Fernando Vallejo - La Virgen De Los Sicarios

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La Virgen de los Sicarios es un retrato alucinado de la violencia y la degeneración social de esa ciudad durante la década pasada, un extenso monólogo, sin divisiones en capítulos, de un personaje maduro -un homosexual que dice ser gramático de profesión- quien cuenta su relación amorosa con Alexis, uno de los muchos adolescentes convertidos en asesinos a sueldo.
El protagonista se sumerge en el mundo de su amante: su devoción por la Virgen (Alexis, como todos los sicarios lleva siempre tres escapularios deMaría Auxiliadora), sus aficiones sencillas (escuchar radio, ver televisión), pero también las guerras entre las pandillas de las diversas comunas (barrios pobres) de Medellín, y los numerosos asesinatos cometidos por Alexis. Las similitudes entre la descripción de esta ciudad, con las montañas tugurizadas que la rodean, y ciertos paisajes de la Divina Comedia ya han sido señaladas por la crítica.

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A todo se le llegaba pues su día, su muerte. Los engranajes del destino girando inexorables me habían traído, con el engaño de la lluvia, a la iglesia de San Antonio de Padua, la de los locos. Y no lo digo por mí que sé dónde estoy parado, lo digo por ellos, sus dueños, los mendigos locos que duermen afuera bajo ese puente cercano que es un cruce de vías elevadas y que vienen al amanecer, cuando arrecia el frío, a la primera misa y a pedirle a Dios, por el amor que le tenga a San Antonio, un poquito de calor, de compasión, de basuco.

Adentro un Cristo pendía de la alta cúpula, suspendido en el aire sobre las miserias humanas y los avatares del tiempo. Como escapados de una pintura medieval, unos frailes franciscanos cruzaron furtivamente por la iglesia y la realidad delirante.

Cuando Wílmar y yo salimos, por el pórtico de las torres, pensé que íbamos a hundirnos en un mar de bruma pero no, el día estaba claro, recién bañado por la lluvia. "Domus Dei Porta Coeli" leí bajo el reloj detenido, en la fachada de las torres. Bajé los ojos y vi la casa cural, contigua a la iglesia: una vieja casona del Medellín de antes, de dos plantas, con alero. Con un alero caritativo para las lluvias de ayer, de hoy y siempre.

De muchacho mi superstición me decía que el día que entrara a la iglesia de San Antonio ése iba a ser el último mío. ¡Qué va! Aquí sigo vivo. De haberme muerto además mi superstición no habría podido reprocharme: "Te lo advertí, te lo dije". Los muertos no ven ni oyen ni entienden, y les importa un carajo lo que les advirtieron o no.

"¡Cómo! -exclamó Wílmar al conocer mi apartamento-. ¡Aquí no hay televisión ni un equipo de sonido!" ¿Cómo podía vivir yo sin música? Le expliqué que me estaba entrenando para el silencio de la tumba. "¿Y el teléfono? ¿Desconectado?" "Aja, y el agua y la luz también, tampoco por lo general funcionan. Cuando más las necesito se van". Eran las leyes de Murphy, niño, las más seguras, que estipulaban que: Que lo único seguro de esta vida son cada mes sin faltar las cuentas de la luz, el agua y el teléfono.

Entonces, arrodillado en el piso, con un cuchillo de la cocina a falta de destornillador, Wílmar lo reconectó. No bien lo reconectó y sonó el maldito. Me precipité sobre el aparato monstruoso, alarmado de que alguien me pudiera llamar. ¿Quién? Nadie, un idiota equivocado preguntando si aquí compraban higuerillo. Le contesté que sí. Y él: ¿Que a cómo lo estaba pagando? Y yo: ¿Que a cómo lo estaba vendiendo? Que a tanto el bulto. Le ofrecí la mitad. Y yo subiendo de a poquito y él de a poquito bajando nos encontramos en el camino y le compré veinte bultos. ¿Que adonde me los mandaba? Pues a mi depósito, adonde me estaba hablando, en la Central de Abastos; que preguntara por fulanito de tal. Y le di el nombre del ministro de Hacienda. Me prometió que a primera hora, sin faltar, me llevaba los veinte bultos en un camión contratado. Colgó y colgué. Wílmar, que no entendía, me preguntó que para qué era el higuerillo. Le contesté que para hacer aceite. Se quedó convencido de que yo tenía una fábrica de aceite de higuerillo.

Vuelvo y repito: no hay que contar plata delante del pobre. Por eso no les pienso contar lo que esa noche antes de dormirnos pasó. Básteles saber dos cosas: Que su desnuda belleza se realzaba por el escapulario de la Virgen que le colgaba del pecho. Y que al desvertirse se le cayó un revólver. "¿Y ese revólver para qué?" le pregunté yo de ingenuo. Que para lo que se ofreciera. Pues sí, pregunta tonta la mía, un revólver es para lo que se pueda ofrecer. Y abrazado a mi ángel de la guarda me dormí, no sin que antes de que me desconectara el sueño me entrara el futurismo, el fatalismo y me diera por pensar en los titulares amarillistas del día de mañana: "Gramático Ilustre Asesinado por su Ángel de la Guarda", en letras rojas enormes, que se salían de la primera plana. Luego, recapacitando, me dije que los dos periódicos de Medellín eran serios, no como los pasquines sensacionalistas de Bogotá. La página roja, incluso, la habían reducido en los últimos tiempos a una columnita. ¿Sería que hablar en Medellín de asesinados era como decir en época de lluvias "¡Aguaceros Torrenciales!" o en verano "Nos estamos asando del calor"? ¿Dar como noticia lo obvio? No, era que todavía nos quedaba un poquito de dignidad, de decencia. Y tuve fe en el futuro, en el ajeno, porque el mío, como bien lo sabía desde muchacho, se acababa ahí, el día que conocí la iglesia de San Antonio. Y con esta nota de desolado optimismo me dormí.

Amaneció martes y yo vivo y él abrazado a mí y radiante la mañana. "¿Qué día es?" me preguntó abriendo los ojos el ángel. "Martes", le contesté. De él fue entonces la idea de que fuéramos a Sabaneta adonde María Auxiliadora. "¿A qué vas? -le pregunté-. ¿A dar gracias, o a pedir?" Que a ambas cosas. Los pobres son así: agradecen para poder seguir pidiendo.

Encontré a Sabaneta más bien fría de fieles, desangelada. La plaza desahogada, sin congestionamientos de buses ni atropellamientos de peregrinos. Y los puestos de estampitas y reliquias de María Auxiliadora sin un cliente. ¿Qué pasó? ¿Sería que esta raza novelera desertó también de la Virgen? ¿Por el fútbol? ¿Y que ya no creía más que en los milagros de sus propias patas?

Entramos a la iglesia: semidesierta, con unos cuantos viejos y viejas de poca monta y ni un sicario. ¡Carajo, también esto se acabó, como todo! Y me arrodillé ante la Virgen y le dije: " Virgencita mía, María Auxiliadora que te he querido desde mi infancia: cuando estos hijos de puta te abandonen y te den la espalda y no vuelvan más, cuenta conmigo, aquí me tienes. Mientras viva volveré". ¿De qué le estaría dando gracias Alexis, perdón, Wílmar a la Virgen? ¿Qué le estaría pidiendo? ¿Ropas, bienes, antojos, miniUzis? Decidí hacerlo feliz ese día y darle en nombre de ella lo que quisiera.

Salimos de Sabaneta por la vieja carretera de mi infancia caminando, y caminando, caminando, conversando como en mis felices tiempos, Wílmar me preguntó que por qué si tenía una fábrica tenía que andar a pie como pobre, sin carro. Le expliqué que para mí el mayor insulto era que me robaran, y que por eso no tenía carro: que prefería mil veces seguir andando a vivir cuidándolo. En cuanto a la fábrica, ¿de dónde sacó tan peregrina idea? ¿Darles yo trabajo a los pobres? Jamás! Que se lo diera la madre que los parió. El obrero es un explotador de sus patrones, un abusivo, la clase ociosa, haragana. Que uno haga la fuerza es lo que quieren, que importe máquinas, que pague impuestos, que apague incendios mientras ellos, los explotados, se rascan las pelotas o se declaren en huelga en tanto salen a vacaciones.

Jamás he visto a uno de esos zánganos trabajar; se la pasan el día entero jugando fútbol u oyendo fútbol por el radio, o leyendo en las mañanas las noticias de lo mismo en El Colombiano. Ah, y armándome sindicatos. Y cuando llegan a sus casas los malnacidos rendidos, fundidos, extenuados "del trabajo", pues a la cópula: a empanzurrar a sus mujeres de hijos y a sus hijos de lombrices y aire. ¿Yo explotar a los pobres? ¡Con dinamita! Mi fórmula para acabar con la lucha de clases es fumigar esta roña. ¡Obreritos a mí!

Pero cuando la cara se me encendía de la ira pasamos por Bombay, la "bomba de gasolina" de mi infancia, que era a la vez cantina, y los recuerdos empezaron a vendarme suavecito, como una brisa con rocío, refrescante, bienhechora, y me apagaron el incendio de la indignación. ¡La bomba de Bombay, qué maravilla! Era un simple surtidor de gasolina afuera y adentro una cantina, ¡pero qué cantina! Allí en las noches alborotadas de cocuyos y chapolas, a la luz de una Cóleman, encendidos por el aguardiente y la pasión política se mataban los conservadores con los liberales a machete por las ideas.

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