Héctor Camín - El Error De La Luna

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El error de la luna es la historia de una familia los Gonzalbo -, donde el personaje central es la vida de la tía Mariana, y la búsqueda de su sobrina Leonor por encontrar la verdad de lo sucedido. De desenmarañar el secreto guardado en los pliegues de ese linaje de los Gonzalbo la vida de Mariana y un gran amor el de Lucas Carrasco.
El error de la luna es también una novela de mujeres enamoradas. Las Gonzalbo giran alrededor de la vida fracturada de Mariana, de sus distintas versiones, y de la obsesión que hereda Leonor, la joven sobrina a la búsqueda de un pasado que decide suyo, sintiéndose la heredera o reencarnación de la tía, al grado de hacerse obsesión. Ciertamente la novela te atrapa, en las historias de amor de Mariana, Lucas, la propia Leonor, Rafael Liévano, Carmen Ramos, la tía Cordelia, Angel Romano, Alina Fontaine y los abuelos Filisola y Ramón Gonzalbo, en el diseño trágico de sus vidas, en sus complicidades ante la fatalidad.
Veamos algunos avances de esta entretenida novela que te atrapa entre su lectura…

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No tenía Leonor pretensiones adolescentes sobre la urgencia de dejar de serlo y su expresión de hecho incluía una connotación burlesca, porque la había tomado de su abuela Filisola que no se cansaba de usarla para anticipar tonterías que ironizaban la confidencialidad solemne de la frase. "De mujer a mujer", solía decir la Filisola, "es la hora del té". O "De mujer a mujer: ya anocheció".

– De mujer a mujer: estoy de acuerdo -le contestó Cordelia, jugueteando con su sobrina. -Pero traes tu diario secreto y tus pastillas anticonceptivas.

Se rió Leonor y se encontraron la semana siguiente en la casa de Cordelia. Las primeras palabras de Cordelia fueron como una secuela del encuentro telefónico:

– No sé de qué quieras hablarme, mi hija, pero aquí nada de trenzas castas y pubis angelical. No tienes que hacerte la santa conmigo. Sé perfectamente bien quién eres: eres igualita a Mariana y así de cabroncita vas a ser. De manera que vamos empezando: ¿cuántos acostones llevas en la vida? Quiero decir: ¿todavía puedes llevar la cuenta o ya la perdiste?

Tía -se quejó mustiamente Leonor.

– Bueno, más fácil. Dime sólo la edad y el lugar del primer acostón.

– Quince -confió Leonor, enrojeciendo.

– ¿Y el lugar?

– Ay, tía -volvió a quejarse Leonor.

– ¿Lugar?

– En el parque.

¿En el parque? Válgame Dios. En eso sí me ganaste, chiquita. Yo en el parque, ni unos besos, con tantos vigilantes que hay y tanto desecho de perro por todos los pastos disponibles.

– Bueno, no exactamente en el parque -corrigió Leonor.

– ¿Exactamente dónde, entonces?

– En un coche -dijo Leonor.

– ¿En un coche? ¿No que en un parque?

– Bueno, en un coche estacionado junto a un parque.

– Ah, vaya. Entonces fue normal -dijo Cordelia. -Aunque para ser la primera vez, te diré. ¿No te lastimaste mucho?

– No -dijo Leonor.

¿Así de perdida estabas?

– Tía -volvió Leonor a su queja retórica. -No, si acaba no doliendo, porque una está con ganas de todo. Pero algo sí duele. Un poquito.

– Nada -dijo Leonor, enrojeciendo.

– Será predestinación -jugó Cordelia. -Todas las Gonzalbo somos estrechas de la pelvis. Es una tara, como el prognatismo de los borbones o la ceguera de los indios seria de Sonora. ¿Sabes lo que es el prognatismo?

– No -dijo Leonor, empezando a reírse con la rapidez de Cordelia.

– Que se te sale la barbilla así, hacia afuera, como si fueras a almacenar agua de lluvia o a comulgar con cuatrocientas hostias. Así -sacó la barbilla unos centímetros por abajo de la línea de sus dientes blancos, levemente manchados de nicotina, pero parejos y sólidos, como un teclado de piano. -Bueno, pues nosotras somos estrechas y tenemos por eso mil problemas para parir. Se supone que deberíamos tener problemas también para los primeros amores. Pero no parece haber sido el caso. A mí me dolió, pero no tuve mayores problemas, tu tía Mariana ninguno y ahora tú tampoco. Lo de los partos es otra cosa. ¿No has averiguado eso de las mujeres de la familia?

– No -dijo Leonor.

– Pues ya es hora de que lo averigües, para cuando te toque. Tu bisabuela murió después de un parto. Tu tía Natalia nació medio asfixiada en un parto largo y por eso está así. El caso es que malos partos todas han tenido, pero no se sabe de ninguna que se haya quejado de malos amores. Al parecer no vas a ser la excepción, porque no te he escuchado quejarte de nada de lo que me has dicho. Más bien me da la impresión de que al contrario, ¿no?

– Sí -sonrió Leonor.

– Bueno, pues me alegro mucho, porque entre todas las porquerías que ofrece la vida, la mejor es esa de estar encerrada lamiéndose con un varón -{Lijo Cordelia, apagando el cigarrillo con un nerviosismo alegre, evocador de tardes que apenas se habían ido y no tardarían en volver. -Pero desde luego no es eso lo que vienes a preguntarme. Me dijiste por teléfono que querías preguntarme algo. ¿Qué quieres preguntarme?

Quiero saber de Mariana -dijo Leonor.

– Quieres saber de Mariana -repitió Cordelia, eufórica y colaborativa, echando mano del siguiente cigarrillo. ¿Qué te puedo decir de Mariana? No sé qué te interese. Tantas cosas. Por ejemplo lo que ya te dije: a Mariana tampoco le dolió la primera vez. Lo que quiere decir que a lo mejor ustedes son almas gemelas. O virgos gemelos, mejor dicho. La verdad

– dijo Cordelia, luego de prender y aspirar suicidamente el cigarrillo -me la recuerdas tanto que me da no sé qué.

– ¿No te da gusto?

– Mucho -dijo Cordelia. -Es como recobrar un pedazo de tiempo que se largó. Me da gusto, sí. Pero me dan nervios también. A ver, quítate esa trenza de niña tonta. Quiero ver una cosa.

– No hace falta -dijo Leonor. -Tienes razón.

– ¿Razón de qué? -preguntó Cordelia.

– Somos muy parecidas -se adelantó Leonor. -Ya me lo dijo la abuela.

– Quiero ver -insistió Cordelia. -Quítate esa trenza.

– De acuerdo, pero luego tú me ayudas a rehacerla -dijo Leonor y empezó a zafarse.

Cuando el pelo le cayó sobre los hombros, todavía ahogado por el yugo de la trenza, Leonor alzó la mirada hacia Cordelia segura del efecto logrado, pero vio en la expresión de su tía una nube de indecisión, un vaho de duda de experto sobre la autenticidad de una pieza.

– Es que así no es -dijo Leonor. Y fue al baño del fondo por un cepillo para repetir el ritual de su abuela. Volvió cepillándose el pelo de la nuca hacia adelante y de la frente hacia atrás, dejando que entraran en él la vida y el aire que habían inflamado el pelo de Mariana. Cuando llegó frente a Cordelia, otra vez había sobre su cabeza el casco esponjado de la esfinge y sentía en sus sienes y su nuca la frescura etérea del pelo suelto, la libertad y la ligereza que la trenza no dejaba avanzar. Se paró entonces frente a Cordelia, dio una vuelta lenta para regodearse en su parecido con Mariana, y otra para ostentar ese parecido, pero cuando acabó su doble minuet y quedó frente a Cordelia, Leonor no encontró la sonrisa que esperaba sino los dos ojos enormes de Cordelia, empezando a enrojecer bajo el líquido que corría ya por las discretas pecas de sus pómulos hasta la piel agrietada de sus labios llenos y hasta el mentón redondo en que terminaban sin saltos, con una suave y discreta armonía, los huesos triangulares de su mandíbula, a la vez poderosa y tersa, como la de su madre, que no había conocido la papada.

– Estás llorando -dijo Leonor. -Pensé que iba a darte gusto.

– Me dan nervios, ya te dije -respondió Cordelia, quitándose las lágrimas de la cara, sin dejar de mirarla. -Y ahora entiendo por qué.

– ¿Por qué? -preguntó Leonor.

– Pareces una copia de Mariana -le dijo Cordelia. -Pero no es sólo que te parezcas físicamente. Es que todo. Cuando venías cepillándote por el pasillo, eras como Mariana cepillándose. Esto va a necesitar de una limpia mayor.

– Mi abuelo dice que tú la conocías mejor que nadie -se acercó Leonor.

– La conocí muy bien -aceptó Cordelia. -¿Qué quieres saber?

– No sé -dijo Leonor. ¿Cómo era? ¿De qué murió? ¿Por qué nadie habla de ella?

– Por miedo -dijo Cordelia. -Y porque no es una historia bonita. Ahora mismo que hemos hablado tan abiertamente tú y yo, no sé si deba contarte todo lo que sé. No sé si conviene que lo sepas.

– ¿Conviene a quién? -retó Leonor.

– A ti, mi hija. No sé si te conviene a ti.

– Menos me conviene este silencio -replicó Leonor. -Me hace sentirme parte de una cosa horrible, tan horrible que nadie se atreve a mencionarla siquiera.

– No es horrible -dijo Cordelia. -Pero tampoco es bonita. O será que a mí me da rabia acordarme de eso, y simplemente odio mi impotencia. No sé.

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