Fernando Vallejo - La Virgen De Los Sicarios

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La Virgen de los Sicarios es un retrato alucinado de la violencia y la degeneración social de esa ciudad durante la década pasada, un extenso monólogo, sin divisiones en capítulos, de un personaje maduro -un homosexual que dice ser gramático de profesión- quien cuenta su relación amorosa con Alexis, uno de los muchos adolescentes convertidos en asesinos a sueldo.
El protagonista se sumerge en el mundo de su amante: su devoción por la Virgen (Alexis, como todos los sicarios lleva siempre tres escapularios deMaría Auxiliadora), sus aficiones sencillas (escuchar radio, ver televisión), pero también las guerras entre las pandillas de las diversas comunas (barrios pobres) de Medellín, y los numerosos asesinatos cometidos por Alexis. Las similitudes entre la descripción de esta ciudad, con las montañas tugurizadas que la rodean, y ciertos paisajes de la Divina Comedia ya han sido señaladas por la crítica.

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Treinta y tres millones de colombianos no caben en toda la vastedad de los infiernos. Hay que dejar un espacio prudente entre dos de ellos para que no se maten, digamos una cuadra, de suerte que si no se pueden ver por lo menos se divisen. ¡Pero miren qué hacinamientos! Millón y medio en las comunas de Medellín, encaramados en las laderas de las montañas como las cabras, reproduciéndose como las ratas. Después se vuelcan sobre el centro de la ciudad y Sabaneta y lo que queda de mi niñez, y por donde pasan arrasan. "Acaban hasta con el nido de la perra" como decía mi abuela, pero no de ellos: de sus treinta nietos.

Mi abuela no conoció las comunas, se murió sin. En santa paz.

Entramos en la iglesia, pasamos ante el Señor Caído, y seguimos hasta el altar del fondo en la nave izquierda, el de María Auxiliadora, la virgencita alegre con el Niño, flotando sobre un mar de ofrendas de flores y constelada de estrellas. Adultos y viejos llenaban la iglesia y, cosa notable, muchachos con el corte de pelo de los punkeros, rezando, confesándose: los sicarios. ¿Qué pedirán? ¿De qué se confesarán? ¡Cuánto daría por saberlo y sus exactas palabras! Saliendo como una luz turbia de la oscuridad de unos socavones, esas palabras me revelarían su más profunda verdad, su más oculta intimidad. "Yo debo de ser muy malo, padre, porque he matado a quince". ¿Eso, por ejemplo? La presencia de tantos jóvenes en la iglesita de Sabaneta me causaba asombro. Pero ¿asombro por qué? También yo estaba allí y veníamos á buscar lo mismo: paz, silencio en la penumbra. Tenemos los ojos cansados de tanto ver, y los oídos de tanto oír, y el corazón de tanto odiar.

" Madre Sant í sima, Mar í a Auxiliadora, se ñ ora de bondad y de misericordia, posternado a vuestros pies y avergonzado de mis culpas, lleno de confianza en vos os suplico atend á is este ruego: que cuando llegue mi ú ltima hora, por fin, acud á is en mi socorro para que tenga la muerte del justo. Ahuyentad al esp í ritu maligno y su silbo traicionero, y libradme de la condenaci ó n eterna, que la pesadilla del infierno ya la he vivido en esta vida y con creces: con mi pr ó jimo. Am é n".

A ver, ustedes que dizque son tan buenos católicos ¿me sabrán decir en qué iglesia de Medellín está San Pedro Claver? En la de la Sagrada Familia no. En la del Carmelo no. En la del Rosario no. En la del Calvario tampoco. ¿Dónde pues? En la iglesia de San Ignacio, en la nave derecha. ¿Y en dónde está el beato de la Colombiére? ¿En la de la Asunción? ¿En la de la Visitación? ¿En la de Cristo Rey? ¿En la de Jesús Obrero? No, no, no y tampoco. En ninguna de ésas está: está también en la de San Ignacio, en el altar mayor, al lado de éste. ¿Y saben, por lo menos, en cuál está San Cayetano? Pues sepan por si no lo saben que en la de San Cayetano, como San Blas en la de San Blas, y San Bernardo en la de San Bernardo.

Ciento cincuenta iglesias tiene Medellín, mal contadas, casi como cantinas, una exageración, y descontando las de las comunas a las que sólo sube mi Dios con escolta, las conozco todas. Todas, todas, todas. A todas he ido a buscarlo. Por lo general están cerradas y tienen los relojes parados a las horas más dispares, como los del apartamento de mi amigo José Antonio donde conocí a Alexis. Relojes que son corazones muertos, sin su tictac.

Ha de saber Dios que todo lo ve, lo oye y lo entiende, que en su Basílica Mayor, nuestra Catedral Metropolitana, en las bancas de atrás se venden los muchachos y los travestis, se comercia en armas y en drogas y se fuma marihuana. Por eso, cuando está abierta, suele haber un policía vigilando. Pregúntenle a ver si invento. ¿Y Cristo dónde está? ¿El puritano rabioso que sacó a fuete a los mercaderes del templo? ¿Es que la cruz lo curó de rabietas, y ya no ve ni oye ni huele? Al olor sacrosanto del incienso se mezcla el de la marihuana, la que sopla desde afuera, desde el atrio, o la que se fuma adentro. La mezcla te produce cierta religiosa alucinación y ves o no ves a Dios, dependiendo de quien seas.

Años hace que no venía a esta catedral al Oficio de Difuntos, a rezar por Medellín y su muerte, pero ahora Alexis, mi niño, me acompaña. He dejado de ser uno y somos dos: uno solo inseparable en dos personas distintas. Es mi nueva teología de la Dualidad, opuesta a la de la Trinidad: dos personas que son las que se necesitan para el amor; tres ya empieza a ser orgía. Viniendo de la catedral, en el parque de Bolívar donde Junín desemboca a éste, en ese Centro Comercial de ladrillo que construyeron sobre el sitio mismo en que se levantaban, siglos ha, arqueológicamente, las dos cantinas de mi juventud, el Metropol y el Miami, ahí presenciamos la escena: un gamincito sucio y grosero insultaba llorando a un policía: "¡Gonorrea! -le decía-. ¡Por qué me pegaste, gonorrea!" Y tres de los espectadores del corrillo defendiéndolo. Son esos defensores de los "derechos humanos", o sea los de los delincuentes, que aquí surgen por todas partes espontáneamente para sumársele al "defensor del pueblo" que instituyó la nueva Constitución que convocó el bobo marica. Yo no sé por qué le pegaría el policía y si le pegó, pero la palabra en boca de ese niño era la más cargada de rencor y de odio que he oído en mi vida. ¡Y miren que he vivido! "¡Gonorrea!" El infierno entero concentrado en un taco de dinamita. "Si este hijueputica -pensé yo- se comporta así de alzado con la autoridad a los siete años, ¿qué va a ser cuando crezca? Éste es el que me va a matar". Pero no, mi señora Muerte tenía dispuesto para esta criaturita otra cosa esa tarde. El policía, uno de esos jovencitos bachilleres que están reclutando ahora para lanzarlos, sin armas y atados de manos por las alcahueterías de la ley, al foso de los leones, no sabía qué hacer, qué decir. Y los tres defensores enfurecidos, abogando por el minúsculo delincuente y cacariando, amparados desde la valentía cobarde de la turbamulta, que dizque estaban dispuestos que dizque a hacerse matar, que dizque si fuera necesario, del que no tenía armas. Pues se hicieron pero del que sí: sacó el Ángel Exterminador su espada de fuego, su "tote", su "fierro", su juguete, y de un relámpago para cada uno en la frente los fulminó. ¿A los tres? No bobito, a los cuatro. Al gamincito también, claro que sí, por supuesto, no faltaba más hombre. A esta gonorreíta tierna también le puso en el susodicho sitio su cruz de ceniza y lo curó, para siempre, del mal de la existencia que aquí a tantos aqueja.

Sin alias, sin apellido, con su solo nombre, Alexis era el Ángel Exterminador que había descendido sobre Medellín a acabar con su raza perversa. "Vaya a buscar a su superior -le aconsejé al pobre policía jovencito cuando lo vi tan perplejo- y le cuenta lo que pasó, y que después decidan ellos, con cabeza fría, cómo ocurrieron las cosas". Y seguí mi camino tras Alexis, y sin más tomamos el primer taxi que pasó. "¿Qué pasó?" preguntó el desgraciado taxista viendo el tropel que se armaba afuera, y subiéndole instintivamente al radio a ver si daban la noticia. "Nada -contesté-. Cuatro muertos. Y apague el loro que venimos supremamente ofuscados". Se lo dije en uno de esos tonos que he cogido que no admiten réplica, y dócil, sumiso, vil, lo apagó.

De las comunas de Medellín la nororiental es la más excitante. No sé por qué, pero se me metió en la cabeza. Tal vez porque de allí, creo yo, son los sicarios más bellos. Mas no pienso subir a constatarlo. Si la Muerte me quiere, si está enamorada de mí, que baje aquí.

"Enamorada" dije y efectivamente, en el sentido de las comunas. Como cuando un muchacho de allí dice: "Ese tombo está enamorado de mí". Un "tombo" es un policía, ¿pero "enamorado"? ¿Es que es marica? No, es que lo quiere matar. En eso consiste su enamoramiento: en lo contrario. Cualquier sociólogo chambón de esos que andan por ahí analizando en las "consejerías para la paz", concluiría de esto que al desquiciamiento de una sociedad se sigue el del idioma. ¡Qué va! Es que el idioma es así, de por sí ya es loco. Y la Muerte una obsesiva laboradora. No descansa. Ni lunes ni martes ni miércoles ni jueves ni viernes ni sábados y domingos, fiestas civiles y de guardar, puentes y superpuentes, días del padre, de la madre, de la amistad, del trabajo… ¡Del trabajo, carajo, ni ése descansa! Pero trabajando así, con tanto tesón, sin crear nuevas fuentes de empleo disminuye el desempleo que aquí, según dicen los tanatólogos, es el que trae más violencia. O sea que mientras más muertos menos muertos. Mi señora Muerte pues, misiá, mi doña, la paradójica, es la que aquí se necesita. Por eso anda toda ventiada por, Medellín día y noche en su afán haciendo lo que puede, compitiendo con semejante paridera, la más atroz. Este continuo nacer de niños y el suero oral le están sacando canas.

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