No sé por qué pero López, con perdón de ustedes si así se llaman, me suena a ratero cínico. Es que aquí hay tantos… López M., López C, López T. Etcétera, etcétera, etcétera. A veces los unos son los hijos de los otros pero no siempre porque también en ocasiones, por guardar el celibato, hay López que se van a Roma a casarse con el primer guardia suizo que encuentran. López me sugiere un zorro o una comadreja que se escapa por entre los matorrales con su presa, la gallina que se robó. No es culpa mía, es cuestión de semántica. Qué culpa tengo yo si los apellidos me sugieren cosas… ¡Zorros voraces! Después, impunes, todos despatarrados, se van los López a banquetiarse la gallina y a rascarse las pelotas. Ya ni se ríen: todo tesoro público que les entra a sus bolsillos sin fondo se les hace cosa natural.
El próximo muerto de Alexis fue un vivo en el cementerio. En el Cementerio de San Pedro donde yacen descansando todas las notabilidades de Antioquia menos yo. El vivo muerto era el joven guardián de una tumba, y la tumba un mausoleodiscoteca con casetera sonando a todas horas para entretener en su vacío eterno, esencial, a una temible familia de sicarios allí enterrada, cuyos miembros fueron cayendo, uno por uno, uno tras otro "sacrificados", según rezaban sus lápidas pero sin decir por qué causa, por la blanca causa de la coca.
Encerrada entre rejas para que no se la robaran en un descuido de su guardián (por ejemplo cuando iba al baño), la casetera tocaba día y noche sin parar vallenatos, la música predilecta de los difuntos cuando pasaron por aquí abajo todos ventiados.
Al pasar frente a esa tumba mi niño y yo meditando (meditando sobre los sinsabores de esta vida terrena y las incertidumbres humanas comparadas con lo seguro de la eternidad), el guardián de la tumba, un muchacho, una belleza, se disgustó porque sin querer miramos. "¡Qué! -dijo todo malgeniado-. ¿Se les perdió algo?" Y luego, en voz baja, como rumiando, con uno de esos odios suavecitos que me producen por lo intensos una especie de excitación sexual nerviosa que me recorre el espinazo musitó: "Malparidos…"
¡Qué hermosa voz! Creen los tanatólogos que ellos son los dueños y señores de la muerte porque tienen empleo con el gobierno en sus "consejerías para la paz", mientras que este su servidor no tiene "destino". Jua! La muerte es mía, pendejos, es mi amor que me acompaña a todas partes.
El ángel levantó el revólver a la altura de la frente del otro y disparó. El trueno del disparo se fue culebriando por entre esos recovecos y socavones llenos de tumbas llenas de eternidad y de gusanos, y se quedó resonando por un rato con una voracidad de infinito. El eco del eco del eco… Muchísimo antes de que el eco se extinguiera el guardián de la tumba se desplomó. Luego el eco murió en sus armónicos. El Ángel Exterminador se había convertido en el Ángel del Silencio.
Cuando nos alejábamos, la casetera se encendió sola y rompió a tocar importuna un vallenato, "La gota fría", que es el que les canté arriba.
Pero aquí la vida crapulosa está derrotando a la muerte y surgen niños de todas partes, de cualquier hueco o vagina como las ratas de las alcantarillas cuando están muy atestadas y ya no caben. En las afueras del cementerio, cuando salíamos y Alexis recargaba su juguete, dos de esos inocentes recién paridos, como de ocho o diez años, se estaban dando trompadas de lo lindo azuzados por un corrillo de adultos y otros niños, bajo el calor embrutecido del sol del trópico. Dale que dale, con sus caritas encendidas por la rabia, sudorosas, sudando ese odio que aquí se estila y que no tiene sobre la vasta tierra parangón. Como la única forma de acabar con un incendio es apagándolo, de seis tiros el ángel lo apagó. Seis cayeron, uno por cada tiro; seis que eran los que tenía el tambor del tote: cuatro de los espectadores y mánagers, y los dos promisorios púgiles. Cada quien con su marquita en la frente escurriendo unos chorritos rojos como de anilina, unos hilitos de lo más pictóricos. Mi señora Muerte con su sangre fría les había bajado el calor y ganado, por lo menos, este round. Y vamos para el siguiente a ver qué pasa. Suena la campana.
Pasando de prisa El Difunto nos advirtió que venían los de la moto. Y venían, en efecto, y en contra vía los muy cabrones, violando las más elementales y sagradas leyes de Colombia, las del tránsito, que te impiden ir contra la corriente y te mandan seguir la flecha, la del chocolate Luker que las patrocina, en cada esquina, para eso están. ¿Es que no la vieron, desgraciados? Sí la vieron pero no las balas con que mi niño Alexis los recibió, éstas sí en la dirección correcta, "in the right direction" como dijo arriba en inglés nuestro primer mandatario el políglota, tan atinadamente, y como marcaba la flecha de ese chocolate infalible que se tomaba de a pastillita por taza pero que ay, ay, ay, ya no se toma más. Perdimos la costumbre del chocolate y la de las musas y la de la misa, y nos quedamos más vacíos que el tambor de hojalata que el enano sidoso no volverá a tocar. Todo lo tumbaron, todos se murieron, de lo que fue mío ya nada queda. Les evitaría el final de los de la moto por evidente, pero no, que sufran: se chocaron contra un carro que venía a toda "in the right direction", y acabaron en el techo del susodicho. De ahí, del techo, de la capota, los tuvo que bajar el agente de la fiscalía que vino a realizar el levantamiento de los cadáveres. ¿Se imaginan un "levantamiento" bajando? Así andamos de mal.
Nada funciona aquí. Ni la ley del talión ni la ley de Cristo. La primera, porque el Estado no la aplica ni la deja aplicar: ni raja ni presta el hacha como mi difunta mamá. La segunda, porque es intrínsecamente perversa. Cristo es el gran introductor de la impunidad y el desorden de este mundo. Cuando tú vuelves en Colombia la otra mejilla, de un segundo trancazo te acaban de desprender la retina. Y una vez que no ves, te cascan de una puñalada en el corazón.
En nuestro Hospital San Vicente de Paúl, en la sala de urgencias que llaman "la policlínica", siempre atestada, un pabellón de guerra en nuestra paz, son expertos en coser corazones: con cualquier hilo corriente de atar tamales los cosen y tan bien que vuelven a latir y a suspirar y a sentir el odio. Como aquí el que vive se venga, los que te cascaron se meten al hospital y te rematan saliendo de la operación exitosa: de cuatro o cinco o veinte tiros en el coconut a ver si los médicos antioqueños son tan buenos neurocirujanos como cardiólogos. Después van saliendo muy tranquilos, muy campantes, guardando el tote, a fumarse un "varillo" o a meter basuco. Un "varillo" es un simple cigarrillo de marihuana, y el basuco ya lo expliqué.
Curitas salesianos apologéticos, eminentísimos, profundísimos señores: ¿Que mis críticas son superficiales, triviales? Pues para mí, mula que pisa firme y no da traspié porque calcula paso por paso antes de ir a meter la pata, toda religión es insensata. Si uno las considera así, desde el punto de vista del sentido común, de la sensatez, se hace evidente la maldad, o en su defecto la inconsubstancialidad, de Dios, para decirlo con una palabreja escurridiza como un conejo que me saco de la manga de mi toga de prestidigitador escolástico para designar su no existencia.
¡Claro que no existe! Pongo mis cinco sentidos alerta más la antena del televisor a ver si lo capto, pero no, nada, todo borroso. Lo único que existe es lo que veo: un conejo. Y el conejo se va… En cuanto a Cristo, ¡cómo se va a realizar Dios, que es necesario, por los caminos contingentes, concretos, de un hombre! Y rabioso. Me gustaría ver a ése funcionando en Medellín, tratando de sacar a fuete a los mercaderes del centro; no alcanza a llegar vivo a la cruz: se lo despachan antes de una puñalada con todo y fuete. ¿Rabieticas aquí?
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