Carlos Zafón - El Palacio de la Medianoche

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El Palacio de la Medianoche. Ambientada en la Calcuta de los años treinta, El Palacio de la Medianoche comienza una noche oscura en la que un teniente inglés lucha por salvar las vidas de dos niños de una amenaza impensable. A pesar de las insoportables lluvias del monzón y el terror que lo asedia en cada esquina, el joven británico logra ponerlos a salvo, pero no sin perder su propia vida… Años más tarde, cuando los dos niños, Ben y Sheere, están en víspera de celebrar su decimosexto cumpleaños, la amenaza reaparece en sus vidas y esta vez no los dejará escapar tan fácilmente. Con la ayuda de sus valientes amigos, los dos hermanos deberán desafiar el terror que los acecha en las sombras de la noche y enfrentarse al enigma más aterrador de la historia de la ciudad de los palacios.

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– ¿Hay algo respecto a un personaje llamado Jawahal? -preguntó Seth-. Era un amigo de juventud del ingeniero. Se celebraron varios juicios contra él. Casos sonados, creo.

– Debe de estar en algún lugar, hijo, pero hay un mar de documentos por clasificar. ¿Por qué no volvéis de aquí a un par de semanas? Para entonces habré tenido la oportu-nidad de poner algo de orden en todo este galimatías.

– No podemos esperar dos semanas, señor -dijo Michael.

De Rozio observó sorprendido al muchacho. – ¿Una semana? -ofreció De Rozio.

– Señor -dijo Michael-, es un asunto de vida o muerte. La vida de dos personas corre peligro.

De Rozio contempló la intensa mirada de Michael y asintió, vagamente aturdido. Seth no dejó escapar un segundo.

– Nosotros le ayudaremos a buscar y ordenar, señor -se ofreció.

– ¿Vosotros? -preguntó-. No sé… ¿Cuándo?

– Ahora mismo -replicó Michael.

– ¿Conocéis el código de cifrado de las fichas de la biblioteca? -Interrogó De Rozio.

– Como el abecedario -mintió Seth.

El Sol se sumergió como un gran globo sangrante tras las vidrieras destruidas del panel este de Jheeter’s Gate y en pocos segundos Isobel asistió al hipnótico espectáculo de cientos de cuchillas horizontales de luz escarlata taladrando la penumbra de la estación. El sonido de aquellas voces aullantes fue creciendo, y pronto Isobel las escuchó resonar.en el eco de la gran bóveda. El suelo empezó a vibrar bajo sus pies y la muchacha advirtió que algunas astillas de cristal se precipitaban desde la techumbre. Isobel sintió una punzada en el antebrazo izquierdo y se llevó la mano al punto donde había recibido el impacto. Su sangre tibia le resbaló entre los dedos. Corrió hacia el extremo de la estación, protegién-dose el rostro con las manos.

Una vez bajo el abrigo de una escalinata que ascendía a los niveles superiores, descubrió ante sí una amplia sala de espera cuyos bancos de madera quemada yacían abatidos sobre el suelo. Los muros estaban recubiertos por extrañas pinturas trazadas crudamente con las manos, figuras que parecían querer representar formas humanas deformadas y demoníacas que alzaban largas garras lobunas y poseían una mirada desorbitada. La vibración bajo sus pies era ahora muy intensa e Isobel se aproximó a la entrada del túnel. Una intensa bocanada de aire ardiente le abrasó el rostro y se frotó los ojos, incapaz de creer lo que estaba viendo.

Una locomotora de luz envuelta en llamas emergía de lo más profundo del túnel y escupía con furia círculos de fuego que lo recorrían como balas de cañón y estallaban en aros de gas incandescente. Isobel se lanzó al suelo y el tren de fuego cruzó la estación con un estruendo ensordecedor del metal contra el metal y de los alaridos de cientos de niños que gritaban atrapados entre las llamas. Se mantuvo tendida, con los Ojos cerrados, paralizada por el terror, hasta que el sonido del tren se desvaneció en el aire.

Alzó la cabeza y miró a su alrededor. La estación estaba desierta y cubierta de una nube de vapor que ascendía lentamente y prendía en el color rojo intenso de las últimas luces del día. Frente a ella, a dos palmos escasos, se extendía un charco de una sustancia oscura y viscosa que brillaba a la lumbre del crepúsculo. Por un momento, la muchacha creyó ver sobre su superficie el reflejo del rostro luminoso y triste de una dama envuelta en luz que la llamaba. Alargó una mano hasta ella e impregnó la yema de sus dedos en aquel fluido espeso y cálido. Sangre. Retiró la mano repentinamente y se limpió los dedos sobre su propio vestido, mientras la visión de aquel rostro espectral se desvanecía. Jadeando, se arrastró hasta la pared y se recostó contra ella para recuperar el aliento.

Transcurrido un minuto, Isobel se incorporó y examinó la estación. Las luces del atardecer se estaban extinguiendo y pronto se abatiría la noche cerrada. En aquel preciso instante sólo había un pensamiento claro en su mente: no quería esperar aquel momento en el interior de Jheeter’s Gate. Empezó a caminar nerviosamente hacia el pórtico de salida y sólo entonces descubrió a una silueta fantasmal que avanzaba hacia ella entre la neblina que cubría los andenes de la estación. La figura alzó una mano e Isobel vio que sus dedos se prendían en llamas, iluminando su paso. En aquel momento comprendió que no iba a salir de allí tan fácilmente como había entrado.

A través del tejado caído del Palacio de la Medianoche podía contemplarse el cielo nocturno sembrado de estrellas, un mar infinito de pequeñas velas blancas. El anochecer se había llevado consigo parte del calor abrasador que había castigado la ciudad desde el amanecer, pero la brisa que acariciaba tímidamente las calles de la ciudad negra era apenas un suspiro tibio e impregnado de la humedad nocturna que exhalaba el río Hooghly.

Mientras esperaban la llegada de los restantes miembros de la Chowbar Society, Ian, Ben y Sheere aniquilaban los minutos lánguidamente, entre las ruinas del viejo caserón, cada cual perdido en sus propios pensamientos.

Ben había optado por auparse a su retiro predilecto, una viga desnuda que cruzaba horizontalmente el frontón delantero de la estructura del Palacio. Sentado en el centro exacto de su recorrido, con las piernas colgando, Ben acostumbraba a subir hasta su atalaya solitaria a contemplar las luces de la ciudad y las siluetas de los palacios y los cementerios que flanqueaban el sinuoso recorrido del Hooghly a través de Calcuta. Solía pasar horas allí arriba, sin hablar o molestarse en volver la vista a tierra firme apenas por un segundo. Los miembros de la Chowbar Society respetaban este hábito, uno más en la peregrina colección de rarezas con que Ben aderezaba su conducta, y habían aprendido a convivir con las prolongadas melancolías que venían asociadas inequívocamente a su descenso de los cielos.

Ian observó de refilón a su amigo desde el patio del Palacio y decidió permitirle disfrutar de uno de sus últimos retiros espirituales; mientras, él regresó a la tarea con la que había estado ocupando su tiempo y el de Sheere durante la última hora: tratar de explicarle a la muchacha los rudimentos del ajedrez haciendo uso de un tablero del que la Chowbar Society disponía en su sede central. Las piezas estaban reservadas a los campeo-natos anuales que se celebraban en diciembre, los cuales, invariablemente, ganaba Isobel, haciendo gala de una superioridad rayana en lo insultante.

– Hay dos teorías respecto a la estrategia del ajedrez -explicó Ian-. En realidad hay miles, pero sólo hay un par que realmente cuenten. La primera dice que la clave del juego está en la segunda hilera de piezas: rey, caballo, torre, reina, etc. Según esta teoría, los peones no son más que piezas que se han de sacrificar mientras se desarrolla la táctica. La segunda teoría, en cambio, defiende que los peones pueden y deben ser las más letales piezas de ataque y que una estrategia inteligente debe emplearlos como tales si quiere salir victoriosa. A mí, la verdad. No me funciona ninguna de las dos teorías, pero Isobel es una ardiente defensora de la segunda.

La mención a su compañera trajo de nuevo a su pensamiento la inquietud respecto a su paradero. Sheere advirtió su expresión perdida y le rescató con una nueva cuestión respecto al Juego.

– ¿Cuál es la diferencia entre táctica y estrategia? -preguntó-. -¿Es una cuestión puramente técnica?

Ian calibró la pregunta de Sheere y sospechó que no tenía respuesta.

– Es una diferencia literaria, no real -afirmó la voz de Ben desde las alturas-. La táctica es el conjunto de pequeños pasos que das para llegar a algún sitio. La estrategia son los pasos que das cuando ya no hay ningún lugar al que ir.

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