transparente, tan transparente que el vestido de baile era su cuerpo, no había nada debajo del vestido, y Laura giraba, flotaba en un vals de elegancia líquida, hasta que la cubría, agradecida, el velo del sueño.

V. Xalapa: 1920

«Te equivocaste, Orlando. Aquí no. Busca otra manera de vernos. Ten más imaginación. No te burles de mi familia ni me obligues a despreciarme a mí misma.»

Laura reanudó su vida familiar, herida por la muerte del abuelo y la salud quebrantada del padre. La seducción por Orlando y la muerte de la señorita Aznar, Laura las expulsó, no de la memoria, sino del recuerdo; jamás se volvió a referir particularmente a ellas, nunca las mencionó a los demás, ni se las mencionó a sí misma. No las recordó, por más que la memoria las guardase, para siempre bajo la llave de lo que no se saca del cofre del pasado. Añadir «Orlando Ximénez» y «Armonía Aznar» a las penas y dificultades de su hogar, le resultaba insoportable, tanto como el contagio malsano que Orlando trajo a la memoria de Santiago; ésta, Laura sí la quería conservar pura y explícita. Lo que menos le perdonaba al «petimetre» era que hubiese dañado esa parte de la vida de Santiago que continuaba guardada en el alma de Laura.

¿Vive también Santiago en el alma de mi padre?, se preguntaba la muchacha de veintidós años mirando la figura vencida de Fernando Díaz.

Era imposible saberlo. La diaplejía del contador y banquero avanzaba a un ritmo maldito; rápido y parejo. A la pérdida de las piernas siguió la del resto del cuerpo y más tarde, la del habla misma. Laura no tenía cupo en su corazón para otra cosa que no fuese la intensa piedad que le inspiraba su padre, confinado por fin a una silla de ruedas, a ser alimentado como un niño, con babero, por la devota tía María de la O, y a mirar al mundo con unos ojos indescifrables en los cuales no era posible adivinar si oía, pensaba, o se comunicaba más allá del desesperado parpadeo y el intento, igualmente desesperado, de evitarlo, manteniendo los ojos abiertos, alertas, inquisitivos, más allá del aguante normal de una persona, como si un día, al cerrar los ojos, no los volviera a abrir nunca más. La mirada se le llenó de vidrio y agua. En cambio, don Fernando desa-

rrolló un aventajado movimiento de cejas; de su posición habitual, las fue conduciendo a una expresividad que a Laura le daba miedo. Como dos arcos que sostuviesen lo único que le quedaba de su personalidad, las cejas del padre no se levantaban asombradas; se arqueaban aún más, como si fuesen a un tiempo interrogación y comunicación.

La tía morena se afanaba en atender al inválido mientras Leticia atendía el hogar. Pero era Leticia la que aprendió, poco a poco, a leer la mirada de su marido, a tomarle la mano, y comunicarse con él.

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