criminaba. No creas que era como dicen aquí, ajonjolí de todos los moles. Il savait choisir. Por eso nos escogió a ti y a mí, Laura.
Laura no supo qué contestarle a este joven impúdico, insolente, bello; pero a medida que lo oía hablar, se iba enriqueciendo el sentimiento de Laura hacia Santiago.
Empezó por rechazar a este invitado (lagartijo, petimetre, dandy, volvió a sonreír Orlando, como si adivinara el pensamiento de Laura, la búsqueda de calificativos que los demás le colgaban repetidamente…) y acabó por sentirse atraída a su pesar, oyéndolo hablar, dándole a ella más de lo que sabía sobre Santiago: el rechazo inicial hacia Orlando iba a ser vencido por un apetito, la necesidad de saber más sobre Santiago. Laura luchó entre estos dos impulsos y Orlando lo adivinó, dejó de hablar y la invitó a bailar.
– Escucha. Han regresado a Strauss. No soporto los bailes modernos.
La tomó del talle y de la mano, la miró profundamente con sus ojos orientales hasta el fondo de los ojos de luz cambiantes de ella, la miró como nadie nunca la había mirado, y ella, bailando el vals con Orlando, tuvo una sensación estremecedora de que debajo de los atuendos de gala, los dos estaban desnudos, tan desnudos como podía imaginarlos el cura Elzevir, y de que la distancia entre los cuerpos, impuesta por el ritmo del vals, era ficticia: estaban desnudos y se abrazaban.
Laura despertó del trance apenas alejó su mirada de la de Orlando, y vio que todos los demás los miraban a ellos, se apartaban de ellos, dejaban al cabo de bailar para verlos bailar a Laura Díaz y Orlando Ximénez.
Todo lo interrumpió una parvada de niños desvelados y en camisón, que aparecieron armando gran algarabía con sombreros grandes entre las manos, llenos de naranjas robadas en el huerto.
– Vaya. Fuiste la sensación del baile -le dijo Elizabeth García a su compañera de escuela cuando rodaron de regreso a Xalapa.
– Ese chico tiene muy mala fama -añadió, apresurada, la madre de Elizabeth.
– Pues ojalá me hubiera invitado a bailar a mí -murmuró Elizabeth-. A mí ni me hizo caso.
– Pero tú querías bailar con Eduardo Caraza, era tu ilusión -dijo asombrada Laura.
– Ni siquiera me habló. Es un mal educado. Baila sin hablar.
– Otra vez será, m'ijita.
– No mamá, estoy desencantada para toda la vida -se soltó llorando la muchacha vestida de rosa en brazos de su madre quien, en vez de consolarla directamente, prefirió salirse por la tangente advirtiéndole a Laura.
– Siento la obligación de contárselo todo a tu madre.
– No se afane, señora. A ese muchacho no lo volveré a ver.
– Más te vale. Las malas compañías…
El negro Zampayita le abrió el portón y las García-Dupont, madre e hija, sacaron los pañuelos -seco el de la señora, bañado en lágrimas el de Elizabeth- para despedirse de Laura.
– Qué frío hace aquí, señorita -se quejó el negro-. ¿Cuándo nos vamos de regreso al puerto?
Hizo un pasito de baile pero Laura no lo miró. Sólo tenía ojos para el altillo ocupado por la señora catalana, Armonía Aznar.
Tuvieron que salir muy temprano, en el lando, a Catema-co: el abuelo se iba, anunció la tía morena. Laura miró con tristeza el paisaje tropical que tanto amaba, renaciendo ante su mirada cariñosa, previendo ya la tristeza de decirle adiós al abuelo Felipe.
Estaba en su recámara, la misma que había ocupado durante tantos años, primero soltero, luego con su amada esposa Có-sima Reiter, y ahora, otra vez solo, sin más compañía que las tres hijas que lo tomaban, lo sabía bien, como pretexto para seguir solteras, obligadas por un padre viudo…
– A ver si ahora sí se casan, muchachas -dijo con sorna Felipe Kelsen desde su lecho de enfermo.
La entrada a la casa de Catemaco le pareció distinta a Laura, como si en su ausencia todo se hubiese hecho más pequeño pero también más largo y más estrecho. Regresar al pasado era entrar a un corredor vacío e interminable donde ya no se encontraban ni las cosas ni las personas acostumbradas que deseábamos volver a ver. Como si jugasen tanto con nuestra memoria como con nuestra imaginación, las personas y las cosas del pasado nos desafiaban a situarlas en el presente sin olvidar que tuvieron un pasado y tendrían un porvenir, aunque éste, precisamente, fuese sólo el del recuerdo, otra vez, en el presente. Pero cuando se trataba de acompañar a la muerte, ¿cuál sería el tiempo válido para la vida? Por eso le tomó tanto tiempo a Laura llegar hasta la recámara del abuelo, como si para hacerlo hubiese tenido que atravesar la vida misma del anciano, de una niñez alemana que ella desconocía, a la juventud apasionada por la poesía de Musset y la política de Lasalle, al desencanto político y la emigración a México,
la fundación del trabajo y la riqueza cafetalera en Catemaco, el amor con la novia por correo, Cósima, el terrible incidente en el camino con el bandolero de Papantla, el nacimiento de las tres niñas, el abrazo a la hija bastarda, la boda de Leticia y Fernando, el nacimiento de Laura, el paso de un tiempo que en la juventud es lento e impaciente y que, en la vejez, nuestra paciencia no alcanza a detener en su velocidad a la vez burlona y trágica. Por eso le tomó tanto tiempo a Laura llegar hasta la recámara del abuelo. Llegar al lecho de un moribundo requería tocar todos y cada uno de los días de su existencia, recordar, imaginar, acaso suplir lo que nunca ocurrió y hasta lo inimaginable, con la mera presencia de un ser amado que representase todo lo que no fue, lo que fue, lo que pudo ser y lo que jamás pudo ocurrir.
Ahora, en este día exacto, cerca del abuelo, tomándole la mano de venas gruesas y pecas antiguas, acariciando la piel desgastada hasta la transparencia por el tiempo, Laura Díaz tuvo de nuevo la sensación de que vivía para otros; su existencia no tenía otro sentido que completar los destinos inacabados. ¿Cómo podía pensar esto acariciando la mano de un hombre moribundo de setenta y siete años, un hombre completo y una vida acabada?
Santiago fue una promesa incumplida. ¿Lo era también el abuelo a pesar de su edad? ¿Había una sola vida realmente terminada, una sola vida que no fuese promesa trunca, posibilidad latente, aún más…? No es el pasado lo que muere con cada uno de nosotros. Muere el futuro.
Miró Laura hasta la mayor profundidad posible los ojos claros y soñadores de su abuelo, vivos aún en medio del parpadeo de la muerte. Le hizo la misma pregunta que se hacía a sí misma. Felipe Kelsen sonrió penosamente.
– ¿No te lo dije, niña? -un día se me juntaron todos los achaques y aquí me tienes… pero quiero darte la razón antes de irme. Sí hay una estatua de mujer, llena de joyas, en medio de la selva. Me equivoqué a propósito. No quería que cayeras en supersticiones y brujerías. Te llevé a ver una ceiba para que aprendieras a vivir con la razón, no con la fantasía y los entusiasmos que tanto me costaron cuando era joven. Tenle prevención a todo. La ceiba estaba llena de espinas, filosas como puñales, ¿te acuerdas?
– Claro que sí, abuelo…
Abruptamente, como si sintiera que no tenía tiempo para otras palabras, sin importarle a quién las dirigía, e incluso si nadie las oía, el viejo murmuró:
– Soy un joven socialista. Vivo en Darmstadt y aquí he de morir. Necesito la cercanía de mi río y mis calles y mis plazas. Necesito el olor amarillo de las fábricas de química. Necesito creer en algo. Ésta es mi vida y no la cambiaría por otra.
– Por otra… -la boca se le llenó de burbujas color de mostaza y se quedó abierta para siempre.
Al terminar el baile, Orlando acercó sus labios -carnosos como de niña- a la oreja de Laura.
– Vamos a separarnos. Estamos llamando la atención. Te espero en el altillo de tu casa.
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