Xavier Velasco - Diablo Guardian

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El sepelio de Violetta o Rosa del Alba Rosas Valdivia es observado por Pig, escritor compulsivo, perfeccionista, y sin carrera literaria. Pig cede la palabra a la muerta y hace narrar a Violetta, que cuenta su historia en primera persona. Desde niña, el personaje tiene dos diferentes apelativos y una vocación de lo que ella entiende por la palabra puta que cobra diferentes significados durante toda su vida (mismos que ella lleva a la práctica). La niña vive en un ambiente de mentira (su padre tiñe de rubio la cabellera de cada uno de los integrantes de la familia desde los primeros años de la infancia). Las apariencias rigen a la familia de Violetta. El papá planea un robo a la madre, que a su vez ha estado robando a la Cruz Roja y guarda el dinero en una caja fuerte en el clóset. La jovencita-niña empieza a vivir aventuras desde que se escapa de su casa con los cien mil dólares robados. Contrata a un taxista anciano para que viaje con ella por avión y a partir de ese momento, manipulará a los demás. Cruza la frontera con los Estados Unidos, siempre usando a alguien, comprando favores y voluntades. Como todos los hombres que se topan con Violetta, Pig también es usado por ella, que lo domina como escritor y le exige escribir la novela en que ella aparece. Una obra divertida, sin concesiones, despiadada como observación de la sociedad y de los individuos, que tiene el buen gusto artístico de no caer en sentimentalismos o en?denuncias?. Una novela de la globalización.

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Creo que fue la primera mujer que me trató como una hija, por lo menos desde mi último cumpleaños con piñata. Ya se estaba acabando febrero y seguía sin conseguir mi primera chamba. Eran como las cinco de la tarde y yo estaba tristísima porque otra vez me había salido todo mal y no podía pagar ni lo del cuarto, a pesar de que ya vivía en una pensión ultra rascuache. Tenía a quien hablarle, pero me estaba convirtiendo en limosnera, y eso siempre termina notándose. A huevo: el hambre huele más que la comida, y hasta peor que la mierda. Cada vez que un idiota ejecutivo me decía: Te vamos a llamar, yo en sus ojos leía: Ni madres. Si no me contestaban las putas llamadas, ya parece que me iban a llamar. Un día me mandaron a una agencia de edecanes y yo me indigné horrores. ¡Edecán tu mamá, que parió puros gatos! Todavía no tenía mi primer contrato y ya me estaba haciendo fama en el medio. Qué quieres que te diga, no podía evitar salir peleada. Y cuando finalmente fui a la agencia de edecanes, me ofrecieron mil pesos por cuatro días enteros de estar parada en el World Trade Center. De por si era muy poco, porque a los edecanes les pagaban casi siempre el doble de eso, o más, pero yo dije: Aun pagándome bien, me ponen en dre. ¿Sabes la cantidad de gente que iba a ver mi carota de pendeja con la banda que dice: Tome Coca-Cola? Yo no estaba para hacer tomar cocacolas a nadie, no por lo menos con mi jeta y mis piernas de pretexto. Había muchas que eran más piernudas que yo, mientras que mi atractivo turístico número uno iba a quedar debajo de la banda. Total que les menté la madre y me salí a chillar. Y ahí fue donde se me apareció el Hada Madrina. Un Lincoln nuevecito, con chofer, y atrás una señora elegantísima. ¿Que te pasa, hija? ¿En qué puedo ayudarte? Puta madre. ¿Tú sabes lo que fue subirme a un Lincoln y sentir que una señora de lo más decente me trataba de veras como a su hija?

Doña Montse tenía una agencia de modelos-edecanes, que no era exactamente la mitad del camino entre una chamba y otra, sino una como desviación de las dos. Un atajo, ¿me entiendes? No había que hacer castings, el pago era inmediato y nadie te obligaba a estar parada en ningún lado. Yo decía: No puede ser tanta fortuna, pero trataba de enseñar algo de indiferencia para que La Señora Montserrat no pensara que yo era una muerta de hambre. Me acuerdo que me dijo: ¡Qué precioso reloj! Te felicito, hija, por tu buen gusto. La vieja era buenísima leyendo el pensamiento, no he visto nunca a nadie con esa habilidad para saber en tres patadas cuánto vale la gente. También era zorrísima para proponer cosas. Decía: Yo sólo mando eventos súper exclusivos. Sin banda, sin uniforme, sin recibo. La infeliz no decía que también sin calzones. Tampoco te aclaraba qué tan exclusivos eran los eventos. Ofrecemos modelos-edecanes para fiestas privadas, despedidas de soltero, escorting y otros servicios. Discreción absoluta. Te tomaban tres fotos en vestido de noche y una en ropa interior. De dos a tres mil pesos por evento, más propinas. Luego también decía: Si te pones tantito lista, vas a ver que aquí agarras marido. Y claro, como no cualquier piojoso podía pagar cinco mil pesos por salir y acostarse con una dizque niña bien, ya me podía imaginar los hombres que iba a conocer. Decía: Si te lo ofrezco es porque eres Una Auténtica Hija de Familia. Hice cuentas: si trabajaba tres días por semana podía estrenar coche en tres meses. Además, Doña Montse me iba a ayudar a conseguir un depto. Me lo decía todo bien amable, tanto que no quería que se callara, y además: me cagaba la idea de tener que bajarme de ese coche. Yo me había propuesto solemnemente: No putearás, pero tampoco estaba para fanatismos. Además, según ella todo era muy legal. Me muevo en un altísimo nivel decía. Supuestamente en ese nivelazo nunca pasaba nada, pero yo de repente pensaba: Esto es casi lo mismo que me había propuesto Nefastófeles, pero sin Nefastófeles. Que ya era una ventaja, no me digas que no.

Le dije muy formalmente que lo iba a pensar. ¿Y sabes qué hizo? Le ordenó a su chofer que me llevara a la pensión, y de la nada me prestó cinco mil pesos. Mucho más de mil dólares, sin pedir un demonio a cambio. Me tenía localizada en la pensión, pero igual yo podía mudarme al día siguiente. Me acuerdo que le dije: ¿Y sí no se los pago? ¿Sabes lo que me contestó, la muy ladina? Si no me pagas por lo menos pide que me digan una misa. Luego vio mi pensión y opinó que ése no era lugar para una auténtica hija de familia. Pensé: Chinga tu madre, pero estoy de acuerdo. Ya me estaba bajando de su Lincoln cuando me aventó la última carnada: si aceptaba la chamba, no tenía que pagarle los cinco mil.

Dormí como doce horas, tranquilísima, como si todo mi problema ya estuviera resuelto. Pero era como si pensara: Bueno, si todo falla, no me muero de hambre. Como que no acababa de estar preparada para ver que ya todo había fallado. No sabía hacer nada, no iba a ser modelo y no quería convertirme en edecán: mi única salida era doña Montse. La única que yo podía aceptar, tú me entiendes. Ya estaba harta de hacerlo todo sola y por debajo del agua. Y por una miseria, que era lo peor. ¿Quién más me iba a garantizar una vida legal, tranquila, bien vivida? Pero lo que me convenció no fue pensar en las ventajas, sino abrir mis ojitos al día siguiente y preguntarme: ¿Qué hago en este chiquero? ¿Por dónde me escapo?

Cuando llegó a mi vida el segundo celular, pensé: Otra vez conectada. Y me gustó la idea. Creo que sólo hay un placer más grande que el de romper teléfonos: estrenarlos. Doña Montse era fina para esas cosas, primero te aplicaba el mi mamá me mima, y ya que estaba una sobornada y comprometida, venía la recuperación de la inversión. Y ahí saldabas la deuda, con réditos y multas. No me quejo porque a final de cuentas me consiguió el departamento y lo rentó por mí. Y luego se portó a la altura, ya cuando se me apareció el demonio. De hecho soy una horrible malagradecida. Le podía zurrar que le dijeras Doña Montse, que si te fijas suena como a madrota. Por eso te pedía que le pusieras el apodo cariñoso: Tía. Y además te obligaba a contestar así por el celular: ¿Bueno, Tía Montse? O nada más: ¿Tía Montse? Como fuera, pero siempre con el apodo por delante, para que no pudieras usarlo en cosas decentes. Te digo, era una perra de lo peor, pero si busco entre mis tías de verdad ninguna es mejor que ella. O sea que quítale todas las doñas y déjalo en Tía Montse. Total, es de familia la pinche vieja transa.

No te dejaba tener otro celular, ni armar tratos directos con los clientes. Podías sacar propinas, pero sólo si hacías bien la chamba. Según esto ella trataba con personas escogidas, gente de lo mejor, hombres educadísimos. O sea escogidos entre puros pendejos y nefastos, y educados en cualquier bacinica, pero con el billete suficiente para que Tía Montse les mandara un ratito a sus muy queridas hijas. Porque así nos decía, la vieja: Cómo no, licenciado, yo mañana le mando a dos de mis hijas, va a ver qué niñas tan simpáticas y tan educadas. Simpáticas quería decir nalgonas, y educadas eran las que tenían mucho busto en conocerlos. Según ella yo era simpaticona y educadísima, pero esas cosas sólo las entendían los clientes viejos. O sea los que la conocían de cinco, diez años. Que igual salían más nacos y más puercos que los nuevos, porque ya con la confiancilla de ser viejos conocidos de la ruca, pedían no sé qué tantas porquerías. ¿Cómo te explico? Era otra división. Por un lado le entrabas a la pantomima de la onda familiar. Oye, tía… ¿Qué se te ofrece, hijita? Pura cordialidad, ¿ajá? Pero apenas fallaba una en algo, pasaba a ser la hija castigada. Si el cliente se quejaba de ti, la vieja te pagaba nomás la mitad. Si te agarraba negociando por tu cuenta, te corría para siempre. Y lo decía mil veces, no se te fuera a olvidar. O sea que eran conocidos de Tía Montse, no mariditos míos. Había de todas las edades y tamaños, pero la idea era portarte natural. Ni siquiera se mencionaba la palabra propina. Decíamos lo del taxi, ¿ajá? Porque el juego era que éramos amiguitas, no pirujas. Como decía la vieja: Son hijas de familia, licenciado. Aunque ya a la hora de los hechos no hubiera garantías. Te jalaban el pelo, te insultaban, Nefastófeles’way, you know. O igual se ponían cursis. Sobre todo porque generalmente no te citaban en hoteles, sino en casas. Y eran varios, aparte. Tú no sabes lo que es lidiar con tres, cuatro calientes que se sienten tus dueños. Generalmente el trato era con uno, pero todos se sentían con derecho a manosearte. A veces pienso que yo era la que más se creía lo de la hija de familia. Me enojaba muchísimo cuando me trataban mal. Repartía cachetadas, a veces, aunque de pronto me las contestaran. Un día a un imbécil lo mordí y le saqué sangre. Y eso significaba una cosa: más multas. Yo no era de esas ancas que pelaban los ojos cuando entraban a una casa de Las Lomas. Yo podía ser la más mugrienta de las putitas, si tú quieres, pero igual los miraba por encima del hombro, como diciendo: Hagas lo que hagas y me des lo que me des, nunca vas a llegarme al precio, pendijete. Todo con mi risita de niña babosa. Y es que así como lo call girl no quita lo coatlicue, lo babosa tampoco quita lo mamona. Tía Montse no me dejaba hacerme la gringa, pero yo apenas me empujaba el segundo coñaquito y me daba por hablar en puro inglés. Dirás: Qué pinche naca, pero deberías ver los archiduques con los que de repente me tocaba tratar. Algunos no podían ni con el español, ya te diré cuánto se apantallaban cuando les lloriqueaba puterías en inglés. Do me, baby, I’m cummin estupideces de ésas. Igual que tú en la agencia: mintiendo de lo lindo, poniéndoles ritmito y estilacho a las patrañas. Caramba, señor cliente, qué grandote su pitito.

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