Sí; cosa de siete años más tarde, efectivamente. Una semana después que la mujer llegó a la casa, Hermosura cambió las dos camas turcas por una vieja cama de bronce de dos plazas, y una cuna de madera para la nena que fue ubicada junto a la cama. Por dos o tres años durmieron los tres en la misma pieza y cuando la nena comenzó a caminar la instalaron en la habitación de al lado. Durante esos siete años Hermosura trabajó para la mujer y la nena con la misma naturalidad con que había estado haciéndolo para sí mismo; al poco tiempo de vivir los tres juntos consiguió un empleo como taximetrista desde las nueve de la noche hasta las siete de la mañana, y continuó manejando el ómnibus municipal desde el mediodía hasta las siete de la tarde. La mujer, entretanto, no había cambiado mucho, y seguía tan fea y tan agria como siempre. De su pasado le contó muy pocas cosas. Era del campo y había vivido sola con su padre en una chacra miserable hasta que el malabarista de un circo que pasaba por el pueblo la tendió boca arriba en un maizal una noche y la dejó embarazada. El viejo la echó de la casa, llamándola puta, y ella se vino para la ciudad. Acababa de llegar la noche que Hermosura la encontró en el colectivo.
La mujer era eficiente en el trabajo de la casa, como todas las campesinas; sabía cocinar, lavaba la ropa, y limpiaba todas las mañanas; solamente en su persona era descuidada, y en la atención de la nena. No es que la golpeara o la maltratara de cualquier otra manera, sino que parecía mantener hacia ella una actitud de furiosa indiferencia, tan extrema y habitual que Hermosura sabía preguntarse si no hubiese sido más humano castigar a la criatura hasta hacerla sangrar. La chica creció taciturna y callada y cuando la madre la abandonó junto con su padre adoptivo era una criatura rubia y delgada, de grandes ojos azules y aire enfermizo, que todavía no había comenzado ni siquiera a ir a la escuela.
La casa de Hermosura estaba ubicada en un barrio alejado del centro pero cercano a una de las largas avenidas que atraviesan la ciudad. En el mismo barrio, y en una casa similar a la suya, aunque más grande, vivía un muchacho al que le decían el Lucho. Tendría en esa época unos veintidós o veintitrés años. Su padre era ferroviario, y él también había trabajado un par de años en las oficinas del ferrocarril, pero no se sabía quien lo había convencido de que tenía un no sé qué, algo de artista, algo particular, así que por amor a sí mismo, el Lucho fue perdiéndole afición al trabajo, y comenzó a faltar a la oficina de un modo cada vez más frecuente, hasta que dejó de ir por completo. En realidad era buen mozo, aunque muy bajo de estatura; tenía el pelo rubio cuidadosamente ondeado y peinado con brillantina y unas facciones tensas y regulares. No era esencialmente malo, no hacía nada peligroso ni atroz. Cuando dejó de ir al trabajo comenzó a levantarse cada vez más tarde y a reducir su vida de un modo tal que casi no salía de su casa, salvo para ir a la esquina de la avenida, pararse junto a la vidriera del almacén y decirle de vez en cuando cosas a las mujeres. Pero no groserías, que pudieran evidenciar alguna motivación francamente erótica de su conducta, sino cosas galantes, floridas, y a veces irónicas. Permanecía serio y tieso, mostrando su perfil coronado por el casquete ondeado del pelo endurecido por la brillantina, algo imbecilizado por el amor a sí mismo y la idea de su distinción. De tardecita se lo veía salir de su casa, atravesar las veredas irregulares semiocultas por la fronda de los paraísos y encaminarse hacia la avenida con paso lento y estudiado, con una expresión adquirida de tanto observar al detalle las caras de Intervalo y Misterix, y los duros primeros planos de Hollywood. En realidad, algo parecía haber estallado en el corazón del Lucho alrededor de los 20 años, un movimiento de su alma, peristáltico y final, latente de un modo oscuro durante muchos años, que se manifestaba en ese casi despiadado amor a sí mismo que cerraba su vida y la hacía pobre e irrespirable. Hermosura lo conocía desde que era casi un niño, y le llevaba algunos años. Lo sabía ver de vez en cuando en la esquina del almacén cuando iba para el trabajo. Por eso más que odio o furor experimentó asombro la noche que se le rompió el eje del coche y cuando regresó a su casa a las dos de la madrugada encontró al Lucho en su propia cama, la vieja cama de bronce que había cambiado unos años antes por dos camas turcas, abrazado a su mujer.
Asombro y alivio. Asombro porque los vio juntos, abrazados, porque su propia mujer le gritó en la cara que venían haciéndolo desde tres o cuatro años atrás dos o tres veces por semana, antes de que Hermosura hubiese tenido tiempo de abrir siquiera la boca. Y alivio porque si bien pensó que a él debía darle una paliza y a la mujer echarla de la casa, aunque no sentía ni la necesidad ni la convicción suficientes para hacerlo, al mismo tiempo sintió que también esa mujer era un ser humano, que había algo sobre la tierra capaz de arrojarla fuera de su furor y su desprecio y convertirla en alguien como todos los demás. Eso pensaba mientras echaba a golpes al Lucho de su casa, y esa era la razón por la que lo golpeaba con tranquilidad, casi con buen humor. El Lucho ni siquiera se defendió; se dejó golpear calladamente, y cuando estuvo en la calle se acomodó la onda rubia endurecida por la brillantina, y se fue a dormir. Hermosura se enteró después de que la mujer lo buscó al día siguiente, cuando hizo su valija y se fue de la casa. Se lo llevó con ella y se puso a ejercer la prostitución para mantenerlo. Al tiempo se mudaron de la ciudad, y Hermosura los perdió de vista.
La nena quedó con él, porque su madre la amenazaba cada vez que el Lucho iba a visitarla, diciéndole que si llegaba a decirle alguna vez una sola palabra a su padre adoptivo la mataría. La nena le contó muchos detalles a Hermosura después que su madre se fue de la casa, como por ejemplo que la mujer le hacía regalos al Lucho, y que a veces el Lucho entraba por la ventana en vez de hacerlo por la puerta. A veces comían en la cocina, y ella los oía hablar desde la cama. Hermosura sentía cariño por la criatura, que se comportaba de un modo silencioso y tranquilo. Sin embargo, a medida que crecía comenzó a cambiar; se volvió más charlatana, y el pelo rubio, que antes había sido suave y sedoso, se le volvió grasiento y pajizo; uno de los ojos azules se le desvió ligeramente y hablaba y gritaba cada vez más con una voz desagradable y chillona. A los doce o trece años se convirtió en una de esas chicas que andan por la calle saludando con la cabeza a los hombres que pasan en coche, y que las barras de muchachos se llevan a un departamento, o a un baldío, o a una casa en construcción, se divierten con ella después de haberla usado cada uno a su turno, y finalmente le sacan fotografías o la emborrachan largándola desnuda a la calle. Una mañana en que Hermosura volvió a su casa del trabajo, no la encontró: había levantado vuelo. Sólo supo de ella dos años más tarde: la habían sorprendido trabajando en un prostíbulo, y no sólo era menor de edad y padecía una enfermedad venérea, sino que también estaba un poco loca. Los ojos se le habían desviado todavía más, y cuando la llevaron a presencia del juez de menores, trató de seducirlo en el interior del despacho, así que el juez la mandó derecho a lo del psiquiatra. Éste ordenó su internación en el pabellón de mujeres perteneciente al manicomio de la ciudad. La única vez que Hermosura fue a visitarla la nena trató de desnudarse y se abalanzó sobre sus órganos genitales.
EN VIAJE HACIA UNA CASA DE CAMPO
La blanca fachada de la casa de Concepción relumbraba como un fragmento más de claridad lunar, toda circundada por la fronda oscura de los árboles. El rectángulo de la ventana, una zon ade luz cálida, contrastaba con su atmósfera amarillenta, plena y plácida, como un escenario vivo que el medio cuerpo borroso de Concepción, oscurecido por el contraste, atravesaba una y otra vez con sus movimientos distraídos y lentos. Desde el automóvil detenido en la calle de tierra bajo la fronda oscura, Barrios y Hermosura la contemplaban desde hacía por lo menos diez minutos. El cuadro que la ventana abierta exponía ante sus ojos poseía una carga d emagia tan intensa que la atracción que ejercía sobre Barrios era casi dolorosa. No había hecho más que suspirar y emitir exclamaciones sin significado desde que llegaron. Hermosura aguardaba mansamente, la mano sobre el volante, que Barrios saliera del éxtasis de su contemplación; a cáela silencio de Barrios le echaba una rápida mirada de reojo, para saber si ese silencio era el definitivo, pero por la expresión condolida de Barrios comprendía que faltaba todavía un poco más, y entonces volvía otra vez la cabeza curiosamente hacia la ventana. Si en ese momento la figura borrosa de Concepción atravesaba el marco rectangular, Hermosura se mostraba ligeramente interesado. Barrios jadeaba y suspiraba. Ni una sola brisa soplaba en esa clara noche de diciembre. "Ahí está, ahí está", decía Barrios cabeceando con vehemencia hacia la casa cada vez que su mujer hacía su aparición en la ventana, dándole suaves golpes en el brazo a su compañero. "Fíjate como se apoya en la ventana. ¿Nos habrá visto? No; seguro que no nos vio. Nos llamaría si nos viera. ¡No sabes las ganas que tengo de estar ahí adentro en este momento! ¡Y pensar que yo la abandoné! ¡Me rogaba que no la dejara! Al fondo hay un jardín, lleno de rosales, vos vieras. Ahí mira para este lado. Uy, que no nos vea. No. No quiero que nos vea. Capaz que nos llama si nos ve. ¿Cuántos años le das? Parece una piba, ¿no es cierto? El que no la conoce le da veinticinco años. Tiene un libro, fijáte. Le gusta mucho la lectura; siempre me leía en la cama, ¿vos sabes? Tiene una biblioteca grandísima, un capital en libros. ¿Qué te parece si me mudo a esta casa? ¿Qué te parece? ¿Eh, Hermo? ¿Qué me decís?". Hermosura emitió un corto y casi inaudible gruñido de aprobación. Después dijo:
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