Seth y, Michael exhibieron su beatífica sonrisa de alumnos ejemplares ante los escrutadores ojos de Mr. De Rozio, bibliotecario jefe de la sala principal del museo indio, y soportaron su inmisericorde análisis durante varios segundos.
Es la petición más absurda que he oído en mi vida -sentenció De Rozio-. Al menos desde la última vez que estuviste aquí, Seth.
– Verá, Mr. De Rozio -improvisó Seth-, sabemos que el horario es sólo de mañanas y que lo que mi amigo y yo le pedimos puede parecer un poco extravagante…
– Viniendo de ti, nada es extravagante, jovencito -cortó De Rozio…
Seth reprimió una sonrisa. En Mr. De Rozio, las ironías pretendidamente punzantes eran signo inequívoco de debilidad e interés. Su nombre de pila era ignorado por la totalidad de la humanidad, con las posibles excepciones de su madre y su esposa, si es que había en la India mujer con agallas suficientes para desposarse con semejante ejemplar, estandarte de lo variopinto que podía llegar a resultar el género humano. Bajo su aspecto de cancerbero bibliófilo, De Rozio poseía un terrible talón de Aquiles: una curiosidad y una propensión al cotilleo de corte académico, que relegaba a las mujeronas del bazar a la condición de simples aficionadas.
Seth y Michael se miraron por el rabillo del ojo y decidieron soltar toda la carnaza.
– Mr. De Rozio -empezó Seth en tono melodramático-, no debiera decir esto, pero me veo obligado a confiar en su reconocida discreción: hay varios crímenes involucrados en este asunto y mucho nos tememos que puedan acontecer más si no ponemos coto a ello.
Los ojos diminutos y penetrantes del bibliotecario parecieron crecer por unos segundos.
– ¿Estáis seguros de que Mr. Thomas Carter está al corriente de esto? -inquirió con severidad.
– Él nos envía -repuso Seth-. De Rozio los observó de nuevo, en busca de fisuras en su semblante que delatasen algún turbio tejemaneje.
– Y tu amigo -soltó De Rozio señalando a Michael-, ¿por qué no habla nunca?
– Es muy tímido, señor -explicó Seth. Michael asintió débilmente, como si quisiera confirmar ese extremo. De Rozio carraspeó, dubitativo.
– ¿Dices que hay crímenes de por medio? -dejó caer con estudiado desinterés.
Asesinatos, señor -confirmó Seth-. Varios. De Rozio miró su reloj y, tras meditar unos segundos y dirigir miradas alternativas a los muchachos y a la esfera, se encogió de hombros.
Está bien -concedió-. Pero será la última vez. ¿Cómo se llama ese hombre del que queréis saber?
– Lahawaj Chandra Chatterghee, señor -se apresuró a responder Seth.
– ¿El ingeniero? -preguntó De Rozio-. ¿No murió en el incendio de Jheeter’s Gate?
– Sí, señor -explicó Seth-. Pero había alguien con él que no murió. Alguien muy peligroso. Alguien que provocó el incendio. Alguien que sigue ahí, dispuesto a cometer nuevos crímenes…
De Rozio sonrió con malicia.
– Suena interesante -murmuró. Repentinamente una sombra de alarma asaltó al bibliotecario. De Rozio inclinó su considerable masa hacia los dos muchachos y les señaló con gesto terminante.
– ¿Todo esto no será un invento de ese amigo vuestro, no? -inquirió-. ¿Cómo se llama?
– Ben no sabe nada de esto, Mr. De Rozio le tranquilizó Seth-. Hace meses que no le vemos.
– Mejor así -sentenció De Rozio-. Seguidme.
Isobel se introdujo con pasos temerosos en el interior de la estación y dejó que sus pupilas se aclimatasen a la tiniebla que enmascaraba el lugar. Sobre ella, a decenas de metros, se abría la bóveda principal, formada por largas arcadas de acero y cristal. La gran mayoría de las láminas de vidrio se había fundido bajo las llamas o sencillamente había estallado pulverizando una lluvia de fragmentos ardientes sobre toda la estación. La luz del atardecer se filtraba entre las rendijas de metal oscurecido y las astillas de cristal que habían sobrevivido a la tragedia. Los andenes se perdían en la oscuridad dibujando una suave curva bajo la gran bóveda, su superficie cubierta con los restos de los bancos quemados y las vigas desprendidas de la techumbre.
El gran reloj que un día se había alzado en el andén central al igual que un faro en la bocana de un puerto se erguía ahora como un centinela sombrío y mudo. Isobel cruzó bajo la esfera del reloj y advirtió que las agujas se habían doblegado gelatinosamente hacia el suelo y formaban lenguas de chocolate fundido que indicaban para siempre la hora del horror que había devorado la estación.
Nada parecía haber cambiado en aquel lugar, excepto por la huella de los años de suciedad y el efecto de las lluvias que el manto torrencial del monzón había filtrado a través de los respiraderos y las grietas de la bóveda.
Isobel se detuvo a contemplar la gran estación desde el centro y creyó estar en el interior de un gran templo sumergido, infinito e insondable.
Una nueva bocanada de aire caliente y húmedo cruzó la estación y agitó sus cabellos en el aire al tiempo que arrastraba pequeñas briznas de suciedad sobre los andenes. Isobel sintió un escalofrío y escrutó las negras bocas de los túneles que se adentraban en la tierra en el extremo de la estación. Hubiera deseado tener a los demás miembros de la Chowbar Society junto a ella ahora, justo cuando los acontecimientos adquirían un cariz poco recomendable y excesivamente parecido a las historias que Ben se complacía en inventar para sus veladas en el Palacio de la Medianoche. Isobel palpó en su bolsillo y extrajo el dibujo que Michael había realizado de todos los miembros de la Chowbar Society, posando ante un estanque donde sus rostros se reflejaban. Isobel sonrió al verse retratada por el lápiz de Michael y se preguntó si era así como él la veía en realidad. Los echaba de menos.
Entonces lo escuchó por primera vez, distante y enterrado en el murmullo de las corrientes de aire que recorrían aquellos túneles. Era el sonido de voces lejanas, semejante al que recordaba haber oído de la algarabía de una multitud cuando se había sumergido en el Hooghly años atrás, el día en que Ben la enseñó a bucear. Pero esta vez, Isobel tuvo la certeza de que no eran las voces de los peregrinos las que parecían acercarse desde lo más profundo de los túneles. Eran las voces de niños, cientos de ellos. Y aullaban de terror.
De Rozio acarició con precisión los tres rollos consecutivos que constituían su regia papada y examinó de nuevo la pila de documentos, recortes y papeles inclasificables que había reunido en varias expediciones al tracto digestivo de la alejandrina biblioteca del museo indio. Seth y Michael le observaban ansiosos y expectantes.
– Bien -empezó el bibliotecario-. Esto es más complicado de lo que parece. Hay mucha información respecto a ese tal Lahawaj Chandra Chatterghee bajo diferentes entra-das. La mayoría de la documentación que he visto parecía reiterativa y poco significativa, pero haría falta por lo menos una semana para poner un poco de orden en los papeles de ese sujeto.
– ¿Qué ha encontrado, señor? -preguntó Seth.
– De todo un poco, la verdad -explicó De Rozio-. Mr. Chandra era un brillante ingeniero, ligeramente adelantado a su tiempo, idealista y obsesionado por dejar a este país un legado que compensara a las gentes pobres de las desgracias que él atribuía al dominio y explotación británicos. No muy original, francamente. En resumen: reunía todos los requisitos para convertirse en un auténtico desgraciado. Aun así, parece que sorteó el mar de envidias, complots y maniobras para acabar con su carrera y consiguió llegar a convencer al gobierno de que financiase lo que era su sueño dorado: la construcción de la línea de ferrocarril que uniría las principales capitales de la nación con el resto del continente. Chandra creía que, de este modo, el monopolio comercial y político que se había iniciado en tiempos de Lord Clive y la compañía, con el tráfico fluvial y marítimo, tendría los días contados y que serían las gentes de la India las que lentamente recuperarían el control sobre la riqueza de su propio país. Lo cierto es que no hacía falta ser ingeniero para comprender que eso no iba a ser así.
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