Xavier Velasco - Diablo Guardian

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El sepelio de Violetta o Rosa del Alba Rosas Valdivia es observado por Pig, escritor compulsivo, perfeccionista, y sin carrera literaria. Pig cede la palabra a la muerta y hace narrar a Violetta, que cuenta su historia en primera persona. Desde niña, el personaje tiene dos diferentes apelativos y una vocación de lo que ella entiende por la palabra puta que cobra diferentes significados durante toda su vida (mismos que ella lleva a la práctica). La niña vive en un ambiente de mentira (su padre tiñe de rubio la cabellera de cada uno de los integrantes de la familia desde los primeros años de la infancia). Las apariencias rigen a la familia de Violetta. El papá planea un robo a la madre, que a su vez ha estado robando a la Cruz Roja y guarda el dinero en una caja fuerte en el clóset. La jovencita-niña empieza a vivir aventuras desde que se escapa de su casa con los cien mil dólares robados. Contrata a un taxista anciano para que viaje con ella por avión y a partir de ese momento, manipulará a los demás. Cruza la frontera con los Estados Unidos, siempre usando a alguien, comprando favores y voluntades. Como todos los hombres que se topan con Violetta, Pig también es usado por ella, que lo domina como escritor y le exige escribir la novela en que ella aparece. Una obra divertida, sin concesiones, despiadada como observación de la sociedad y de los individuos, que tiene el buen gusto artístico de no caer en sentimentalismos o en?denuncias?. Una novela de la globalización.

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Mis primeros dos meses me los pasé escondiéndome. Me daba una vergüenza terrible que me vieran entrar y salir de ese hotelajo. No tanto porque fueran a decir: Ahí va esa puta. Era más bien que igual decían: Mira, pobre jodida, vive en un hotel de paso. En New York una tiene claro a qué puede aspirar. Los lujos son altísimos, nunca vas a alcanzarlos desde el lobby de un hotel. En cambio en México los muros son más razonables. Puede una pensar en saltárselos sin la seguridad de que se va a romper la madre en el intento. Aparte, hay cantidad de escaleritas. Con mi pura ropita yo podía moverme en un nivel muy diferente al de los jefes de departamento y el hotel de cuatro espermas. Necesitaba dedicarme de inmediato a cualquier cosa que me hiciera decir menos mentiras. Quería sacar dinero sin tener que inventar una tragedia, pero llevaba seis agencias de modelos visitadas y con trabajos me pedían unas fotos. ¿De dónde querían los idiotas que yo sacara buenas fotos mías? Tenía copias de los anuncios en los que dizque aparecía yo, pero ni las pelaron. Yo decía: Ok, pues tómenme las fotos. Qué iba yo a imaginarme que las putas agencias sólo te toman fotos cuando vas a casting, y sólo vas a casting cuando ellos te llamaron después de ver tu foto. Prefiero no contarte los sacrificios que hice para civilizarme, desde quedarme sin comida por comprarme un teléfono hasta gastarme el presupuesto de quince días de hotel en unas fotos donde salí como piruja de la frontera. Civilizarme a mí es como llevar agua a Mercurio. Nunca vas a lograrlo, y vas a chamuscarte en el intento. ¿Sabes de qué me sirve a mí la ropa? De disfraz, darling. Tengo que disfrazarme, no puedo permitir que alguien me mire como tú estás oyéndome en este momento. Me encerrarían en una jaula, ¿ajá? Pasen a ver a Violetta y tóquenle la melena.

¿Te cuento para qué serví mi reloj? Lo usaba para ver cuanto tiempo tardaba en lograr que un pendejo me invitara a comer. El récord era dos minutos y medio. Luego también media cuánto me tomaba meterles un sablazo. Tipo: ¿Te importa si me prestas doscientos pesos y mañana te los pago? Casi siempre es lo que ellos están esperando, que les des la oportunidad de salvarte de las garras de Donkey Kong. Luego les daba mi número de celular, y cuando menos lo pensaba ya había ligado otra comida. Lo bueno de la época navideña es que la gente anda flojita, un poco que te esmeres y le das una tarascada a su aguinaldo. No gran cosa, te digo, la comida y unos pocos pesitos, pero así no tenía que acostarme con nadie. A menos que se presentara una emergencia, como la del Registro Civil. Pero eso no quería decir que yo planeara volverme El Detallito de cualquier pinche miembro del rebaño. Finalmente, si me iba a echar uno de mis tres mandamientos, lo menos que podía hacer era agarrarme a güeyes que no se hubieran subido al metro en los últimos diez años. Y que de preferencia ni lo conocieran. O sea gente decente. Yo no podía pensar en esa pinche broza como mariditos. Instant devaluation, ¿ajá? Total, si tenía que desplegar mis habilidades, de esposita con tal de conseguir lo que quería, tampoco me iba a desgastar de más por eso. Pero hasta eso, y sobre todo eso, tenía que hacerlo con alguna clase, o por lo menos lejos de la clase asalariada. ¿Qué iba a hacer? ¿Ir con el gordo fofo del módulo de licencias a decirle que sí quería el trabajo y el crédito para el Volkswagen? Por supuesto que yo necesitaba un crédito, pero sólo si las mensualidades iba a pagarlas su putísima madre. Berrinche time, ¿ajá? La forma en que Violetta recupera todo su valor y dice: Quítame las pezuñas de encima, pinche naco, que no somos iguales. Wat a bitch? Yes, of course. Alguien tiene que hacer este trabajo. Si una aguanta el castigo de tener encima a un puerco halitoso que la trata peor que bacinica, lo, menos que se le debe permitir es que resane su ego a costillas de quien sea. Bajar a un pinche naco de mi cama era como darle respiración de boca a boca al ego. Apenas se pasaban un poquito de lanzas, les hacía unas rabietas horrorosísimas. Decía cosas por las que Nefastófeles me habría deshecho la boca a cachetadas. Y si trataban de pegarme, peor: me aventaba a encajarles las uñas en la cara. No me importaba nada. Tenía papeles, era legalita, ¿qué me iban a hacer? Además me ponía a gritar que era la hija de no sé qué súper cacagrande, el que se me ocurría a medio berrinche. La historia era que yo me había fugado de mi casa en Bosques de las Lomas y me había ido a vivir a New York, y luego había vuelto a México y mi papá me tenía en un depto de Polanco. Cuando pedía dinero, no era porque realmente lo necesitara. De hecho, necesitaba que me insistieran para aceptarlo. Un día un idiota me llamó para cobrarme sus doscientos pesos y zas, despertó al león. Además de que nunca le pagué un quinto, ese día lo amenacé con que los guardaespaldas de mi papá iban a ir a romperle la madre, pa que se le quitara lo pinche cicatero. ¿Checas lo rápido que me integré al paisaje?

Al principio me emocionaba fácil. Los idiotas me prometían que iban a conseguirme no sé cuántas maravillas, y nada: lo que no les sacaba en el momento, forget it. Menos los tercos, claro, que luego salían peores que los mentirosos. Hubo un par que llegaron hasta mi hotel, uno ofreciéndome mil pesos por la noche conmigo y el otro necio con que no podía olvidarme. Una trampa nefasta, ¿verdad? Esos que salen con que no te saben olvidar, lo único que de veras no olvidan es su puta soledad podrida, están que se derriten por agarrar barco. Fíjate que por más que lo intento, no dejo de pensar que eres mi salvación. Detesto que un idiota me agarre de Mesías. Señor Pilatos: ¿Va a querer que a la crucificada le dejemos el brasier? Éste ha sido un milagro cortesía de Nuestra Señora del Santo Sostén. No podía decirles mis chistes a mis nuevos amigos, acuérdate que yo me hacía la gringa o la pendeja, que en México ya ves que son papeles parecidos. Y ése era el chiste, que hasta el más ignorante podía ser mi maestro, y entonces yo tomaba clases de complejos, frustraciones, traumas, envidias: los hilos del muñeco, tú me entiendes. Y no es que yo quisiera aprender eso, quién va a querer ir por la vida correteando miserables, pero la otra era quedarme sin hotel o sin comer, que me pasaba bien seguido. Tú no sabes lo deprimente que es tener que cruzarte una calle para que no te llegue el olor de unos tacos. Porque de pronto no tenía ni para tortillas, y en ese plan ni modo: acepta una lo que le ofrezcan. Billetes chicos, vales de comida, monedas, dulcecitos, todo es bueno. Ya ves tú que la dignidad no se lleva con la economía de guerra.

Para cuando empezó el noventaicuatro ya sabía lo que quería: un departamentito cerca de Polanco, trabajo suficiente para pagar la renta y no sé, unos cuantos amiguitos confiables. I mean: dependable. No era mucho pedir, pero tampoco había a quién pedírselo. Entre los pelagatos mis piernas y mi escote valían por comidas y prestamitos, pero en el Primer Mundo había diferentes cotizaciones. Es más, ni vayamos tan lejos, en las puras agencias de modelos podías ver toneladas de viejas guapas, y a veces ni eso les servía para quitarse el hambre. Pero como querían ser alguien, aguantaban la vara. Total, que ahí fue a dar nuestra querida Miss Nobody. Sea una de quién sabe cuántas niñas mensas que jamás habían hecho una pasarela, ni sabían caminar como debían, ni tenían conocidos en las agencias. Había veces que hasta las secretarias, unas pinches coatlicues amandriladas, con los copetes tiesos y las piernas peludas, me echaban ojos como de alarma electrónica: beep-beep, putita arribista, beep-beep, putita arribista. Y yo, que me sentía gringa, las veía como buscándoles las plumas. Perdón, ¿qué no era usted la que andaba volando el otro día, por ahí por la pantia? ¿Y tú crees que alguien iba a darme trabajo, con esas pinches ínfulas? Pero en el fondo yo estaba buscando otra salida. O sea una puerta secreta, una llave mágica, nada que en México no puedas encontrar, sin buscar mucho. Nada que no lo arregle cualquier bruja con pinta de hada madrina.

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