Fernando Vallejo - La Virgen De Los Sicarios

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La Virgen de los Sicarios es un retrato alucinado de la violencia y la degeneración social de esa ciudad durante la década pasada, un extenso monólogo, sin divisiones en capítulos, de un personaje maduro -un homosexual que dice ser gramático de profesión- quien cuenta su relación amorosa con Alexis, uno de los muchos adolescentes convertidos en asesinos a sueldo.
El protagonista se sumerge en el mundo de su amante: su devoción por la Virgen (Alexis, como todos los sicarios lleva siempre tres escapularios deMaría Auxiliadora), sus aficiones sencillas (escuchar radio, ver televisión), pero también las guerras entre las pandillas de las diversas comunas (barrios pobres) de Medellín, y los numerosos asesinatos cometidos por Alexis. Las similitudes entre la descripción de esta ciudad, con las montañas tugurizadas que la rodean, y ciertos paisajes de la Divina Comedia ya han sido señaladas por la crítica.

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Añoré mi viejo barrio de Boston donde nací, de nobles casas con alero para que cuando lloviera nos escampáramos los parroquianos que íbamos a misa.

¿Se les hace impropio un viejo matando a un muchacho? Claro que sí, por supuesto. Todo en la vejez es impropio: matar, reírse, el sexo, y sobre todo seguir viviendo. Salvo morirse, todo en la vejez es impropio. La vejez es indigna, indecente, repulsiva, infame, asquerosa, y los viejos no tienen más derecho que el de la muerte. En la laguna azul sombría me estaba hundiendo. Era azul de nombre pero de aguas verdes, traicioneras. Su alma pantanosa enredada en mohos y en algas pegajosas me jalaba hacia el fondo. Las algas soltaban un veneno verde que era el que le daba su color falaz a la laguna azul. ¿Y quién dijo que yo lo iba a matar? Para eso están aquí los sicarios, para que sirvan, como las putas, y los contraten los que les puedan pagar. Ellos son los cobradores de las deudas incobrables, de sangre o no. Y valen menos que un plomero. Es la última ventaja que nos queda en este cuadro de desastres.

Mientras en las comunas seguía lloviendo y sus calles, ríos de sangre, seguían bajando con sus aguas de diluvio a teñir de rojo el resumidero de todos nuestros males, la laguna azul, en mi desierto apartamento sin muebles y sin alma, solo, me estaba muriendo, rogándoles a los de la policlínica que le cosieran, como pudieran, aunque fuera con hilo corriente, a mi pobre Colombia el corazón.

Luego entraba adonde el director a pedirle que mandara cerrar las puertas del hospital porque por todas partes venían a rematarla asesinos contratados, sicarios. Después me iba con Alexis rumbo al centro. A lo lejos, sobre el mar de bruma alucinada que cubría el centro, flotaba la alta cúpula de la iglesia de San Antonio. Hacia allá nos dirigíamos pero rasgando para poder seguir, para poder pasar, las densas capas de bruma. Entrábamos a la iglesia y resulta que era un cementerio. Tumbas y tumbas y tumbas mohosas. Y yo solo, muriéndome, sin un alma buena que me trajera un café ni un novelista de tercera persona que atestiguara, que anotara, con papel y pluma de tinta indeleble para la posteridad delirante lo que dije o no dije.

Una mañana me despertó el sol, que entraba por las terrazas y los balcones a raudales, llamándome. Y una vez más, obediente, obsecuente, le hice caso a su llamado y me dejé engañar. Me levanté, me bañé, me afeité y salí a la calle. Camino al parque del barrio de La América por la Avenida San Juan, en una cafetería que tenía el radio prendido me tomé un café. ¿Cuántos meses habrían pasado, cuántos años? Semanas si acaso porque seguía el mismo presidente, la misma lora gárrula leyendo con su vocecita inarmónica los mismos discursos zalameros, embusteros, que le hicieron. Repitiéndose, como si se hubiera detenido el tiempo. Cuando paró de retransmitirse el pajarraco deslenguado, el radio, reconfortante como un café caliente, oficioso y mañanero, pasó a darnos las noticias de la noche que acababa y las cifras de los muertos. Que anoche no habían sido sino tantos… La vida seguía pues.

"Tened fe y veréis qué cosa son los milagros", dijo San Juan Bosco y en efecto, la iglesia de La América estaba abierta. Entré, y en el primer altar, el del Señor Caído, arrodillándome, le pedí al Todopoderoso que puesto que no me mandaba la muerte me devolviera a Alexis. A Él, que todo lo sabe, lo ve, lo puede. Desde el altar mayor presidiendo la iglesia, de negro, aureolada por los destellos de su pequeño resplandor dorado, la Virgen Dolorosa me miraba. La iglesia estaba desierta. Más vacía que la vida de un sicario que quema los billetes que le sobran en el fogón.

De mala sangre, de mala raza, de mala índole, de mala ley, no hay mezcla más mala que la del español con el indio y el negro: producen saltapatrases o sea changos, simios, monos, micos con cola para que con ella se vuelvan a subir al árbol. Pero no, aquí siguen caminando en sus dos patas por las calles, atestando el centro. Españoles cerriles, indios ladinos, negros agoreros: júntelos en el crisol de la cópula a ver qué explosión no le producen con todo y la bendición del papa. Sale una gentuza tramposa, ventajosa, perezosa, envidiosa, mentirosa, asquerosa, traicionera y ladrona, asesina y pirómana. Ésa es la obra de España la promiscua, eso lo que nos dejó cuando se largó con el oro. Y un alma clerical y tinterilla, oficinesca, fanática del incienso y el papel sellado. Alzados, independizados, traidores al rey, después a todos estos malnacidos les dio por querer ser presidente. Les arde el culo por sentarse en el solio de Bolívar a mandar, a robar. Por eso cuando tumban los sicarios a uno de esos candidatos al susodicho de un avión o una tarima, a mí me tintinea de dicha el corazón.

Yendo por la carrera Palacé entre los saltapatrases, los simios bípedos, pensando en Alexis, llorando por él, me tropecé con un muchacho. Nos saludamos creyendo que nos conocíamos. ¿Pero de dónde? ¿Del apartamento de los relojes? No. ¿De la televisión? Tampoco. Ni él ni yo habíamos salido nunca en la televisión, o sea que prácticamente ni existíamos. Le pregunté que para dónde iba y me contestó que para ninguna parte. Como yo tampoco, bien podíamos seguir juntos sin interferimos.

Tomando hacia ninguna parte por la calle Maracaibo desembocamos en Junín. Al pasar por el Salón Versalles recordé que llevaba días sin comer y le pregunté al muchacho si había almorzado. Me contestó que sí, que antier. Entonces invité a almorzar al faquir.

Mientras almorzábamos los dos faquires le pregunté su nombre: ¿Se llamaba Tayson Alexander acaso, para variar? Que no. ¿Y Yeison? Tampoco. ¿Y Wílfer? Tampoco. ¿Y Wílmar? Se río. ¿Que cómo lo había adivinado? Pero no lo había adivinado, simplemente eran los nombres en voga de los que tenían su edad y aún seguían vivos. Le pedí que anotara, en una servilleta de papel, lo que esperaba de esta vida. Con su letra arrevesada y mi bolígrafo escribió: Que quería unos tenis marca Reebock y unos jeans Paco Ravanne. Camisas Ocean Pacific y ropa interior Kelvin Klein. Una moto Honda, un jeep Mazda, un equipo de sonido láser y una nevera para la mamá: uno de esos refrigeradores enormes marca Whirpool que soltaban chorros de cubitos de hielo abriéndoles simplemente una llave… Caritativamente le expliqué que la ropa más le quitaba que le ponía a su belleza. Que la moto le daba status de sicario y el jeep de narcotraficante o mafioso, gentuza inmunda. Y el equipo de sonido ¿para qué? ¡Para qué más ruido afuera con el que llevábamos adentro! ¿Y para qué una nevera si no iban a tener qué meter en ella? ¿Aire? ¿Un cadáver? Que se tomara su sopita y se olvidara de ilusos sueños…

Se rió y me dijo que anotara a mi vez, por el reverso de la servilleta, lo que yo esperaba de esta vida. Iba a escribir "nada" pero se me fue escribiendo su nombre. Cuando lo leyó se rió y alzó los hombros, gesto que prometía todo y nada. Le pregunté si se le ponía tilde a "Wílmar" y me contestó que daba igual, que como yo quisiera. "Entonces digamos que sí".

Dejando el Salón Versalles que de Versalles no tiene un aplique, un carajo, tomando por Junín abajo rumbo a ninguna parte se soltó a llover. Estábamos frente a la iglesia de San Antonio, que no conocía. ¿O sí? ¿No la había visto pues en sueños con Alexis vuelta un cementerio en brumas? Le dije a Alexis, perdón, a Wílmar que entráramos.

La iglesia tiene dos entradas: una por la fachada de la cúpula, otra por la de las torres. Por la de la cúpula entramos. Subiendo por la escalinata del pórtico, bajo unas bóvedas góticas, antes de entrar uno a la iglesia ve a la derecha una inmensa cripta de osarios. Susurros de almas en pena rasgaban las brumas del tiempo eterno. ¡Claro, ése era el cementerio de mi delirio! Pasamos a la iglesia y miré hacia arriba, y por primera vez vi desde adentro la alta cúpula que había visto desde afuera mi vida entera dominando el centro de Medellín.

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