– Tu olor -le dijo Leonor. -Hueles a jocoque. Y a camarón.
– Pues orita debo oler a chivo -se olió Rafael Liévano.
– No -dijo Leonor, acercándose a su pecho para olerlo. -A chivo, no.
– Entonces a qué -la retó Rafael Liévano, metiendo las manos bajo su blusa.
– A ti -dijo Leonor, restregando su perfil sobre el pecho de Rafael Liévano.
Se fundió en ese olor por un largo rato, hasta adquirirlo. Cuando volvió en sí, fatigada y dispuesta a reanudar, sintió los labios gruesos de Rafael Liévano reiterándose en su cuello, su lengua áspera y húmeda, recorriendo su oreja, el cuerpo duro y lampiño de Rafael Liévano atravesado en ella, todavía metido en ella, sudoroso, fatigado y nuevamente dispuesto, como ella. La música había cesado, el cuarto estaba en penumbras y entraba por el balcón abierto la pátina de luz radiante y granulada de la luna.
– Los invitados nos van a encontrar aquí -murmuró Leonor de pronto, con alarma, en el oído de Rafael Liévano.
– No -aseguró Rafael Liévano, sin despegar sus labios de la ruta que había abierto en el cuello de Leonor.
– Si llegan, nos van a encontrar -insistió Leonor, aceptando las caricias de Rafael Liévano.
– No -repitió Rafael Liévano.
– ¿Por qué no? -preguntó Leonor.
– Porque nosotros somos los únicos invitados a esta fiesta -dijo Rafael Liévano.
– ¿No hay fiesta? -chilló Leonor.
– Esta es la fiesta -dijo Rafael Liévano. ¿No hay invitados? -volvió a chillar Leonor. -Nosotros somos los invitados -repitió Rafael Liévano.
¿Nada más? -chilló por tercera vez Leonor.
– Y los amigos de aquí abajo -dijo Rafael Liévano, volviendo a hundirse en Leonor.
Cuando volvieron en sí, eran casi las diez y Leonor debía volver a casa. Fue al baño por una ducha y buscó a tientas el apagador hasta encontrarlo. Una luz blanca aclaró el cubo del baño. Como si estuviera atrapada en el interior de un diamante, la figura desnuda de Leonor apareció de cuerpo entero en uno de los espejos que cubrían las paredes. Su trenza se había deshecho y el pelo le caía sobre los hombros, libre y castaño. Respiró el enigma, la libertad, la fuerza de aquel pelo, la anticipación de sus facciones adultas en la cima de su cuerpo delgado y tierno, pero resuelto y precoz: las piernas fuertes y altas como decía su abuela que habían sido las de Mariana, las caderas redondas y esbeltas como las que podía adivinar bajo el traje del retrato de Mariana, y el rumor de las formas que habían empezado a habitarla, los rasgos sin acabar de todas las mujeres que vivían, detenidas pero palpitantes, en ese retrato y ahora en el diamante donde había irrumpido ella, que reunía en la plenitud de su cuerpo el fantasma de todas las otras.
Rehizo su trenza y fue a despedirse de Rafael Liévano.
¿Te veo mañana? preguntó Rafael Liévano. -No puedo mañana. ¿Pasado?
– No sé si pueda pasado.
– ¿El lunes, el martes, el miércoles, el jueves? -insistió Rafael Liévano
– El lunes en la escuela -dijo Leonor, poniéndose la blusa.
– Pero no estoy hablando de la escuela, babosa -dijo Rafael Liévano. -Sino de vemos tú y yo. ¿Te acuerdas? -preguntó, pasando la mano sobre el bozo dorado del vientre de Leonor.
– Me acuerdo muy bien -dijo Leonor, separándose para enfundarse en los pantalones.
¿No te gustó? -quiso saber Rafael Liévano.
– Me encantó -dijo Leonor, metiéndose de un brinco en sus zapatos.
– ¿Entonces, babosa?
– Entonces nos vemos el lunes en la escuela -dijo Leonor, tirándole un beso y saliendo del cuarto a toda prisa, rumbo a la calle.
Mientras cruzaba el jardín oyó la voz de Rafael Liévano gritarle desde el balcón:
– Estás loca, Gonzalbo.
Volteó a mirarlo y lo adoró, desnudo y sudoroso en el balcón, con la cerveza en la mano, gritándole otra vez: "Estás loca", antes de perderse en el movimiento de su cuerpo tomado por el rap que estremecía la atmósfera y, desde ahora, su memoria.
Llegó poco después de las diez a su casa y pudo escabullirse sin inspecciones hasta su cuarto. Se soltó la trenza y empezó a secarse el pelo húmedo con la pistola eléctrica. El ruido atrajo los pasos de su abuela Filisola que asomó de pronto en el baño y le preguntó por qué se secaba el pelo.
– Me bañé -explicó Leonor.
– No escuché el ruido de la regadera -dijo la abuela, sin ánimo policiaco, sólo constatando el hecho.
– Me bañé en la tina -explicó Leonor. -No usé la regadera para que no te molestara, precisamente.
– No viniste a darnos las buenas noches -porfió la Filisola.
– Pensé que estaban dormidos -dijo Leonor.
– No vi luces en el despacho ni en la recámara. -Estábamos despiertos -informó la Filisola.
– ¿Cómo te fue en la fiesta? -Muy bien, abuela. -Me alegro.
– Yo también, abuela.
– Buenas noches.
– Buenas noches.
Cuando terminó de secarse el pelo, la melena volvió a esponjarse sobre sus hombros como después de las caricias de Rafael Liévano. Se demoró en la evocación de esas caricias y de su propia imagen reluciente en el baño. Se puso después una bata y bajó, con pasos tan sigilosos como los de su abuela, al despacho de Ramón Gonzalbo por una copa de coñac. Luego, fue al comedor. No encendió las luces. Cuando descorrió las cortinas, una ráfaga de luna entró por los ventanales, y en medio de esa penumbra plateada e irreal, se dispuso a conversar con Mariana sobre los acontecimientos secretos del día.
Cordelia Gonzalbo vivía sola en la mitad de una casa de Coyoacán rodeada de álamos, húmeda como un bosque de tantas yedras en las paredes y piracantos sobre los muros. Era una casa de techos altos y la habían partido en dos para darle una dimensión terrenal a la aspiración de reproducir la infinitud del paraíso que alguna vez alentó en su dueña, una mujer cuya causa había prendido como la de la primera beata posible de México. Luego de un católico matrimonio que la pobló de hijos y aspiraciones de santidad, aquella mujer había dedicado su viudez a la atención de los no menos infinitos huérfanos que la paternidad mexicana engendra y abandona en cada rincón de la patria.
Pero los caminos genésicos de Dios son inescrutables y una hija de aquella beata posible había salido su reverso.
Atacada por los placeres que sólo otorgan el aire libre y las recámaras cerradas, había dilapidado junto con sus hermanos una fortuna no despreciable y ahora, cerca ya de sus sesenta años, era todavía símbolo de la buena vida de otra época y seguía dando paso a su alma natural de bataclana incrustada en los resquicios de la vida bohemia que la ciudad conservaba. Ahí había conocido a Cordelia Gonzalbo, que esparcía por la ciudad su propia vocación de canto y fiesta, armada de la única elegancia de su cuerpo y la única sabiduría de una guitarra que sabía seguir su voz ronca y modulada por todos los boleros de los cuarentas, de cuya interminable sucesión su padre, Ramón Gonzalbo, era no sólo memorioso experto sino coleccionador voraz, debilidad por la cual había añadido a sus puntuales culpas el prurito adicional de haber sido él quien abrió a su tercera hija, nacida mujer hermosa y altiva, como todas las otras, hacia el desorden de la farándula, aquella vida que seguía teniendo en la cabeza de Ramón Gonzalbo un aire de pecado a la vez irresistible y condenable.
Sumida en ese mundo, tan cercano un tiempo pero tan indeseable ahora para sus padres, Cordelia frecuentaba poco a los abuelos de Leonor y se cuidaba mucho de poner frente a sus ojos de laicos monásticos el hálito juguetón y disperso de su alma, proclive a la herejía involuntaria y a la simple alegría de vivir. No obstante, en los trapos de más que se derramaban sobre su atuendo esforzadamente conservador y en sus comentarios risueños sobre casi cualquier cosa que viniera a la plática, Leonor había olido a la eufórica, a la loca, a la desmesurada. Y durante sus mínimas escapadas al cuarto detenido de Natalia, en los comentarios punzantes y mal hablados de Cordelia, había tenido la anticipación si no de un alma cómplice al menos de una ventana abierta al aire libre. No titubeó entonces en llamarle, como le había sugerido Ramón Gonzalbo, y no le extrañó que la respuesta de Cordelia fuera de llana aceptación y al mismo tiempo de democrática soma cuando Leonor señaló que la entrevista debía ser lejos de casa de los abuelos y "de mujer a mujer".
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