Fernando Vallejo - La Virgen De Los Sicarios

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La Virgen de los Sicarios es un retrato alucinado de la violencia y la degeneración social de esa ciudad durante la década pasada, un extenso monólogo, sin divisiones en capítulos, de un personaje maduro -un homosexual que dice ser gramático de profesión- quien cuenta su relación amorosa con Alexis, uno de los muchos adolescentes convertidos en asesinos a sueldo.
El protagonista se sumerge en el mundo de su amante: su devoción por la Virgen (Alexis, como todos los sicarios lleva siempre tres escapularios deMaría Auxiliadora), sus aficiones sencillas (escuchar radio, ver televisión), pero también las guerras entre las pandillas de las diversas comunas (barrios pobres) de Medellín, y los numerosos asesinatos cometidos por Alexis. Las similitudes entre la descripción de esta ciudad, con las montañas tugurizadas que la rodean, y ciertos paisajes de la Divina Comedia ya han sido señaladas por la crítica.

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Cuánto hace que se murieron los viejos, que se mataron de jóvenes, unos con otros a machete, sin alcanzarle a ver tampoco la cara cuartiada a la vejez. A machete, con los que trajeron del campo cuando llegaron huyendo dizque de "la violencia" y fundaron estas comunas sobre terrenos ajenos, robándoselos, como barrios piratas o de invasión. De "la violencia"… ¡Mentira! La violencia eran ellos. Ellos la trajeron, con los machetes. De lo que venían huyendo era de sí mismos. Porque a ver, dígame usted que es sabio, ¿para qué quiere uno un machete en la ciudad si no es para cortar cabezas?

No hay plaga mayor sobre el planeta que el campesino colombiano, no hay alimaña más dañina, más mala. Parir y pedir, matar y morir, tal su miserable sino.

Los hijos de estos hijos de mala madre cambiaron los machetes por trabucos y changones, armas de fuego hechizas, caseras, que los nietos a su vez, modernizándose, cambiaron por revólveres que el Ejército y la Policía les venden para que con el aguardiente que fabrican las Rentas Departamentales se emborrachen y se les salgan todos los demonios y con esos mismos revólveres se maten. Con el dinero que le producen las dichas rentas, el aguardiente, el Estado paga los maestros para que les enseñen a los niños que no hay que tomar ni matar. Y no me pregunten por qué este contrasentido. Yo no sé, yo no hice este mundo, cuando aterricé ya estaba hecho.

Es que la vida es así, cosa grave, parcero. Por eso vuelvo y repito: no hay que andar imponiéndola. Que el que nazca nazca solo, por su propia cuenta y riesgo y generación espontánea. Apuntalado en una precaria legitimidad electorera, presidido por un bobo marica, fabricador de armas y destilador de aguardiente, forjador de constituciones impunes, lavador de dólares, aprovechador de la coca, atracador de impuestos, el Estado en Colombia es el primer delincuente. Y no hay forma de acabarlo. Es un cáncer que nos va royendo, matando de a poquito.

Sí señor, Medellín son dos en uno: desde arriba nos ven y desde abajo los vemos, sobre todo en las noches claras cuando brillan más las luces y nos convertimos en focos. Yo propongo que se siga llamando Medellín a la ciudad de abajo, y que se deje su alias para la de arriba: Medallo. Dos nombres puesto que somos dos, o uno pero con el alma partida. ¿Y qué hace Medellín por Medallo? Nada, canchas de fútbol en terraplenes elevados, excavados en la montaña, con muy bonita vista (nosotros), panorámica, para que jueguen fútbol todo el día y se acuesten cansados y ya no piensen en matar ni en la cópula. A ver si zumba así un poquito menos sobre el valle del avispero.

A fuerza de tan feas las comunas son hasta hermosas. Casas y casas y casas de dos pisos a medio terminar, con el segundo piso siempre en veremos, amontonadas, apeñuzcadas, de las que salen niños y niños como brota el agua de la roca por la varita de Moisés. De súbito, sobre las risas infantiles cantan las ráfagas de una metralleta. Tatatatatá… Son las prima donnas, las miniUzi con que soñaba Alexis cosiendo el aire con sus balas, cantando el aria de la locura.

Se guindaron a candela los de arriba con los de abajo, los del lado con los de al lado, los unos con los otros. ¡Qué mano de changonazos, Dios mío, qué lluvia de balines como rociada de agua bendita! Y van cayendo los muñecos mientras sopla sobre Santo Domingo Savio y la mañana caliente su ráfaga fría y refrescante la Muerte.

Santo Domingo Savio es un barrio que de santo no tiene más que el nombre: es un verdadero asesino. Después vienen los inspectores a recoger los cadáveres y luego nada, como si nada, a seguir los vivos viviendo hasta la próxima balacera que nos sacuda el aburrimiento.

Además de los enemigos que les dejaron sus difuntos padres, hermanos y amigos, cada quien en las comunas se consigue por su propia cuenta los propios para heredárselos a su vez, todos sumados, a sus hijos, hermanos y amigos cuando lo maten. Es la herencia de la sangre, el río desbordado. Las comunas sólo se pueden entender desenredando la trama enmarañada de estos odios. Cosa imposible e inútil. Yo no le veo a este asunto más solución ni remedio que cortar como hizo Alejandro, de un tajo, el nudo gordiano, e instaurar el fusiladero: una tapia larga, larga, encalada de blanco, que anuncie en letras grandes y negras la Urosalina, ese remedio milagroso de mi niñez que se deletreaba así, en el radio, a toda carrera: Uereoeseaeleienea. ¡Urosalina! Y que vayan cayendo los fumigados, y aterrizando sobre ellos los gallinazos.

¿Qué cómo sé tanto de las comunas sin haber subido? Hombre, muy fácil, como saben los teólogos de Dios sin haberlo visto. Y los pescadores del mar por las marejadas que les manda, enfurecido, hasta la playa. Además sí subí, una tarde, en un taxi, que me cobró una fortuna porque dizque vida, rió, hay sino una y que él tenía cinco hijos.

Arriba me dejó, en Santo Domingo Savio o Villa del Socorro o El Popular o El Granizal o La Esperanza, en uno de esos mataderos, solo con mi suerte. Hasta allá subí a buscar a la mamá de Alexis y de paso a su asesino. Vi al subir los "graneros", esas tienduchas donde venden yucas y plátanos, enrejados ¿para que no les fueran a robar la miseria? Vi las canchas de fútbol voladas sobre los rodaderos. Vi el laberinto de las calles y las empinadas escaleras. Y abajo la otra ciudad, en el valle, rumorosa…

En una callejuela de muy arriba en la montaña encontré la casa. Llamé. Me abrió ella, con un niño en los brazos. Y me hizo pasar. Otros dos niños de pocos años se arrastraban, semidesnudos, por esta vida y el piso de tierra. Pensé en una humilde mujer de mi niñez, una sirvienta de mi casa, que me la recordaba. Evidentemente aquella lejana mujer, que por la edad podía haber sido mi madre, no era la que tenía enfrente, que podía ser mi hija. Además, ¡cuánto no haría que esa sirvienta de mi casa se murió! ¿Sería que por sobre el abismo del tiempo se repetían las personas, los destinos? Lo que fuera. Ni en esta pobre mujer ni en ninguno de sus niños reconocí un solo rasgo de Alexis, nada pero nada, nada de su esplendor. Los milagros son así, burleteros.

Hablamos muy poco. Me contó que su actual esposo, el padre de estos niños, la había abandonado; y que al otro, el padre de Alexis, también lo habían matado. En cuanto al muchacho que mató a Alexis, era de los lados de Santa Cruz y La Francia y le decían La Laguna Azul. No se asombren de que ella que no lo vio supiera más que yo del asesino, yo que lo vi disparando. En las comunas todo se sabe. Tenga por seguro que si a usted lo matan en el parque de Bolívar (y no lo quiera mi Dios), no bien esté acabando de caer allá kilómetros abajo, aquí kilómetros arriba ya lo están celebrando. O llorando.

Sentí una inmensa compasión por ella, por sus niños, por los perros abandonados, por mí, por cuantos seguimos capotiando los atropellos de esta vida. Le di algo de dinero, me despedí y salí.

Cuando emprendía la bajada, sin decir agua va ni mediar provocación ninguna (¿porque quién alborota esta furia?) se soltó el aguacero. Quiero explicarle por si no lo sabe, por si no es de aquí, que cuando a Medellín le da por llover es como cuando le da por matar: sin términos medios, con todas las de la ley y a conciencia. Es que aquí no se puede dejar vivo al muerto porque entonces a uno lo quedan conociendo y después el muerto es uno, cosa grave para uno en particular pero alivio para los demás en general. Por eso los que caen a la "policlínica", el pabellón de urgencias del Hospital San Vicente de Paúl, nuestro hospital de guerra, es a que les cosan el corazón.

El cielo que nos mira desde arriba vive tan enojado como los cristianos de abajo, y cuando se suelta este loco a llover es a llover, con una demencia desbordada. Arroyos torrentosos empezaron a saltar por las escaleras de cementó como cabras locas deshalagadas y a confluir en ríos por las desbarrancadas calles. Me hice a un lado para que el ríotromba que bajaba atronando, atrabancado, atropellando, pasara y no me llevara. íbamos para el mismo lado, para abajo, pero yo sin tanta prisa. Y mientras el loco frenético de arriba se despanzurraba de la ira, nadie en las desiertas calles de las comunas., Ni un alma, ni un asesino. Y ni un alero tampoco para guarecerme en tantas casas miserables, mezquinas, construidas con el egoísmo del sálvese quien pueda.

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