Esa mañana habíamos desfilado por el centro de Medellín en la procesión del Corpus Christi. Lentamente, pausadamente, a vuelta solemne de rueda, había avanzado nuestra carroza por entre la multitud admirada, incrédula, que se negaba a creer lo que veían sus ojos, que se pudiera dar tanta majestad concentrada en este mundo. En nuestro cuadro pío, inmóvil aunque semoviente, que se deslizaba etéreo por entre las nubes, como navegando sobre un mar de cabezas humanas, yo hacía de misionero salesiano. ¿Me imaginan ustedes a mí, de ocho años, mintiendo así?
Cuánto tiempo no ha pasado y aún no olvido esa mañana en que el delincuente de Juan Bosco me quiso matar. Reconozco, eso sí, que el santo que se descabezó, con todo y lo ñato que era, se veía menos mal que el que entronizaron en su lugar, en su altar, con perfiladita nariz aguileña, griega, y sonrisita marica, falsa, pérfida. Y mientras salía con Wílmar de la iglesia, por asociación de narices se me vino a la memoria ese detective criminal que andaba por Junín persiguiendo maricas y que le decían El Ñato. ¡Cuánto hace que se murió, que lo mataron, también! En el cruce de Maracaibo con la que es hoy Avenida Oriental, disparándole desde una moto…
"Mira Wílmar, fíjate ahora que lleguemos a la estatua, que tiene en el pedestal, entre los leones, el mármol rajado". Y efectivamente, el mármol del pedestal de la estatua de Córdoba del parque de Boston seguía rajado donde indiqué, desde hacía años y para toda la eternidad. Y es que mármol quebrado no se junta, como no se puede reinstalar en su cáscara un huevo frito. "Ese mármol, de una pedrada, yo lo quebré". Y no había tampoco vidrio de casa que resistiera una andanada nuestra de piedras y de maldad. La niñez es como la pobreza, dañina, mala.
Entonces, cuando estábamos en estos razonamientos profundos, que se nos aparece ¿saben quién? ¡El Difunto! "Difuntico, ¿tú por aquí? ¡Qué milagro! ¡Y fuera de tus dominios, en mi barrio de Boston! Yo te hacía ya muerto". Que no, que andaba de vacaciones en La Costa. Que el que sí se murió, esta mañana, fue El Ñato. "¿Cuál Ñato?" "Pues el tira de Junín, que detestaba a los maricas". Que en el cruce de Maracaibo con la Avenida Oriental, desde una moto unos sicarios lo quebraron. "¡No puede ser! -exclamé asombrado-. Al Ñato sí lo mataron, y ahí, en ese mismo punto del espacio, pero hace treinta años, cuando ni siquiera habían abierto la Avenida Oriental, que era una calle estrecha. Más aún: él fue de los con que inauguraron esta modalidad de disparar desde una moto. Fue el pionero". Que no, que ése sería otro, que el que él decía lo acababan de matar donde dijo, esta mañana. Que fuera al entierro a ver si no era cierto. Y me dio la dirección de la casa donde lo iban a velar. Le dije que pensaba ir por la tarde, pero que aparte de eso ¿qué más? ¿No irían a venir enseguida también, por nosotros, los de la moto? Que no, que por hoy no me preocupara.
Me despedí de El Difunto reconfortado por sus palabras aunque a la vez inquieto por la perspectiva insidiosa de que al Ñato, y en general al ser humano (pues a juzgar por su maldad sin duda era eso), lo pudieran matar dos veces. ¿Podía eso ser? Por la preocupación se me olvidó preguntarle al Difunto por sus vacaciones en La Costa. ¿Vacaciones de qué?
Irreconocible, espléndido como a veces me gusta aparecer, salí esa tarde con Wílmar de mi apartamento como el rey Felipe, todo de negro hasta los pies vestido. Wílmar no daba crédito a sus ojos. Nunca estuvo más orgulloso de este su servidor con que andaba. ¿Los mendigos? Ni se atrevían a pedir. Se abrían en abanico para darnos paso. ¡Qué tipazo! Con decirles que el taxista cuando nos subimos al taxi apagó instintivamente el radio. ¿Que adonde deseaba ir el señor doctor?
Le di la dirección que me dio El Difunto: a la falda tal de Manrique Oriental. "Falda" llaman en esta ciudad insensata a una subida, a una calle en pendiente. ¡Díganme si están o no están de atar! Falda, hasta donde yo entiendo, es la de las mujeres, corta o larga, larga o corta, ¿pero una subida? En fin, que ahí vamos por Manrique que es un barrio cuesta arriba como esta vida, una pared parada, buscando entre sus faldas esa falda.
En Manrique (y lo digo por mis lectores japoneses y servocróatas) es donde se acaba Medellín y donde empiezan las comunas o viceversa. Es como quien dice la puerta del infierno aunque no se sepa si es de entrada o de salida, si el infierno es el que está p'allá o el que está p'acá, subiendo o bajando. Subiendo o bajando, de todos modos la Muerte, mi comadre, anda por esas faldas entregada a su trabajo sin ponerle mala cara a nadie. Es como yo, su ahijado, que carezco de reparos idiomáticos. Todo me gusta.
Llegamos a la casa del Ñato, y puesto que la puerta estaba abierta entramos, sin llamar. El ataúd lo tenían instalado en el corredor para que se pudieran explayar más a gusto los dolientes por el patio. Instalada entre cirios la caja negra, y un Cristo doliente enfrente. Un rumor sordo de rezos nos recibió, con olor a pabilos chamuscados. Eran los cirios quemándose, preludio efímero de la eternidad. Recibían las condolencias las dos hermanas del muerto, unas señoritas ancianas muy dignas, muy respetables, cosa que jamás hubiera sospechado yo en tratándose de quien se murió. Bueno, "se" murió aquí no me gusta, lo quito: lo murieron.
Ante el asombro unánime, la expectativa general, me acerqué a darles el pésame. "¿Quién sería ese señor de negro con esa pinta, con ese porte, con esa dignidad?" se preguntaban todos. Yo. Yo era. Y el que dice "yo" habló: "Somos nada, señoritas, briznas en el huracán, pavesas, un espartillo en las manos del Creador -(un "espartillo" es una especie de yerba seca)-. Que El que Todo lo Puede lo haya acogido en su seno". Me agradecieron con dignidad sobria, sin aspavientos, sin alharacas. Entonces les pedí, en nombre de la amistad que me había ligado en vida al difunto, y del cariño que por él sentí (mentiras, mentiras, mentiras), que me lo dejaran ver por última vez.
Con breve gesto de cabeza asintieron y me acerqué al ataúd. Lo abrí. Y en efecto, era El Ñato, el mismo hijueputa. Las bolsas bajo los ojos, la nariz ñata, el bigotico a lo Hitler… Igualito. Era porque era. Pero si habían pasado treinta años, ¿cómo podía seguir igual? Ahí les dejo, para que lo piensen, el problemita.
Al levantar mi cabeza del muerto y apartarme ligeramente del ataúd, dos loras que había en una percha lo vieron. Y que lo ven y se sueltan: "¡Hijueputa! -le gritaban-. ¡Malparido! ¡Marica!", y se la remachaban con sus lenguas gruesas. Y un rosario de insultos, una andanada pero de vulgaridades tales que no las puedo repetir aquí por pudor de idioma. Una de las dos señoritas viejas se acercó entonces a la caja, y discretamente le bajó la tapa. Y santo remedio, dejaron de verlo las loras y el chaparrón de insultos escampó.
Salí de esa casa con Wílmar y la mente confusa. Una de dos: O el que tuve ante mis ojos no era mi Ñato, o la Muerte de ociosa se había puesto a repasar a sus muertos. Pero si no era el Ñato de mi juventud, ¿por qué era idéntico? ¿Y por qué lo mataron igual, y en el mismo sitio y a la misma hora? ¿No sería que la realidad en Medellín se enloqueció y se estaba repitiendo? Ahora bien, si el Ñato que tuve enfrente era mi Ñato, ¿cómo le podían decir "marica" las loras a semejante foboloca? ¿No sería pura inquina de ellas, una calumnia postmortem? No, los animales no mienten ni odian. No conocen el odio ni la mentira, que son inventos exclusivamente humanos, como el radio o la televisión. Y en efecto, nunca se le conoció mujer al difunto. Ni hijos, ni por lo tanto nietos. ¡Pobre Ñato! Haber nacido marica y vivido y muerto sin poder serlo… A pocos les ha ido tan mal en este paseo.
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