No sé si te has fijado, pero siempre hay dos fechas que procuro saltarme: Christmas y mi cumpleaños. No sé qué signifique, pero soy automática: apenas veo de lejos una escena inconveniente, mis párpados se cierran y no vuelven a abrirse hasta que tengo claro que pasó el peligro. Pongamos Navidad: me olvido del asunto el día veintitrés, y desde el veinticinco para mí ya es enero. De niñita tenía la manía de taparme los ojos en el cine, justo en la parte más emocionante de la película. Decía: No quiero ver, no quiero ver, no quiero ver, y así además de quedarme sin ver me quedaba también sin oír. Sin enterarme, pues. Luego fui mejorando la técnica, y después de pasar por no sé cuántos mariditos a los que por lo general me interesaba poco ver, y menos todavía oír, llegué a lograr el mismo efecto, que de niña, sólo que sin hablar ni taparme los ojos. Es más: participando en la conversación. Me desconecto y dejo el piloto automático. Por eso te decía que lo mejor es reírse. Cuando un hombre me dice un chiste malo yo no dudo un segundo en soltar la carcajada. Y entonces él se siente muy gracioso y me repite la dosis. Y yo vuelvo a reírme. De ese modo él se acostumbra a comprar mis risas tontas con chistes idiotas, y yo ya ni siquiera tengo que escuchar lo que dice. Me estoy riendo. ¿No es más que suficiente?
No había mucho que pudiera hacer con esos pesos. Alimentarme una semana de refrescos y hot dogs, tomar algunos taxis, empezarme a mover. Pero no era tan fácil, necesitaba poderes que no tenía. Moría por un jalón de cois y no sabía ni cómo pedirla. Dinero, polvo, amigos: me faltaba lo más indispensable. ¿Checaste lo que dije? Amigos. Por el amor de Dios, carajo, llevaba desde los dieciséis años sintiéndome malditamente sola, de repente soñaba que me moría en la calle y me echaban a la fosa común. Y así iba a ser, ¿ajá? Si yo no conseguía tener cuando menos amigos, lo más seguro era que me muriera sin que nadie reclamara mi cuerpo. Todo el día pensaba en eso, en morirme. Pasaba las mañanas tirada debajo de las sábanas, sudando frío, comiendo cualquier mierda. De repente decía: Me regreso a New York. Pero si no tenía fuerza para llegar a la calle, dime de dónde iba a sacarla para hacer ese viaje sin un quinto, sin papeles, sin cois. Luego me daba por planear una incursión suicida en casa de mis papás. Era cosa de entrar por la azotea, colarme a su recámara y asaltar el archivo. No sabía qué me iban a pedir para hacerme modelo, pero tenía que empezar por tener algún papel. No sé, el acta de nacimiento, algo que me sirviera para ser yo de nuevo. No era que me quisiera llamar Rosalba otra vez, lo que ya no aguantaba era seguir de Mis Nobody. Pero igual ni salía del cuarto, creo que me empecé a dar miedo. Decía: Si salgo, seguro voy a conseguir coca. Estaba a medio puente entre la adicción y la salud. Y no sé, alguien adentro quería terminar de cruzarlo. No putear. No robar. No meterme porquerías. Ésos fueron los mandamientos que me impuse para hacerme modelo. Me encerré en el hotel con un montón de fruta y dije: Cuando se acabe, salgo.
Obviamente salí antes: necesitaba unos buenos azotes para entrar en razón, ya los había recibido todos. Firme aquí, por favor. ¡El que sigue! Decidí que tenía que intentar conseguir mis papeles sin tener que allanar el Santo Hogar Paterno. Me pasé dos mañanas en el teléfono, averiguando todo lo que tenía que hacer para sacar un duplicado del acta de nacimiento y luego tramitar que le añadieran el Violetta, que era como parirme a mi misma. No recuerdo qué cantidad de mierdas me pidieron, pero de cualquier forma era imposible. Así que decidí salir, jurándome que no iba a buscar coca ni cocainómanos. Empecé a recorrer oficinas del Registro Civil, y en las primeras tres me atendieron puras pinches coatlicues. Yo decía: Diosito, por favor, líbrame de esta chingada tribu. Hasta que caí en manos de un nacote amable. Yo traía los jeans y la blusa untados, sin brasier, y el tipo no era así que dijeras Mr Big Shit, pero de pronto ya me conformaba con que me pagara la comida. ¿Ya me entiendes? Hasta la más jodida de las coachicues con las que me peleaba tenía más dinero y más futuro que yo. El caso es que el nacote me la pintó difícil. De entrada, no podíamos hacerlo sin la cooperación de mis papás. Y había que irse a un juicio y las arañas. Pero yo de repente me sentía poderosa, porque el güey no dejaba de mirarme. Hacía un frío de mierda, con tremendas repercusiones en mi blusa. Pensé: Si este pendejo me mira los pezones media hora más, seguro lo arreglamos todo de aquí al viernes. Le dije: Pues si no va a poder ayudarme, mínimo debería invitarme a comer. ¿Tú crees que iba a decir que no? Es muy feo que te lo cuente así, pero al final comimos, cenamos y dormimos juntos. Y claro, le inventé que tenía un problemon, que me urgía mi acta de nacimiento para poder sacar el pasaporte y visitar a mi mamá, que estaba en un hospital de Flushing con cáncer terminal ¿Me creerías que en dos días tuve mi acta de nacimiento original, con el nombre de Violetta Rosalba? Todavía el naquillo este pretendió que le soltara dos mil pesos para darle a no sé qué licenciado, y obviamente me le tiré a berrear de nuevo. Más berrinche que llanto, ¿ajá?, porque yo no quería su compasión. Más bien necesitaba que dijera: En mi burócrata vida me vuelvo a agarrar una como ésta. Risa fácil, bronca pronta: La fórmula de la doctora Schmid para controlar machitos pendejos. Por las buenas, les echas porras; por las malas, mierda. Ya sé que no es así que digas un orgullo tirarte al primer gato que te arregla un trámite, pero no estaba yo para escoger. Con ese mismo método saqué pasaporte, certificado de primaria y secundaria y hasta un crédito para comprar coche. Hay días en que México te trata como cucaracha, pero si aguantas el castigo después te premia que no puedes ni creerlo. Yo caminaba por Reforma y veía las caras de los tipos: todos altanerísimos, con la vista arribita de las demás cabezas, como si fuera suya la pinche calle. Pero basta con que se crucen unas nalgas para que pasen del ¿qué me ves, güey? al ¿qué se te ofrece, Mi Reina? Y como a estas alturas tengo claro que nunca voy a ser toda una lady, ni para qué negarlo: Me divierte muchísimo que me traten de naca.
Una especie de diplomacia calentona. Te atienden, te sonríen, te complacen, te comen con los ojos. Hay unos que no te hablan sin resoplar. Claro, son asquerosos, pero ese asco termina siendo como el hipo: se quita cuando menos te das cuenta. Imaginate a un güey que te mira sonriendo y resoplando. Es como regatearle una hamburguesa a un león hambreado. ¿Sabes lo que es para un pelado panzón de cincuenta años agarrarse a una pollita pelirroja de veinte? Esos pobres marranos con trabajos se agarran a la secre del jefe. ¿Tú sabes cuántas secretarias pelirrojas hay en México? Pelirrojas creíbles, ¿ajá?, porque hay unas coatlicues que se lo andan pintando color zanahoria, pero ni así dejan de delatarse como inquilinas de la pinche pirámide. Como dice mi madre: prófugas del metate. Y en cambio a mí me lo creías, por eso decidí pintarme el pelo. Ya sé que hice lo mismo que mi familia, llevo un rato justificándome y no puedo evitarlo. Siempre digo que me escapé de mi casa buscando libertad, pero no es cierto. Casi nada de lo que digo es cierto. Me escapé de la casa para criar mis propias esclavitudes. Más perfectas, más sólidas. Esclavitudes diseñadas a la medida de ambiciones un poquitito menos estúpidas. Mis papás no sabían gastar el dinero, yo sí. Ésa es toda la diferencia. Ladrones finalmente éramos todos. Impostores, también. Y nacos, que, ni qué. Me da un poco de pena decirlo, pero el nombre que sale en mi acta de nacimiento es Violetta Rosalba Schmidt, y ya después los apellidos de mis papás, que por supuesto desentonan como pelos en las piernas de Brooke Shields. Fui tan naca que permití que me encimaran el Schmidt como tercer nombre. Ya luego en la licencia de manejo logré que me pusieran como Violetta R. Schmidt. En cambio el pasaporte lo trae todo, pero al final los apellidos van unidos como si fueran uno solo. Schmidt Rosas-Valdivia: no sonaba tan mal. Y al final resultaba divertido, era como ser yo mi propia Barbie. Seguía pobre, pero me defendía. Tal vez mis amiguitos no eran muy presentables, ni un solo Ken capaz de hacer digna pareja con la muñequita, pero peor era quedarme en el cuarto y aguantarme el hambre. Qué asco de palabra, pero yo sentía hambre. No tenía ni un centavo, vivía a expensas de esos pocos amiguitos, que eran poquito más que carne de cañón y con trabajos me prestaban para pagar el hotel. Yo quería rentar un departamento, comprar muebles, instalarme, viajar, inscribirme en alguna escuela. Pensaba que siendo modelo podía conseguir todo eso. Decía: Este país está repleto de calentones, tiene que haber alguno que quiera contratarme.
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