Las comunas son, como he dicho, tremendas. Pero no me crean mucho que sólo las conozco por referencias, por las malas lenguas: casas y casas y casas, feas, feas, feas, encaramadas obscenamente las unas sobre las otras, ensordeciéndose con sus radios, día y noche, noche y día a ver cuál puede más, tronando en cada casa, en cada cuarto, desgañitándose en vallenatos y partidos de fútbol, música salsa y rock, sin parar la carraca. ¿Cómo le hacía la humanidad para respirar antes de inventar el radio? Yo no sé, pero el maldito loro convirtió el paraíso terrenal en un infierno: el infierno. No la plancha ardiente, no el caldero hirviendo: el tormento del infierno es el ruido. El ruido es la quemazón de las almas.
Cada comuna está dividida en varios barrios, y cada barrio repartido en varias bandas: cinco, diez, quince muchachos que forman una jauría que por donde orina nadie pasa. Es la tan mentada "territorialidad" de las pandillas que se estaba decidiendo la otra tarde en Sabaneta. Por razones "territoriales", un muchacho de un barrio no puede transitar por las calles de otro. Eso sería un insulto insufrible a la propiedad, que aquí es sagrada. Tanto pero tanto tanto que en este país del Corazón de Jesús por unos tenis uno mata o se hace matar. Por unos tenis apestosos estamos dispuestos a irnos a averiguar a qué huele la eternidad. Yo digo que a perfume neutro. Pero no nos desviemos de las comunas de aquí abajo y sigamos subiendo, viendo: ojos secretos nos espían por las rendijas: ¿Quiénes seremos? ¿Qué querremos? ¿A qué vendremos? ¿Seremos sicarios contratados, o vendremos a contratar sicarios?
Asolados por las bandas, se ven aquí y allá negocitos entre rejas: una venta, por ejemplo, de aguardiente, o un "granero" con su extenso surtido de cuatro plátanos, cuatro yucas y unos limones podridos. Los limones de Colombia son una vergüenza, no se dan; el musgo de la humedad los asfixia. Aquí nunca tendremos limones buenos. Ni cine: al que le da por filmar le roban las cámaras. Si no, ¡qué película no te harías para Colombia y la eternidad que nos diera la palma de oro del Festival de Cannes! Por estas callejuelas empinadas, por estas escalinatas de cemento que van subiendo lentamente, cansadamente, dolorosamente rumbo al cielo, que no es nuestro, ascendiendo de escalón en escalón y los escalones tallados en las laderas de la montaña, en su tierra amarilla y yerma, en el mismo barro de que hizo Dios al hombre, su juguete, perdiéndonos en el laberinto de los callejones y de los odios, tratando de desentrañar lo inextricable, la trama enmarañada de los rencores y los ajustes de cuentas que se heredan de padres a hijos y se pasan de hermanos a hermanos como el sarampión, ¿qué decía? Que qué película tan hermosa, tan dolorosa no haríamos. Pero no, ésos son sueños y los sueños sueños son. Y a Medellín, además, el cine y la novela le quedan muy chiquitos. Algún día, cuando menos lo pensemos, queriendo o no queriendo, iremos a dar a la morgue a ver si sí o si no, a contar cadáveres, a sumárselos a las cifras desorbitadas de la Muerte, mi señora, la única que aquí reina.
Sí señor. La lucha implacable es a muerte, esta guerra no deja heridos porque después se nos vuelven culebras sueltas. No señor.
Antaño, en época de lluvias bajaban por los barriales resbalando, patinando; eran montañas sin calles, tierreros, pero por donde se podía transitar libremente. Estos barrios cuando los fundaron eran, como se dice, "barrios de puertas abiertas". Ya nunca más. Las guerras de las bandas están casadas: de barrio con barrio, de cuadra con cuadra. Una muerte trae otra muerte y el odio más odio. Esto es así, la ley del gato que gira y gira queriendo agarrarse la cola. Y las rachas de violencia que no apagan los entierros… Por el contrario, las encienden. Se diría que en las comunas los destinos de los vivos están en manos de los muertos. El odio es como la pobreza: son arenas movedizas de las que no sale nadie: mientras más chapalea uno más se hunde.
¿Cómo puede matar uno o hacerse matar por unos tenis? preguntará usted que es extranjero. Mon cher ami, no es por los tenis: es por un principio de Justicia en el que todos creemos. Aquel a quien se los van a robar cree que es injusto que se los quiten puesto que él los pagó; y aquel que se los va a robar cree que es más injusto no tenerlos. Y van los ladridos de los perros de terraza en terraza gritándonos a voz en cuello que son mejores que nosotros.
Desde esas planchas o terrazas de las comunas se divisa a Medellín. Y de veras que es hermoso. Desde arriba o desde abajo, desde un lado o desde el otro, como mi niño Alexis. Por donde lo mire usted. Rodaderos, basureros, barrancas, cañadas, quebradas, eso son las comunas. Y el laberinto de calles ciegas de construcciones caóticas, vivida prueba de cómo nacieron: como barrios "de invasión" o "piratas", sin planificación urbana, levantadas las casas de prisa sobre terrenos robados, y defendidas con sangre por los que se los robaron no se las fueran a robar. ¿Un ladrón robado? Dios libre y guarde de semejante aberración, primero la muerte. Aquí el ladrón no se deja, mata por no dejarse o se hace matar. Y es que en Colombia la posesión de lo robado y la prescripción del delito hacen la ley. Es cuestión de aguantar. Después, poco a poco, de ladrillito en ladrillito, va construyendo uno la segunda planta de la casa sobre la primera, como el odio de hoy se construye sobre el odio de ayer.
Parados en una esquina de las comunas, los sobrevivientes de las bandas esperan a ver quién viene a contratarlos o a ver qué pasa. Ni nadie viene ni nada pasa: eso era antes, en los buenos tiempos, cuando el narcotráfico les encendía las ilusiones. No sueñen más, muchachos, que esos tiempos, como todo, ya pasaron. ¡O qué! ¿También se creyeron ustedes eternos porque se estaban muriendo rápido? Parchados en una esquina de las comunas, viendo correr las horas desde una encrucijada del tiempo, los muchachos de las antiguas bandas hoy son fantasmas de lo que fueron. Sin pasado, sin presente, sin futuro, la realidad no es la realidad en las barriadas de las montañas que circundan a Medellín: es un sueño de basuco. En tanto, la Muerte sigue subiendo, bajando, incansable, por esas calles empinadas. Sólo nuestra fe católica más nuestra vocación reproductora la pueden contrarrestar un poco.
Si de las comunas la que más me gusta es la nororiental, de los presidentes de Colombia el que prefiero es Barco. Por sobre el terror unánime, cuando plumas y lenguas callaban y culos temblaban le declaró la guerra al narcotráfico (él la declaró aunque la perdimos nosotros, pero bueno). Por su lucidez, por su memoria, por su inteligencia y valor, vaya aquí este recuerdo. Pensando que todavía era ministro del presidente Valencia, que gobernó veintitantos años atrás, le expresaba lo siguiente al doctor Montoya, su secretario, el suyo: "Voy a aconsejarle al presidente, en el próximo Consejo de Ministros, que le declare la guerra al narcotráfico".
Y el doctor Montoya, su memoria y conciencia, le corregía: "El presidente es usted, doctor Barco, no hay otro". "Ah… -decía él pensativo-. Entonces vamos a declarársela". "Ya se la declaramos, presidente". "Ah… Entonces vamos a ganarla". "Ya la perdimos, presidente -le explicaba el otro-. Este país se jodió, se nos fue de las manos". "Ah…" Y eso era todo lo que decía. Después tornaba a su obnubilación, a las brumas de su desmemoria.
Tumbado de la tarima el candidato ambicioso, montándose sobre su cadáver subió, después de Barco, la criaturita que hoy tenemos, el lorito gárrulo. Y las encuestas lo favorecen, todos decimos que sí, que sí, que sí. Que lo está haciendo "de lo más de bien", como dicen.
Al Sumo Pontífice o capo de los capos o gran capo, para protegerlo de sus enemigos, los otros capos, esta ocurrencia que tenemos de presidente le construyó una fortaleza con almenas llamada La Catedral, y pagó para que lo cuidaran, con dinero público (o sea tuyo y mío, que lo sudamos), un batallón de guardias del pueblo de Envigado que el gran capo escogió: "Quiero a éste, a aquél, a aquel otro. A ese de más allá no lo quiero porque no le tengo confianza".
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