Carlos Fuentes - Los años con Laura Díaz

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Un recorrido por la vida íntima de una mujer y sus pasiones, los obstáculos, prejuicios, dolores, amores y alegrías que la conducen a conquistar su libertad propia y su personalidad creativa. Una saga familiar, originada en Veracruz. Laura Díaz y otras figuras de la talla de Frida Kahlo y Diego Rivera comparten aspectos centrales de la historia cultural y política del país, y nos llevan a reflexionar sobre la historia, el arte, la sociedad y la idiosincrasia de los mexicanos. En esta novela, como nunca antes, Fuentes es fiel a su propósito de describirnos el cruce de caminos donde se dan cita la vida individual y la colectiva.

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– No me digas «mi amor» en público.

– No te preocupes… mi amor -rió alto la joven casada y le arrojó una almohada a la cabeza revuelta, hirsuta, de su marido dormilón, desnudo, moreno, poderoso, sonriente ahora con una dentadura fuerte y amplia como un friso indígena; como un elote, se dijo Laura para no endiosar a su marido, «uy, tienes dientes de elote». Juan Francisco era la novedad de su vida, el principio de otra historia, lejos de la familia, de Veracruz, del recuerdo.

– No vayas a escogerlo sólo porque es diferente -le advirtió la tía María de la O.

– ¿Quién es más diferente que tú, tiíta, y a quién quiero más que a ti?

Se abrazaban y besaban gozosamente la sobrina y la tía y ahora, cerca del rostro de Juan Francisco al hacer el amor, Laura sentía la oscuridad atractiva, la diferencia irresistible. El amor era como empacharse con piloncillo o embriagarse con ese perfume de canela que heredan los seres del trópico, como si a todos los hubieran concebido en una huerta salvaje, entre mangos, papayas y vainilla. En esto pensaba en la cama con su marido, en mangos, papayas y vainilla, sin poder evitarlo, recurrentemente, entendiendo que al pensar en esas cosas le prestaba menos atención a lo que hacía, pero también lo prolongaba, temiendo sin embargo que Juan Francisco notase su distracción, la tomase por indiferencia y confundiese la pasión de los cuerpos unidos en la cama con una comparación desfavorable para él, aunque haya comprobado que Laura era virgen, que él era el primero. ¿Sospecharía que no era ser primero en la cama lo que le inquietaba, sino ser otro, uno más, el segundo, el tercero, quién sabe si el cuarto, en la sucesión de los afectos de la mujer?

– Nunca me hablas de tus novios.

– Tú nunca me hablas de tus novias.

La mirada, el gesto, el movimiento de hombros de Juan Francisco significaba «los machos somos distintos». ¿Por qué no lo decía de plano, abiertamente?

– Los machos somos distintos.

¿Porque eso no era necesario explicarlo? ¿Porque la sociedad era así y nadie la iba a cambiar…? Oyéndolo hablar en la gigantesca plaza en el corazón de la ciudad, bajo la lluvia, con su vozarrón profundo, Laura se llenaba desde él, con él, para él, de palabras y razones a las que ella quería darles un significado para entenderlo a él, para penetrar su mente como él penetraba el cuerpo de Laura, a fin de ser su compañera, su aliada. ¿No incluía esta revolución un cambio en lo que los hombres mexicanos le hacían a sus mujeres, no abría un tiempo nuevo para las mujeres, tan importante como el nuevo tiempo para los obreros que defendía Juan Francisco?

No había pertenecido a ningún otro hombre. Escogió a éste. A éste quería pertenecerle entera. ¿Se dejaría tentar Juan Francisco, iba a tomarla tan totalmente como ella quería ser tomada por él? ¿No temía, él que nunca hablaba de sus novias, él que nunca le diría «mi amor» ni en público ni en privado, no tendría miedo de que ella también lo penetrase a él, lo invadiera en su persona, le arrebatase su misterio? ¿Existía una persona detrás del personaje que ella seguía de mitin en mitin, con la serena anuencia de él, que nunca le dijo quédate en casa, esto es cosa de hombres, te vas a aburrir? Todo lo contrario, él celebraba la presencia de Laura, la entrega de Laura a la causa, la atención de Laura a las palabras del líder su marido, al discurso de Juan Francisco. El discurso, porque era uno solo en defensa de los trabajadores, del derecho de huelga, de la jornada de ocho horas. Era un solo discurso porque era una memoria sola, la de la huelga de los textileros de Río Blanco, la de los mineros de Cananea, la de la lucha liberal y anarcosindicalista; una evocación sin cesuras, un río de causas y efectos perfectamente concatenados e interrumpidos solamente por llamaradas de rebeldía que podían incendiar el agua misma, el cobre y la plata de las minas.

Laura no se preguntó nada más. Todo lo interrumpió, a los nueve meses de la boda, el nacimiento del primer hijo. Que Santiago López Díaz resultó ser macho lo celebró tanto su padre que Laura se preguntó, ¿qué tal si es niña? El solo hecho de parir a un

hombrecito y de notar la satisfacción de Juan Francisco le permitió a Laura determinar el nombre del niño.

– Le pondremos Santiago, como mi hermano.

– Tu hermano murió por la Revolución. Será un buen augurio para el niño.

– Yo quiero que viva, Juan Francisco, no que muera, ni por la Revolución ni por nada.

Fue uno de esos momentos en que cada uno se guardó para sí lo que pudo haber dicho. El destino de la gente sobrepasa al individuo, Laura, somos más que nosotros mismos, somos el pueblo, somos la clase trabajadora. No puedes ser tan mezquina con tu hermano y encerrarlo en tu pequeño corazón como se prensa una flor muerta entre las páginas de un libro. Es un nuevo ser, Juan Francisco, ¿no lo aceptas simplemente como eso, una novedad en la tierra, algo que nunca ha existido antes ni volverá a existir?; así lo celebro yo a nuestro hijo, así lo beso y arrullo y amamanto, cantándole bienvenido m'ijito, eres único, eres insustituible, te voy a dar todo mi amor porque tú eres tú, voy a expulsar la tentación de soñarte como un Santiago muerto y ahora vuelto a nacer, un segundo Santiago que va a cumplir el destino interrumpido de mi adorado hermano…

– Cuando le digo Santiago a mi hijo pienso en el heroísmo de tu hermano.

– Yo no, Juan Francisco. Ojalá que nuestro Santiago no sea lo que tú dices. Duele mucho ser héroe.

– Está bien. Te comprendo. Creí que te gustaría ver en el nuevo Santiago algo así como una resurrección del primero.

– Perdón si te contrarío pero no estoy de acuerdo contigo.

Él no dijo nada. Se levantó y se fue a la ventana a ver la lluvia del mes de julio.

¿Cómo le iba a negar a Juan Francisco el derecho de ponerle Dantón al segundo hijo del matrimonio, nacido once meses después del primero, cuando el general Alvaro Obregón llevaba dos años en presidencia y el país regresaba poco a poco a la paz? A Laura le gustaba este presidente tan brillante, o por lo menos tan listo, que para todo tenía respuesta, que había perdido un brazo en la batalla de Celaya, que aniquiló a Pancho Villa y sus Dorados y que era capaz de reírse de sí mismo.

– El campo de batalla era una carnicería. Entre tanto cadáver, ¿cómo iba a recuperar el brazo que me volaron? Señores, tuve

una brillante idea. Arrojé al aire una moneda de oro y mi brazo salió volando a pescarla. ¡No hay general de la revolución que resista un cañonazo de cincuenta mil pesos!

– Tendrá una sola mano, pero la tiene bien dura -le oyó decir a uno de los dirigentes obreros que se reunían en su casa con Juan Francisco para discutir política.

Ella se iba mejor a recorrer una ciudad que desconocía y a descubrir parajes pacíficos, lejos del ruido que hacían Los camiones pintados de acuerdo con su destino -ROMA MÉRIDA CHAPULTEPEC Y ANEXAS, PENSIL BUENOS AIRES PENITENCIARÍA SALTO DEL AGUA, COYOACÁN, CALZADA DE LA PIEDAD, NIÑO PERDIDO- y los tranvías amarillos que llegaban más lejos -CHURUBUSCO, XOCHIMILCO, MILPA ALTA- y los automóviles, sobre todo los «libres», los taxis que anunciaban su «libertad» con letreros encajados en los parabrisas, y los «fotingos», los coches Ford que confundían el Paseo de la Reforma con una pista de carreras.

Laura era la amante de los parques; así se llamaba, con una sonrisa, a sí misma. Primero un niño y luego dos, en el cochecito que Laura empujaba del hogar matrimonial en la Avenida Sonora al Bosque de Chapultepec donde olía a eucalipto, a pino, a heno y a lago verde.

Cuando nació Dantón, la tía María de la O se ofreció a ayudar a Laura y Juan Francisco no puso reparos a la presencia de la tía mulata, cada vez más gorda y con tobillos tan gruesos como sus brazos, y gruesas también, y tambaleantes, las piernas. La casa de dos pisos tenía un frente de ladrillos dispuestos en grecas en la planta baja y de estuco amarillento, en la alta. Se entraba por un garaje que Juan Francisco estrenó el día siguiente del nacimiento del segundo hijo con un Ford convertible que le regaló la Confederación Regional Obrera Mexicana, la CROM, la agrupación de trabajadores más poderosa en el nuevo régimen. El líder de la central obrera, Luis Napoleón Morones, le entregó el auto a Juan Francisco, dijo, en reconocimiento de sus méritos sindicales durante la Revolución.

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