Agradeció el dolor, suspendió el wisqui y trató de leer una hora antes de dormir. Agitado de sombras y presagios, despertó en la madrugada con el chirrido de la puerta. Entre legañas vio la silueta acercarse a su cama. Antes de que pudiera reaccionar, ya tenía junto, como una fuente fresca, el cuerpo desnudo de Mariana y la voz de Leonor repitiendo: -Soy tuya.
Saltó de la cama, cegado por la escena, pero Leonor vino tras él, tratando de besarlo, y exigiendo: -Te amo. Soy tuya. Hazme tuya.
La sentó en la cama y le echó una cobija sobre los hombros, antes de prender la lámpara.
– No -le dijo, mirándola con fijeza.
– Soy tuya, aunque no lo quieras elijo Leonor. Lucas admiró la belleza fantasmal de aquel rostro blanco y terso, noble y perfecto en sus líneas, incendiado por la fiebre de los ojos que brillaban como antorchas en la noche.
– No hables -le dijo. -Espérame aquí.
Lucas fue al baño, prendió un cigarrillo y fumó hasta sentir que el humo había entrado hondamente en él. Cuando volvió a su cuarto, Leonor estaba desnuda otra vez, blanca, larga y adulta en la abundancia de su pubis y la redondez rosada de sus senos. Volvió a cegarlo la belleza de ese cuerpo nítido, flotando como un cendal de niebla en la noche, pero volvió a taparlo con la cobija.
– No puede ser -le dijo.
– Está siendo -repuso Leonor.
– No, no está siendo -rehusó Lucas. -Ni puede ser. Quiero que entiendas esto. Tú eres lo más parecido a Mariana que puede tolerarse, pero no eres ella.
– Soy igual a ella -se ofreció Leonor. -Y también soy tuya.
– No eres igual a ella -dijo Lucas. -Aunque mires y camines igual. Y no eres mía. No tienes edad para ser de nadie.
– Tengo edad para elegir mi vida. Y te he elegido a ti -dijo Leonor. -Igual que Mariana.
– Yo no estoy disponible -dijo Lucas. -Ni para ti ni para nadie. Y deja de hablar de Mariana como si fueras ella.
– Yo soy ella -dijo Leonor.
– No -le dijo Lucas, exasperado. -Tú eres una muchacha caprichosa que confía demasiado en sus nalgas. No tienes nada que ver con Mariana.
– Quiero que me ames como a Mariana -porfió Leonor. Aquí estoy como ella, lista para ti. Pero yo no te voy a dejar, ni me voy a morir, ni voy a dejar que me maten.
¿De qué estás hablando? -le gritó Lucas, zarandeándola por los hombros, como si quisiera despertarla. -Deja de decir estupideces y escúchame, óyeme bien. Voy a decírtelo con toda claridad para que lo entiendas y terminemos con esto.
Yo soy el viudo de tu tía Mariana, y no quiero sustitutos. La única Mariana que me importa es la que queda en mí. Tú no eres parte de eso, no tienes que ver con eso, aunque te parezcas a tu tía.
¿No me quieres a mí? -murmuró Leonor.
– No -dijo Lucas, con la voz quebrada. -Quizá no he querido ni siquiera -a Mariana. Quizá sólo he querido mi encierro, mi desconsuelo por su muerte. Pero eso es lo que quiero y tú no tienes nada que ofrecer en eso. Mucho menos el chantaje de tu cuerpo.
– Te lo doy porque te amo -musitó Leonor.
– No -dijo Lucas. -Me lo das porque estás borracha, y no sabes bien a bien ni dónde poner las nalgas.
– Me desechas porque eres un desecho -le dijo, agraviada Leonor. -Por lo mismo que no pudiste con Mariana.
– Ya te dije que no me hables de Mariana -rechazó Lucas. -Vete a tu cuarto, cuenta borreguitos, sueña con tu novio, y no vuelvas a hablarme de Mariana.
– Eres un desecho -lo injurió Leonor. -No -le sonrió Lucas. -Soy una colección de desechos.
Leonor caminó hacia la puerta dejando que la cobija resbalara sobre su cuerpo desnudo. -Entonces yo soy tu desecho, también-le dijo.
– Sí -contestó Lucas, recogiendo la cobija y volviendo a ponérsela sobre los hombros. -Pero vestidita, como debe ser.
Le repugnó el aire paternal de sus palabras, pero lo asumió como el mejor escudo. Lo protegió, en efecto, de la reflexión, la compasión o la culpa frente a Leonor, hasta el amanecer siguiente en que fue al cuarto de huéspedes para introducirla al nuevo día. Con un vuelco en el estómago descubrió que Leonor no estaba en la recámara. En algún momento de la noche se había ido sin hacer ruido y no quedaban de ella ni los rastros de la cama deshecha. Tuvo un día atroz, cruzado de temores y anticipaciones. Por la tarde, llamó a Carmen Ramos para pedir el teléfono de Cordelia y preguntarle sobre Leonor. Carmen Ramos le dio también los teléfonos de la casa de los abuelos, pero no se atrevió a marcar. Por la noche, en su casa, mientras rumiaba su miedo, entró la llamada de Leonor.
– Ven por mí -dijo por el auricular. Alcanzó a darle el nombre de un hotel de alto turismo de la ciudad de México, antes de romper en llanto.
La tenían detenida en la oficina de seguridad del hotel. Cuando Lucas llegó, temblaba frente a una taza de café, como muerta de frío.
– Tenemos prohibido que las chicas circulen sin autorización por los cuartos del hotel -le dijo el responsable de seguridad, señalando a Leonor como si fuera la pertenencia y la falta de Lucas. -Tienen que estar registradas y autorizadas por nosotros. Es parte de la seguridad de los huéspedes.
– ¿Cuánto es? -preguntó Lucas.
– No se trata de eso. Le estoy explicando -advirtió el agente.
Lucas extendió dos billetes.
– Podríamos consignarla por vagancia -regateó el agente.
Lucas añadió otro billete. Luego fue hacia Leonor, se quitó el saco, lo echó sobre sus hombros y salieron caminando de la oficina.
– No hice nada -le dijo Leonor, empezando a llorar en su hombro. Al cruzar la puerta del hotel confesó: -No es verdad.
Hice todo. Soy una puta. -Eso no -la atajó Lucas. -Hice de puta -dijo Leonor. -No importa lo que hiciste. -Te lo tengo que contar.
– Ni a mí ni a nadie -cortó Lucas. -No es nada que no se quite con un baño.
– Me odio -dijo Leonor.
– Yo también me odio -dijo Lucas. -Pero eso tampoco es nada que no se quite con un brandy.
Al llegar a la casa, en efecto, -le sirvió a Leonor un brandy doble y le hizo beberlo en pocos tragos, como jarabe medicinal. Leonor temblaba aún, no de frío ni de llanto, sino de un cansancio viejo, intemporal, que cruzaba por sus años como una ventisca. -¿Cuánto llevas de no dormir? -preguntó Lucas.
– Desde que me corriste de tu casa.
– No te corrí de mi casa. -Me corriste de tu vida.
– Te corrí del lugar de Mariana -dijo Lucas.
– ¿Quieres cenar?
– No -dijo Leonor.
¿Quieres darte un baño?
Leonor asintió. El agua caliente salía por la regadera de Lucas como un rocío disparado a presión y sus briznas perfectas multiplicaban la densidad caliente del humo. Cuando terminó esa inmersión, el malestar de su cuerpo se había ido, como dijo Lucas, y estaba a punto de desplomarse, vencida por su día redondo de excesos. Lucas la esperaba con un platón de quesadillas y una sopa de verdura hirviendo. Comió vorazmente, con un apetito que no recordaba, y oyó a Lucas decirle, en el cabo final de su cansancio: -No puedes quedarte aquí. Voy a llamar a tu casa.
– A mi casa no -pidió Leonor, dormitando. -No tengo casa.
– No puedes quedarte aquí -oyó entre brumas la última voz de Lucas.
Lo siguiente que Leonor vio fue el rostro de Ramón Gonzalbo, de pie en su cabecera con el médico Necoechea al lado, tomándole el pulso bajo la mirada de su abuela Filisola. Descubrió con horror que iba en una camilla, saliendo de la casa de Lucas.
– Yo los llamé -quiso tranquilizarla Lucas. -Te van a llevar a tu casa.
Leonor dio un grito y trató de aferrarse a Lucas, pero sus brazos iban atados a la camilla, el izquierdo conectado a una botella de suero.
– Así se llevaron a Mariana -le gritó a Lucas.
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