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Juan Saer: Responso

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Juan Saer Responso

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En algo más de seis horas, desde la salida de la casa de Concepción cuando empezaba a anochecer hasta el alba del día siguiente, Barrios sentirá que el pasado, aunque reciente, es irrevocable. ¿Cómo habían sucedido las cosas? y, más aún, ¿por qué habían sucedido? El progresivo deterioro del sujeto, el autoritarismo del que es víctima y el peso de la conciencia van delineando a un personaje atravesado por una profunda precariedad: la existencia misma. Todos los núcleos de la escritura de Juan José Saer se anticiparon en esta obra imprescindible de su producción: la Historia del país como telón de fondo para relatar las historias individuales, la inestable relación entre el tiempo y el espacio, la memoria y la obsesiva descripción de lo mínimo hasta extrañar la percepción del lector (un parpadeo, un tintinear de la cuchara revolviendo en la taza de té). Responso, como esos rezos que se hacen por los difuntos, deja oír la lúcida voz narrativa de Saer, autor fundamental en el canon de la literatura argentina.

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También Concepción lloró cuando lo vio llegar ese mediodía, lastimado y sucio, y no porque hubiese sido golpeado salvajemente, sino porque lloraba. Lloraba y hablaba sin cesar; tenía la boca hinchada y el cuerpo dolorido, la ropa como si hubiese estado revolcándose en un chiquero. Sin embargo, el dolor físico parecía haber pasado a segundo plano, como si hubiese sido aniquilado por el otro dolor, que era una mezcla de angustia, incredulidad y desamparo. No eran mejores que él, y él no los odiaba, decía secándose con la manga sucia del saco las lágrimas que corrían por sus mejillas golpeadas, pronunciando pesadamente las palabras de su letanía quejosa y a veces exaltada, una letanía que nunca terminaba. También hasta la casa llegaba el sonido áspero y ululante de la multitud, ubicuo y clamoroso, que sorpresivamente procedía de un punto de la ciudad opuesto y lejano al punto desde el cual se había hecho oír un momento antes. En medio de la habitación oscura a pesar del mediodía luminoso, en el corazón de esa casa sin patio, Barrios hacía una leve pausa a cada rumor de la muchedumbre. Su sufrimiento y su humillación parecían quedar suspendidos por un momento, mientras él, alzando la cabeza, afinando el oído, trataba de escuchar, como si quisiera corroborarlo para darle un sentido a sus quejas y a su llanto, el coro oscuro que resonaba llegando en ráfagas violentas desde todos los puntos de la ciudad. No eran mejores que él, recomenzaba Barrios, hipando y secándose torpemente las lágrimas con el dorso de la mano, no eran mejores, y él había luchado por ellos desde el sindicato. Había dado lo mejor de sí mismo y horas de sueño y de paz y había peleado firme en las paritarias y había hablado con el Presidente de la república y había conseguido fundar una colonia de vacaciones para todos ellos, en las sierras de Córdoba. Concepción lo miraba turbiamente a través de sus ojos arrasados de lágrimas; estaban solos en esa habitación oscura. Después lo abrazó, pero Barrios no pareció comprenderlo, ni siquiera percibirlo. Lenta y trabajosamente, oyéndolo hablar, aceptando con una suave paciencia todo lo que decía, Concepción logró por fin que Barrios se acostara. Le sacó los zapatos y lo desvistió, y arrimando una silla junto a la cama, siguió escuchándolo decir cosas que encerraban cada vez menos sentido, hasta que se quedó dormido. Durante largo rato, Concepción permaneció sentada junto a su marido, llorando en silencio. Cuando Barrios despertó, ya era el anochecer, el final de un crepúsculo azul, una cámara cálida de aire contaminado. Todavía resonaban en la ciudad los gritos de la muchedumbre.

Estuvo dos días en cama, los primeros dos días de esa primavera caótica y desolada. Después le llegó la noticia de la pérdida del empleo. Aparte de su tarea en el sindicato, Barrios se había estado desempeñando como corresponsal en uno de los diarios de Buenos Aires que el gobierno había intervenido. Cuando se levantó la intervención al diario le sacaron la corresponsalía. Lo único que les quedó para vivir fue el sueldo de Concepción. Al principio, Barrios padeció una especie de locura, consistente en remover cielo y tierra tratando de cobrarse la humillación sufrida en el sindicato; incluso intentó contratar a un abogado, un hombre del partido que había sido miembro del Superior Tribunal durante el peronismo, para hacerles un juicio a los dirigentes del gremio. Pero el abogado sonrió con tristeza, lo llamó "compañero" y al despedirlo en la puerta de su despacho le explicó con un íntimo tono confesional que el fallo en un pleito de esa clase, si es que el pleito tenía lugar, iba a mandarlos a los dos a la cárcel. "Quédese tranquilo y espere", le dijo el abogado. "Esto no puede durar mucho. Cuando el general vuelva, vamos a arreglarles las cuentas a todos". Barrios no lo advirtió, pero al salir del despacho, mientras caminaba con paso lento por el centro de la ciudad, bajo el sol áspero de la tarde, ya había modificado su sueño, ya estaba sustituyendo los éxtasis que le habían proporcionado los años pasados, por el éxtasis de un sueño cuya materia estaba hecha de otro sueño, el sueño del futuro. En ese futuro él prevalecía sobre los responsables de su exilio, y se reencontraba consigo mismo, en un estadio todavía más elevado, por encima ya de aquella preeminencia que le había sido arrebatada. Debió ser el momento crucial de su vida, porque es sabido que nuestra vida se resuelve casi siempre al margen de nuestra voluntad y de nuestra razón, y que el porcentaje de voluntad y de razón que constituye su parte clara y nítida, es casi siempre la expresión tardía de una cualidad más oscura. Lo mismo sucede con aquellos actos que juzgamos irracionales porque no hemos percibido el instante en que en nuestro interior los hemos reconocido como los más adecuados y razonables.

Barrios era un hombre débil, entonces lo supo. No es necesario que saber signifique pensar con palabras precisas algo cuyo sentido podemos comprender claramente. Basta vivir de un modo cualquiera, seamos o no capaces de admitirlo, para estar sabiendo ya quienes somos. En la superficie, Barrios fue volviéndose un hombre frío y desinteresado, ejerciendo una indiferencia jovial y casi bondadosa, que Concepción no alcanzaba a comprender del todo. Cada vez volvía más tarde a su casa, y a veces lo hacía de madrugada, completamente borracho. Cuando Concepción encendía la luz del dormitorio, contemplándolo con ojos vencidos, Barrios efectuaba unas muecas entre melancólicas y alegres y comenzaba a hablar mientras se desvestía para meterse en la cama. "Sí, sí, estoy algo borracho, ya lo sé", decía tratando de simular aplomo y hasta dicha. "Espero que no te formes un mal concepto de mi persona. Bueno, sí, ya sé, el matrimonio se viene abajo. Y bueno, qué le vamos a hacer. Así es la vida. Mala suerte. Pero no estoy tan borracho. Un poquitito sí, no lo niego. Pero un poquitito nada más. No me pongas mala cara". Jadeaba, metiéndose bajo las frazadas; su respiración se hacía sibilante y pesada. "No pienso besarte, así que el olor a bebida es lo de menos. Espero que no te moleste que me gaste tu sueldo en cognac y en vino. Mala suerte. Qué le vamos a hacer. Así es la vida", decía, y emitiendo una risita seca y áspera hacía silencio y al rato estaba dormido. Durante casi un año hizo esa vida, y la noche en que entró al dormitorio apresuradamente, despertando a Concepción, y abriendo el ropero sacó quinientos pesos y le dijo alegremente que lo perdonara, que había perdido quinientos en el juego y que se llevaba ese billete para tratar de recuperar, Concepción lloró en la cama hasta el alba y esperó despierta su regreso. Cuando Barrios entró Concepción ya no lloraba: estaba lívida pero tranquila, sentada en la cama. Leía el diario. Barrios dijo: "Perdí. Mala suerte. Otra vez será", y comenzó a desvestirse. Concepción dijo: "Alfredo, yo te quiero. Creo que estás atravesando un mal momento. Siempre te voy a querer. Te he respetado, te he ayudado en lo que he podido y te he sido fiel. No me importa que no tengas trabajo. Yo puedo trabajar para los dos. Pero si volvés a hacer lo de esta noche, o algo parecido, no me ves más la cara". Barrios la escuchó con suma atención, y cuando ella dejó de hablar, la miró con un destello malévolo en los ojos grises, y respondió: "Perfecto. Lo tendré en cuenta".

Antes de dos meses, Barrios volvió otra vez al alba, borracho, y mientras se desvestía sonrió hacia Concepción y le dijo: "He pasado la noche con una puta". Y eso que se habían amado, era indudable, habían tenido el coraje de elegirse y aferrarse uno al otro a pesar de la promesa segura de muerte y de separación.

REFLEXIONES EN EL COLECTIVO

Los sucios zapatos de Barrios pisaban las veredas de tierra flanqueadas por vistosas casas de fin de semana, con techos de tejas y jardincitos ahogados de plantas florecidas: santarritas, retamas, malvones, madreselvas y coronitas de novia; las pisaban con cierta urgencia torpe y con firmeza. Pero el corazón de Barrios estaba inquieto y cuando salió de la callecita de tierra a la larga avenida de asfalto, en la que las ramas de los árboles de las veredas se tocaban en la altura, formando sobre la calle una techumbre abovedada, Barrios sentía ya un temor íntimo y leve.

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