Ben se apresuró a prender otro fósforo y seguir sus pasos. Ian echó un último vistazo al cielo nocturno, como si temiese que aquella fuese su última oportunidad para contemplarlo, y tras inspirar profundamente, se sumergió en el interior de la casa del ingeniero. Un instante después, la puerta se cerró a sus espaldas con la misma suavidad y precisión con que les había franqueado el paso.
Los tres muchachos se detuvieron el uno junto al otro y Ben alzó la cerilla en alto. Ante sus ojos se desplegó un impresionante espectáculo que excedía las ensoñaciones que ninguno de ellos había albergado respecto a aquel lugar.
Se encontraban en una sala sostenida por gruesas columnas bizantinas y coronada por una bóveda cóncava cubierta por un fresco monumental. En él se podían apreciar cientos de figuras de la mitología hindú formando una interminable crónica en imágenes que constituían círculos concéntricos alrededor de una figura central esculpida en relieve sobre la pintura: la diosa Kali.
Las paredes de la sala estaban formadas por estantes atestados de libros que dibujaban dos semicírculos de más de tres metros de altura. El suelo estaba cubierto por un mosaico de brillantes esmaltes negros y puntas de cristal de roca, lo que conseguía crear la ilusión de un firmamento de constelaciones y estrellas. Ian observó detenidamente el trazado a sus pies y reconoció la configuración de las varias figuras celestes que Bankim les había explicado en el St. Patricks.
– Seth tendría que ver esto… -susurró Ben. En el extremo de la sala, más allá de aquella alfombra de estrellas que representaba el universo conocido, una escalera de cara-col ascendía en espiral al segundo piso de la casa.
Antes de que pudiera advertirlo, la llama del fósforo le quemó los dedos a Ben y los tres muchachos quedaron de nuevo en la oscuridad absoluta. Los caminos de constelaciones a sus pies, sin embargo, seguían brillando como el firmamento nocturno.
– Es increíble -murmuró Ian para sí mismo.
– Espera a ver el piso de arriba -replicó la voz de Sheere a unos metros de él.
Ben encendió una nueva cerilla y los dos amigos comprobaron que la muchacha ya les esperaba junto a la escalera en espiral. Sin mediar palabra, Ben e Ian la siguieron.
La escalera de caracol se izaba en el centro de un conducto que parecía formar una linterna similar a las que habían estudiado en grabados de ciertos castillos franceses, construidos a orillas del río Loira. Alzando la vista, los muchachos podían experimentar la sensación de encontrarse en el interior de un gran caleidoscopio, coronado por un rosetón catedralicio de cristales multicolores que transformaba la luz de la Luna y la descomponía en cientos de haces azules, escarlatas, amarillos, verdes y ámbar.
Al llegar al primer piso, comprobaron que las agujas de luz que emergían de la corona de la linterna proyectaban dibujos y figuras cambiantes, que recorrían lentamente las paredes de la sala como imágenes de un primitivo cinematógrafo espectral.
– Mirad eso -dijo Ben señalando una gran superficie que se extendía a una altura de un metro sobre el suelo y ocupaba un rectángulo de casi cuarenta metros cuadrados.
Los tres se acercaron hasta ella y descubrieron lo que parecía ser una inmensa maqueta de Calcuta, reproducida con un grado de detalle y realismo que, al contemplarla de cerca, producía la ilusión de estar sobrevolando la verdadera ciudad. Pudieron reconocer el trazado del Hooghly, el Maidán, Fort William, la ciudad blanca, el templo de Kali al Sur de Calcuta, la ciudad negra e incluso los bazares. Sheere, Ian y Ben contempla-ron maravillados aquella extraordinaria miniatura durante un largo espacio de tiempo, cautivados por la belleza y el encantamiento que producía su observación.
– Ahí está la casa -señaló Ben. Todos se unieron a él y comprobaron que en el corazón de la ciudad negra se alzaba una fiel reproducción de la casa en la que se encontraban. Las luces multicolores de la linterna barrían las calles de aquella miniatura como haces caídos del cielo a cuyo paso se revelaban los secretos ocultos de Calcuta.
– ¿Qué es lo que hay detrás de la casa? -preguntó Sheere.
– Parece una vía de tren -apuntó Ian. -
Lo es -confirmó Ben, siguiendo su trazado hasta que su mirada descubrió la silueta angulosa y majestuosa de la estación de Jheeter’s Gate, tras un puente de metal que cruzaba el Hooghly.
– Esa vía lleva hasta a la estación del incendio -dijo Ben-. Es una vía muerta.
– Hay un tren parado en el puente -observó Sheere.
Ben rodeó la maqueta para aproximarse hasta la reproducción del ferrocarril y lo examinó detenidamente. Un incómodo cosquilleo le recorrió la espalda. Reconocía aquel tren. Lo había visto la noche anterior, aunque él lo había tomado por una pesadilla. Sheere se acercó a él en silencio y Ben advirtió que había lágrimas en sus ojos.
– Ésta es la casa de nuestro padre, Ben -murmuró Sheere-. La construyó para no-sotros, para que fuera nuestra.
Ben rodeó a Sheere con sus brazos y la apretó contra sí. Ian le observaba desde el otro extremo de la sala y desvió la mirada. Ben acarició el rostro de Sheere y la besó en la frente.
– De ahora en adelante -dijo-, siempre será nuestra casa.
En aquel momento el pequeño tren detenido sobre el puente encendió sus luces y, lentamente, sus ruedas empezaron a girar sobre los raíles.
Mientras Mr. De Rozio consagraba en silencio sepulcral todos sus poderes de análisis y su astucia de zorro documentalista a los informes del Juicio que el coronel Hewelyn había puesto tanto empeño en sepultar, Seth y Michael hacían lo propio con una extraña carpeta que contenía planos y numerosas anotaciones a mano del propio Chandra. Seth la había encontrado en el fondo de una de las cajas que contenían los efectos del ingeniero. Tras su desaparición, en vista de que ningún familiar o institución los había reclamado y atendiendo a la relevancia pública del personaje, habían ido a perderse en el limbo de los archivos del museo, cuya biblioteca estaba compartida en consorcio con diversas insti-tuciones científicas y académicas de Calcuta, entre ellas el Instituto de Ingeniería Superior, del que Chandra Chatterghee había sido uno de los más ilustres y controvertidos miem-bros. La carpeta estaba encuadernada con sencillez y respondía a una única leyenda cali-grafiada en tinta azul sobre la portada: El Pájaro de Fuego.
Seth y Michael habían obviado el hallazgo para no distraer al orondo bibliotecario de la tarea que acaparaba sus talentos y para la cual su pericia de viejo diablo archivador era insustituible. Con tal espíritu, se habían retirado al otro extremo de la sala se habían entre-gado al análisis de los documentos en silencio.
– Estos dibujos son formidables -susurró Michael, admirando el trazo del ingeniero en diversos grabados que mostraban objetos mecánicos cuya función concreta le resultaba arcana e insondable.
– Estemos por lo que tenemos que estar -reprendió Seth-. ¿Qué dice del Pájaro de Fuego?
– Las ciencias no son mi fuerte -empezó Michael-, pero que me maten si todo esto no es el despiece de una gran maquinaria incendiaria.
Seth observó los planos sin comprender un ápice de lo que significaban. Michael se anticipó a sus cuestiones.
– Esto es un tanque de aceite o algún tipo de combustible -señaló Michael sobre los planos-. A él está unido este mecanismo de succión. No es más que una bomba de ali-mentación, como la de un pozo. La bomba suministra el combustible para mantener este círculo de llamas. Una especie de piloto de fuego.
– Pero esas llamas no deben de medir más que unos centímetros -objetó Seth-. No veo el poder incendiario por ningún sitio.
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