– ¿Qué era el Pájaro de Fuego? -preguntó. -Es difícil determinarlo -respondió Seth-. Mr. De Rozio opina que tal vez podría tratarse de un experimento militar. Parte de la correspondencia oficial que aparecía en los documentos del ingeniero, venía firmada por un tal Coronel Sir Arthur Hewelyn que, según De Rozio, ostentó el dudoso honor de ser el jefe de las fuerzas responsables de reprimir las movilizaciones pacíficas en demanda de independencia en el período de 1905 a 1915.
– ¿Ostentó? -intervino Ben.
– Eso es lo más curioso -aclaró Seth-. Sir Arthur Hewelyn, carnicero oficial de Su Majestad, pereció en el incendio de Jheeter’s Gate. Qué es lo que hacía allí es un misterio.
Los cinco muchachos se miraron entre ellos perdidos en un mar de confusión.
– Tratemos de poner algo de orden -sugirió Ben-. Tenemos por un lado a un brillante ingeniero que rechaza repetidamente generosas ofertas del gobierno británico para trabajar a su servicio en obras públicas, debido a su manifiesto odio hacia el dominio colonial. Hasta ahí todo tiene sentido. Pero de pronto aparece este misterioso coronel y lo involucra en una operación que, a todas luces, debería haberle revuelto las entrañas de asco: un arma secreta, un experimento para reprimir multitudes. Y él acepta. No encaja. A menos…
– A menos que el tal Hewelyn poseyera un poder persuasivo fuera de lo común -completó Ian.
Sheere alzó las manos en señal de protesta.
– Es imposible que mi padre aceptase participar en un proyecto militar de ninguna clase. Ni al servicio de los británicos ni al servicio de los bengalíes. Mi padre detestaba a los militares y los consideraba meros matones a sueldo de gobiernos corruptos. Nunca hubiese prestado su talento a algo dirigido a matar en masa a su propia gente.
Seth la observó en silencio y calibró cuidadosamente sus palabras.
– Sin embargo, Sheere, hay documentos que acreditan que de algún modo participó -dijo Seth.
– Debe de haber otra explicación -replicó Sheere-. Mi padre construía cosas y escribía libros, no era un asesino de inocentes.
– Idealismos aparte, seguro que hay otra explicación -matizó Ben- y eso es lo que estamos intentando encontrar. Volvamos al tema de los poderes persuasivos de Hewelyn. ¿Qué podría haber hecho él para obligar al ingeniero a colaborar?
– Probablemente su fuerza no estaba en lo que podía hacer -explicó Seth, sino en lo que podía dejar de hacer.
– No comprendo -dijo Ian. -Ésta es mi teoría -expuso Seth-. En todo el historial del ingeniero no hemos encontrado una sola mención a Jawahal, su amigo de juventud, excepto en una carta del coronel Hewelyn dirigida al ingeniero Chandra y sellada en noviembre de 1911. En ella nuestro amigo el coronel añade una posdata en la que sucintamente sugiere que, si Chandra declina la invitación a participar en el proyecto, se verá obligado a ofrecerle el puesto a su viejo amigo Jawahal. Lo que yo pienso es lo siguiente: el ingeniero había conseguido ocultar su relación de juventud con Jawahal, ahora encarcelado, y desarrollar su carrera sin que nadie supiese del encubrimiento que él le había ofrecido. Pero supongamos que el tal Hewelyn se hubiera encontrado con Jawahal en la prisión y éste le hubiese revelado la verdadera naturaleza de su relación. Esto le pondría en una excelente situación para chantajearle y obligarle a colaborar.
– ¿Cómo sabemos que Hewelyn y Jawahal se conocían? -cuestionó Ian.
– Es solamente una suposición, pero no muy aventurada -sugirió Seth-. Sir Arthur Hewelyn, coronel del ejército británico, decide recabar la ayuda de un brillante ingeniero. Éste se niega. Hewelyn le investiga y descubre un turbio juicio en el pasado que le involucra. Decide ir a visitar a Jawahal y éste le explica lo que desea oír. Es sencillo.
– No puedo creerlo -dijo Sheere.
– A veces la verdad es lo más difícil de creer. Recuerda lo que dijo Aryami -comentó Ben-. Pero no nos precipitemos. ¿Sigue De Rozio investigando el tema?
– En este mismo momento sí -replicó Seth-. La cantidad de papeles es tal que se necesitaría un ejército de ratas de biblioteca para sacar algo en claro.
– Os habéis defendido bastante bien -ofreció Ian.
– No esperábamos menos -Indicó Ben-. Volved con el bibliotecario y no lo perdáis de vista ni un segundo. Hay algo en todo esto que se nos escapa.
– ¿Qué vais a hacer vosotros? -preguntó Michael conociendo la respuesta de antemano.
– Iremos a la casa del ingeniero -repuso Ben-. Tal vez lo que buscamos esté allí.
– Tal vez haya otra cosa… -apuntó Michael. Ben sonrió. -Como dije, correremos el riesgo.
Sheere, Ian y Ben llegaron al pie de la verja que custodiaba la casa del ingeniero Chandra Chatterghee poco antes de la medianoche. Mirando hacia el Este, la silueta angulosa de la estrecha torre del Syambazaar se recortaba en la esfera de la Luna y proyectaba su sombra dibujando una aguja negra y afilada hacia el insondable jardín de palmeras y arbustos salvajes que ocultaba aquella enigmática estructura.
Ben se apoyó sobre las lanzas metálicas que tejían la verja y examinó las puntas afiladas y amenazadoras.
– Habrá que saltar -comentó-. Y no parece fácil.
– No será necesario -dijo Sheere junto a él-. Nuestro padre describió cada milímetro de esta casa en su libro antes de construirla y yo he pasado años memorizando cada rincón de ella. Si lo que escribió es cierto, y no tengo duda alguna al respecto, tras esos arbustos hay una pequeña laguna y, más allá, se alza la casa.
¿Y qué me dices de estas lanzas? Inquirió Ben-. ¿Hablaba también de ellas? No quisiera acabar la noche con un zurcido.
– Hay otro modo de entrar en esta casa sin necesidad de salvar esta verja -dijo Sheere.
– ¿A qué estamos esperando? -preguntaron Ian y Ben al mismo tiempo.
Sheere los condujo a través de un estrecho callejón, apenas una brecha entre la verja de la casa y los muros de un edificio de aspecto colindante, hasta una abertura circular que parecía servir de desagüe o colector principal de las tuberías de la casa. Un hedor agrio y mordiente exhalaba del interior.
– ¿Por ahí? -preguntó Ben. incrédulo.
– ¿Qué esperabas? -espetó Sheere-. ¿Alfombras persas?
Ben oteó el interior del túnel de alcantarillado y lo olfateó de nuevo.
– Divino -concluyó dirigiéndose a Sheere-. Tú primero.
La boca del túnel emergía al aire libre bajo la arcada de un pequeño puente de madera, tendido sobre la laguna que se extendía formando un oscuro manto de terciopelo frente a la casa del ingeniero Chandra Chatterghee. Sheere condujo a los dos muchachos a través de una angosta orilla arcillosa que cedía bajo sus pies hasta el extremo del estanque y se detuvo a contemplar el edificio con el que había soñado durante toda su vida. Aquella noche podía verlo con sus propios ojos por primera vez bajo la bóveda de estrellas y nubes en tránsito que dibujaban una fuga al infinito. Ian y Ben se unieron a ella en silencio.
La construcción era un edificio de dos plantas flanqueado por dos torres que se alzaban a cada extremo. Su fisonomía fundía rasgos de varios estilos arquitectónicos, desde los perfiles eduardinos a las extravagancias paladinescas y las siluetas que se dirían prestadas de un castillo perdido en los montes de Baviera. El conjunto, sin embargo conservaba una serena elegancia que desafiaba la mirada crítica del observador. La casa parecía proyectar un embrujo seductor que, tras la primera impresión de perplejidad, sugería que aquella imposible disparidad de estilos y trazos había sido concebida para que conviviesen en armonía.
Oculta en la densa jungla de vegetación salvaje que la camuflaba en el corazón de la ciudad negra, la morada del ingeniero ofrecía un sólido aspecto palaciego y se erguía alti-va frente a la laguna, como un gran cisne negro contemplando su reflejo en un estanque de obsidiana.
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