Había cosas en las que Nefastófeles tenía razón. Decía que a toda mejoría en el servicio corresponde un aumento inmediato en la tarifa. Yo no podía pedirles más dinero por el platillo que ellos ya habían pagado, pero aprendí a esmerarme con la carta de los postres. Hasta que un día llegué con Tía Montse y le dije: Te propongo un negocio. Entonces le expliqué la teoría restaurantera de la doctora Schmidt, que consistía en un menú especial, con todos los platillos y bebidas incluidos. Al principio se me quedó viendo rarísimo, como si me quisiera preguntar: ¿Andas en drogas, hija? Entonces que me pongo a explicarle lo de los superpostres. Y ahí me tienes diciendo, muy propia: Mira, tía, lo que pasa es que a veces me pagan bien el postre, pero hay unos malditos que se dan por bien servidos y se van tan tranquilos, ¿ajá? Y ella: Sí, hija, pero yo no puedo defenderlas de esas cosas. Y yo: Si puedes, tía, nomás con que vendas los paquetes a precio especial. Ganamos más nosotras y ganas más tú. Y además, digo, una siempre se porta más amable cuando ya le pagaron lo del taxi. Diría Nefastófeles: ¡Ataca la Mujer Serpiente!
¿Sabes cómo la convencí? Le caí un día en su casa vestida de novia. Ya tenía el vestido, ¿te acuerdas? Pedí un taxi del sitio y me aguanté la pena de inventarle al chofer que era yo actriz y las arañas. No hay mujer que soporte andar en taxi sola y vestida de novia, pero yo había decidido aguantar, punto. Supongo que la gente no sabe qué decir cuando le llegas de la nada con ese disfraz. Y es cuando hay que atacar con todo lo que tienes. Solamente le dije: ¿Cuánto vale un bombón con envoltura, tía? Y se zurró, ¿me entiendes? La vieja me pagaba dos mil pesos por cada cinco que cobraba, y entonces yo tenía que hacer milagros para sacar un propinón que por lo menos me dejara llegar a cinco limpios. ¿Te imaginas todo lo que hay que joderse para sacarle tres mil pesos más a un imbécil que con trabajos quiso pagar cinco? En cambio así podíamos cobrar el doble, o más. Podíamos, ¿ajá?, porque yo había llegado en plan de socia, y hasta tenía al taxista esperándome afuera. Pero ni falta que hizo. Tía Montse acabó encantada con la idea. Íbamos a empezar cobrando ocho, más dos del alquiler del vestido y el coche. ¿Cuál coche? Agárrate: e Lincoln de Tía Montse, con todo y su chofer. Ya sabrás, mil quinientos por el coche y quinientos del vestido. Al final yo me iba a quedar con cuatro, que seguía siendo un robo pero me convenía muchísimo, porque si un güey ponía diez mil pesos, o sea más de tres mil bucks por pasarse una noche de bodas increíble, ya lo de menos era que dejara correr el taxímetro. Además, el atuendo exigía champaña, suite, trato de reina. La vieja estaba tan contenta de que fuéramos socias que me mandó a mi casa con el chofer, y hasta le pagó al taxi que me estaba esperando.
Pero igual no me estás entendiendo. Ni siquiera te he dicho dónde estaba mi casa. Yo decía: Vivo en Polanco, pero el departamento estaba en Anzures. Si un día hubiera una revolución y a todos se les concedieran sus deseos, los de Anzures pedirían que los integraran a Polanco. Yo solamente entiendo la necesidad de una revolución si me dices que todos nos vamos a ir a Las Lomas. Y ahí está la mierda, ¿ajá? Con tanto muerto de hambre Las Lomas se volvería una puta vecindad. Pero si yo decía: Tengo un depto en Polanco, cualquiera podía creer que mis papás vivían en Las Lomas. Y a una niña de Lomas no le das quinientos pesos para el taxi. Le das mil, por lo menos. Había tipos que en su vida habían besado a una niña de Las Lomas. Y claro, iban a seguir sin conseguirlo, pero una los hacía creer que Wow, you got it!, y era como ayudarles a romper un hechizo: se creían destinados a las coatlicues y un día Quetzalcóatl les mandaba un bombón. Y ahora imagínate a ese caramelo saliendo de una casa en Las Lomas vestidita de blanco, en un Lincoln del año. Era el efecto Vegas: el güey se convertía al instante en gente bien. Y yo al final sacaba más de cinco, o sea que al día siguiente me iba a comprar algo.
El caso es que en abril me había mudado. Ya no vivía en hoteles y quería comprarme un coche. Por eso en realidad inventé lo de las noches de bodas. El dinero seguía sin calentárseme en las manos, no podía ni abrir una cuenta de cheques. Era como si Tía Montse, en lugar de pagarme, me diera cada vez un premio. Ni siquiera sé en qué se me iba el dinero, había meses en que no podía con la renta. Y como Tía Montse nos pagaba cuando se le daba la gana, cada rato iba yo a chillarle con que necesitaba un préstamo. Y la vieja infeliz me prestaba, pero con intereses. Me debía dinero y me cobraba intereses, ¿ajá? Entonces vi que ni con Las Fabulosas Noches de Bodas me iba a poder comprar el coche que quería. Tenía que volver a romper las reglas. Quiero decir las suyas, no las mías. Pensé: Si esta señora es tan ratera y no se ensucia las manos, yo tampoco tendría que ensuciármelas. Me imagino perfectamente lo que estás pensando: Ya se había tardado ésta en jugar chueco. Y si, porque pensé: Luego de haber toreado a Nefastófeles, qué me dura esta pinche antigua.
Según ella tenía todas las connections, pero igual qué otra cosa querías que dijera. En su casa había un mozo, tres sirvientas, el chofer y un vigilante. No creas que no me entraban ideas macabronas, como agarrar al vigilante igual que al hijo del jardinero y vaciarle la casa a Tía Montse, pero te digo que ya no quería ser ratera. Me daba miedo, me jodía el orgullo. Era mucho más fácil hacerle la guerrita submarina. O sea guerra comercial, serial y business, darling.
Tú y yo tenemos claro que es de novatos declarar la guerra. En el momento en que el enemigo te hace la primera putada, zas: ya estás en guerra, y el que no se da cuenta es porque no sabe jugar. Pero como tampoco te conviene exterminar al enemigo, más que guerra se vuelve un estira-y-afloja. Si quería ganarme la confianza de Tía Montse, mi forma de aflojar era darle la idea de un negocio juntas. Pero después tenía que apretar, y ahí era donde se emparejaba el marcador. ¿Tú sabes la alegría que podía darme cuando me encontraba a un cliente de Tía Montse el domingo en misa? No en un restorán, ni en un bar, ni en el cine. Dije en misa. Para la gente que va a misa todos los domingos, toparse a alguien en la iglesia es un poquito como verlo en su club, o en una fiesta de familia. Y un poquito ya es algo, ¿ajá? Tía Montse aceptó la dizque sociedad no nada más porque la idea era buena; también porque sabía que yo era la más entusiasmada de sus hijas. No que me fascinara el trabajo, ni que le dieran grandes referencias mías, sino que según ella me creía completito el cuento de que éramos familia. Le llevaba chocolates, le contaba de las cosas que quería hacer, le pedía consejos, la acompañaba al salón de belleza. Un día le ofrecí ir con ella a misa, y se mosqueó durísimo. No, hija, gracias, creo que mejor voy más tarde. Yo pensé: Pinche vieja mustia, te da pena que Dios te vea con una de tus putas. Aviso parroquial. Favor de no traer pirujas a la iglesia. Y fue ahí cuando se me ocurrió la idea. La iglesia es el único lugar donde la gente está obligada a ser decente. Te dan la mano, te sonríen, te ceden el lugar para que comulgues. Bienvenida a la Santa Tregua, hermana. Sobre todo si ven que traes buena ropita. Cero vulgar, ¿ajá? Por eso le compraba el numerito a Tía Montse, yo también quería ser hija de familia nice. Ella podía ser La Más Grande Madrota de Las Lomas, pero hasta para decirle así tenías que mencionar la fuckin’password: Lo mas devotísima yo. Iba a misa en Las Lomas en la tarde y a Polanco en la mañana. Al principio no me encontraba a nadie, pero seguía diciendo: Ya caerán. Trabajaba en Las Lomas y en Polanco, casi siempre. Muchos vivían cerca, con su familia. Mandaban a los hijos de campamento y a la esposa a Europa, y ahí llegaba la hora de conocernos.
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