– Son las diez y veinte. Quedé en pasar a buscar al hombre a las diez.
Barrios le echó una mirada resignada, resoplando. Con las primeras vibraciones del arranque un calor maloliente comenzó a ascender al interior del coche, desde el motor. Apenas el coche comenzó a marchar pesadamente en primera, Barrios asomó la cabeza por la ventanilla y siguió contemplando la casa de su mujer, la ventana iluminada por una luz cálida emergiendo tranquilizadora entre los paraísos negros de la vereda, la fachada blanca, hecha como de materia lunar, y la figura de Concepción desplazándose imprecisa, con un libro en la mano, frente al marco oblongo de la ventana. Al desplazarse el vehículo un aire fresco y agradable envolvía la cabeza de Barrios, produciéndole una sensación de leve felicidad; y cuando el coche dobló, dando bandazos de borracho sobre la callecita de tierra arenosa, levantando una nube de polvo blanco que envolvía la luz eléctrica de la esquina, Barrios dejó de mirar por la ventanilla hacia atrás y se recostó contra el asiento delantero del coche, sin poder apartar de su corazón aquella limpia imagen que acababa de contemplar, loco de entusiasmo, durante más de un cuarto de hora. Junto al volante, a su lado, Hermosura vigilaba atentamente el camino. Las siluetas de los dos hombres inmóviles se destacaban en la oscuridad tenue del coche, más intensa que la del exterior, a pesar de que la luz del tablero tocaba sus rostros llenándolos de reflejos y sombras. Hermosura alzó la mano para tocarse distraídamente el sombrero de fieltro gris y Barrios lo miró con cierta conmiseración, pensando que la vida de su compañero carecía de posibilidades, de futuro, como la de un muerto. En cambio la suya, ahora que había vuelto a encontrarse con Concepción, que la había reencontrado en esa isla de paz que era la casita que acababan de contemplar, había sufrido un cambio, aunque no hubiese sido más que un cambio de posibilidades. El tiempo no estaba constituido por esos días monótonos e iguales que lo llevaban a uno insensiblemente a la tumba, que corroían de un modo secreto la materia de nuestra vida, sino por esos cambios profundos, esos momentos de plenitud en los que todo el pasado indistinto y gris y el incierto futuro, parecían cambiar de sentido. Hasta ese día la vida le había parecido larga y penosa, una cadena que se arrastra, cuyo peso nos debilita hasta consumirnos; pero a la luz de esa posibilidad de reencuentro, el futuro, el tiempo, se convertían en un aire fugaz, liviano y vivo, imposible de aprehender y de retener. (En seguida podía comprobarse que era la esperanza de felicidad la que hacía que la vida se volviera trágica, no la experiencia del sufrimiento, porque el sufrimiento nos induce a pensar que ninguna de las cosas que constituyen la vida merece nuestra adhesión y nuestro afecto.) Todo eso constituía vagamente, el pensamiento de Barrios. Había vidas en las que no existía ni la esperanza de felicidad ni la experiencia del sufrimiento. No eran vidas, suspiró Barrios, mirando a Hermosura de reojo. Su propia vida había sido así durante mucho tiempo. Necesitó estar solo, separarse de Concepción, como es necesaria la muerte previamente para gozar después la apoteosis de la resurrección, para comprender que había tenido algún valor positivo su relación con ella. Y ahora que existía la posibilidad de reencuentro, su miseria y su soledad se le presentaban de un modo nítido e intolerable. Pensó con desaliento que no podría vivir más de esa manera, que debía hacer un esfuerzo para cambiar, para hacer de su vida algo digno y verdadero. Pero, ¿qué era lo digno, y qué lo verdadero? No sabía., Diez años atrás hubiera podido responder rápida y claramente a esa pregunta: ahora no sabía. Lo digno le sonaba como algo vacío, absurdo y temible que otros esgrimían equívocamente contra él, y lo verdadero, lo real, como una cosa turbia e incierta. Diez años atrás, al pan podía llamárselo pan, y al vino vino. Pero ahora todo aparecía confuso y mezclado, y él en el medio, vencido y solitario, sintiendo en su interior cómo la marea de la perplejidad y del miedo subía más y más hasta anegarlo todo. Hermosura frenó frente a una casa oscura, sacándolo de sus vagos pensamientos.
– Ya vengo -dijo Hermosura, bajando y dejando el motor en marcha y la puerta abierta.
Barrios contempló la casa, en la que no parecía haber una sola luz encendida; era un edificio grande de dos plantas, de tipo europeo, con un jardín arbolado al frente. El efecto que producía la luz lunar sobre sus paredes grises era turbio y desalentador. Barrios oyó desde el coche los golpes que daba Hermosura con el llamador, tres golpes rápidos que retumbaron en la noche silenciosa. Por un momento no se oyó ningún otro sonido. Barrios percibió, intermitentemente, un olor agudo, insoportable, a aguas servidas. Hermosura volvió a golpear, cuatro veces seguidas esta vez, y casi de inmediato se encendió una luz en la casa, cuya claridad se hizo visible a través del rectángulo de la banderola en la cima de la alta puerta de calle. Hermosura retrocedió dos pasos respetuosamente al advertirlo.
Al fin la alta puerta de calle se abrió, arrojando sobre el patio arbolado un chorro de luz recta, y en seguida la larga sombra de un hombre pequeño y delgado, con una cabeza arratonada. Después de apagar la luz de la casa el hombre cerró la puerta y vino hacia el coche en compañía de Hermosura. Desde el interior del automóvil, al que ascendía desde el motor un relente cálido, Barrios alcanzaba a percibir las voces confusas de su amigo y el pasajero. Reconocía perfectamente la voz de Hermosura, y por lo tanto la del pasajero, que era aguda y agria, y un poco sarcástica. Cuando estaban aproximándose al coche Hermosura se adelantó e inclinándose sobre el tablero encendió la luz interior. Se volvió al hombre flaco.
– Acomódese, doctor. Póngase cómodo -dijo.
El doctor se inclinó para entrar en el asiento trasero, y mientras lo hacía murmuró "Buenas noches" con un tono desconfiado. Tenía la cara muy chiquita, como la de un adolescente, pero arrugada y rojiza. El pelo, peinado a la cachetada, era totalmente gris; y al responderle, mirándolo al rostro, Barrios observó que tenía una boca de labios delgados y pálidos, lisos, sin una estría, y que sus ojitos oscuros resbalaban sobre los objetos con una mirada inquieta y cretina. Vestía un saco sport color azul y una remera liviana de color blanco debajo.
– Buenas noches -dijo Barrios.
Hermosura apagó la luz interior, así que Barrios se volvió y dejó de mirar al hombre sentado en el asiento trasero. Este suspiró, acomodándose al parecer con cansancio sobre el asiento. Hermosura hizo jugar el cambio de marcha, encendió los faros y avanzó en primera por la callecita de tierra, mientras las sombras de los árboles, agigantadas por la luz de los faros, se desplazaban lentamente a los costados de la calle. En seguida tomaron una calle asfaltada y doblaron por la ancha costanera, percibiendo el olor del río. La costanera aparecía iluminada por unos altos arcos de luz de mercurio, que producían una intensa claridad verdosa. Frente a ellos, veinte cuadras más adelante, los semáforos del puente colgante, unas luces rojas, se encendían y se apagaban en la oscuridad difusa. Por un momento nadie habló en el interior del coche hasta que por fin, proveniente del asiento trasero, la voz del hombre resonó, chillona y pueril, interrumpida por un constante carraspeo, de la misma manera que la oscuridad en que lo sumía el rincón del asiento en el que se había ubicado, era interrumpida por el reflejo de la luz exterior de los arcos de gas de mercurio, que penetraba en el coche con rápidas intermitencias iluminando el rostro de sus ocupantes.
– Estaba acostando a mi madre cuando llegaron ustedes -dijo-. Si yo no la acuesto, no se duerme. Tiene ochebta y un años y es fuerte como un roble, la vieja. Pero si no la acuesto yo, no se duerme.
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