Juan Saer - Responso

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En algo más de seis horas, desde la salida de la casa de Concepción cuando empezaba a anochecer hasta el alba del día siguiente, Barrios sentirá que el pasado, aunque reciente, es irrevocable. ¿Cómo habían sucedido las cosas? y, más aún, ¿por qué habían sucedido? El progresivo deterioro del sujeto, el autoritarismo del que es víctima y el peso de la conciencia van delineando a un personaje atravesado por una profunda precariedad: la existencia misma. Todos los núcleos de la escritura de Juan José Saer se anticiparon en esta obra imprescindible de su producción: la Historia del país como telón de fondo para relatar las historias individuales, la inestable relación entre el tiempo y el espacio, la memoria y la obsesiva descripción de lo mínimo hasta extrañar la percepción del lector (un parpadeo, un tintinear de la cuchara revolviendo en la taza de té). Responso, como esos rezos que se hacen por los difuntos, deja oír la lúcida voz narrativa de Saer, autor fundamental en el canon de la literatura argentina.

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A medida que se aproximaba al centro, el colectivo iba llenándose de pasajeros. Los asientos vacíos fueron ocupados y el pasillo se llenó de gente. Pero Barrios ni siquiera lo advirtió; estaba demasiado ocupado en planear su acción para los próximos días, iba a escribir una carta a La Nación para ofrecer esas notas sobre la agricultura; estaba seguro de que iban a aceptárselas. Pensó que estaba mal transar así ante esa gente, oligarcas todos, pero suspiró diciéndose que, al fin de cuentas, ellos tenían el dinero, y no quedaba más remedio. Del diario local, ni pensar; lo conocían demasiado bien como para querer tratar con él, más de un problema les había dado cuando estaba en el sindicato; y ellos tenían la memoria fuerte y obstinada, como corresponde a hombres bien alimentados. ("Bueno", pensó sonriendo, "el que me vea la facha no puede pensar que yo estoy muy mal alimentado que digamos".) Pero su obligación era ceder; esa era su responsabilidad; por otra parte, ya no estaba más en el partido, ya no le interesaba la política. Recordó al abogado que había ido a consultar cuando había querido entablarles juicio a los del sindicato, ese abogado Rivoire que le había dicho que era necesario tener paciencia y esperar la vuelta del general, y que lo había llamado "compañero". Últimamente se había hecho demócrata cristiano; lo había visto figurar como candidato en las últimas elecciones. Se había enterado leyendo un trozo de diario que había llevado al excusado para limpiarse. Si conseguía introducir esas notas agrícolas en La Nación , la cosa iba a marchar mejor en muchos sentidos; primero, económicamente, porque hacía dos años que vivía a los saltos, de lo que ganaba jugando, y de lo que pedía prestado. Rara vez llegaba a fin de mes sin tener que tirar la manga para pagar la pensión. Pero sobre todo podría volver junto a Concepción, vivir con ella otra vez hasta que fuesen separados por la muerte, como el cura había dicho. ¡Era tan breve la vida de cada hombre! Y esa perspectiva de felicidad la volvía mucho más breve todavía. "No sé bien", pensó. "Esta vez no sé bien qué es lo bueno y qué es lo malo. Pero hay algo dentro de mí que me hace desear con todas mis fuerzas una cosa y no la otra". Estaba exaltado, en éxtasis, en la plenitud de su emoción; y la espléndida imagen de paz que había forjado se quebró de golpe cuando el conductor gritó con voz tranquila: "¡Terminal de ómnibus!". Entonces se levantó alzando la máquina de escribir, y jadeando, comenzó a abrirse paso entre la multitud apretujada en el pasillo; cuando sus sucios zapatos negros pisaron el duro empedrado, el murmullo de protestas no se había acallado todavía en el interior del colectivo. Pero Barrios no oyó nada. Eran las ocho y media.

HERMOSURA

En la estación terminal de ómnibus la gente se apretujaba en los andenes charlando agrupada junto a los largos coches interurbanos que esperaban la hora de salida con el motor en marcha, mientras los gritos de los vendedores ambulantes, los canillitas y los heladeros y la música turbia y alegre de los altoparlantes, se elevaba por sobre el tumulto de las voces.

Barrios pasó de largo junto a los andenes y se dirigió al bar en busca de su amigo Hermosura. Una interminable fila de taxis se extendía junto al cordón de la vereda. Barrios buscó a Hermosura en el bar, y como no lo encontró se dirigió a la fila de taxis. El coche de Hermosura era uno de los últimos, y su dueño se hallaba sentado junto al volante, con el codo apoyado en el marco de la ventanilla, sosteniéndose la cabeza con la palma de la mano.

– Hola, Hermo -dijo Barrios, dándole unas palmaditas en el brazo.

Hermosura se tocó el sombrero gris de fieltro con los dedos y respondió al saludo de Barrios con aire aburrido.

– Hola -dijo.

Tenía una cara ovalada, una cabeza como un huevo asentado de punta sobre el grueso cuello; su nariz era grande y deforme, llena de poros negruzcos, como un pedazo de masilla mal trabajada. Sus ojos eran oscuros, pequeños y marrones Nunca sonreían.

– Vengo de visitar a mi mujer -dijo Barrios.

– Bueno -dijo Hermosura, con voz neutra. Pareció meditar un momento y en seguida agregó-: Entra por el otro lado. Si hago un viaje me acompañas.

Barrios dio unos saltitos alegres, pasando entre el coche de Hermosura y otro estacionado delante, y se metió en el automóvil, que parecía no haberse movido durante mucho tiempo, porque el Ford 37 de Hermosura se recalentaba fácilmente apenas se ponía en marcha y en ese momento no despedía ningún calor. Barrios depositó la máquina de escribir en el asiento, entre él y Hermosura. Éste la miró.

– ¿Y eso? -dijo.

– Una máquina de escribir -dijo Barrios-. Es mía; yo se la había dejado a mi mujer porque no la necesitaba, pero ahora me ha salido un trabajo y se la pedí de vuelta.

Hermosura gruñó, asintiendo, pero no dijo nada. La gente iba y venía por la vereda de la estación; bajo uno de los tres únicos árboles que adornaban la vereda había un kiosko de cigarrillos: un armario con un sol de noche encima; la luz del sol de noche iluminaba la fronda intrincada del árbol y las hojas verdes emitían unos vivos reflejos.

– Un trabajito en la profesión -dijo Barrios-. Cosa de nada.

Hermosura suspiró y cambió de posición, cruzándose de brazos. Parecía escuchar con suma atención a Barrios, pero no hacía ningún comentario; Barrios estaba habituado ya a sus silencios; conocía a Hermosura desde sus épocas de periodista, pero sólo después de haberse separado de Concepción y haber dejado el trabajo, había comenzado a intimar con él. Hacía por lo tanto cinco o seis años que se veían casi todos los días, en las cercanías de la estación de ómnibus, o en el restaurante "El Tropezón". Antes de tener el taxi, Hermosura había manejado durante mucho tiempo un colectivo del servicio urbano. Tenía aproximadamente la edad de Barrios.

– Para ir tirando, no más -dijo Barrios.

Súbitamente, Hermosura le dio un golpecito a la máquina de escribir con el puño.

– ¿Cuánto vale? -dijo.

– No sé -dijo Barrios, con aire de quien realiza cálculos mentales. Dieciocho o veinte mil, me parece.

Hermosura emitió un silbido de admiración.

– Lindo chiche -dijo, dándole otro golpecito.

Barrios emitió una oronda sonrisa.

– Lindo, sí; muy moderno -dijo.

– Ahí se armó la podrida -dijo Hermosura, mirando hacia la estación; una montonera de gente salía de los andenes y formaba cola frente a la parada de taxis. Seguro que acababan de llegar ómnibus de Rosario o de Buenos Aires. Hermosura puso el motor en marcha, mientras la fila de taxis estacionados junto a la vereda comenzaba a desplazarse lentamente hacia adelante.

– No -dijo Barrios-. Yo me quedo en el bar.

– Tengo servicio toda la noche -dijo Hermosura-. Pero de nueve a diez descanso. Mi socio se enfermó y tengo que hacerle el turno toda la noche.

– Te espero en el bar entonces -dijo Barrios.

Hermosura gruñó afirmativamente. Barrios descendió y pasando otra vez por delante del coche de Hermosura comenzó a caminar por la vereda en dirección al bar de la estación. Barrios experimentaba una especie de sentimiento de superioridad respecto de Hermosura que éste parecía reconocer y acatar sin mayores discusiones. Pero había cierto afecto en esa superioridad; y en el acatamiento natural y tranquilo de Hermosura parecía existir al mismo tiempo cierta indiferencia. Hermosura se dejaba conducir exteriormente por Barrios, pero no influir ni modificar. Parecía haber llegado a un punto de su vida en el que cualquier cosa le venía bien, menos perder su tranquilidad, un punto en el cual, al mismo tiempo, nada podía hacérsela perder, excepción hecha de la muerte. Pero Hermosura nunca pensaba en la muerte; más todavía; parecía no pensar jamás en nada. Sin embargo, Barrios se sentía bien a su lado, y quizá justamente por eso: porque la simple virtud de haber abolido de sí mismo todo pensamiento, puede hacer de un hombre la mejor de las compañías.

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