Carlos Zafón - El Palacio de la Medianoche

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El Palacio de la Medianoche. Ambientada en la Calcuta de los años treinta, El Palacio de la Medianoche comienza una noche oscura en la que un teniente inglés lucha por salvar las vidas de dos niños de una amenaza impensable. A pesar de las insoportables lluvias del monzón y el terror que lo asedia en cada esquina, el joven británico logra ponerlos a salvo, pero no sin perder su propia vida… Años más tarde, cuando los dos niños, Ben y Sheere, están en víspera de celebrar su decimosexto cumpleaños, la amenaza reaparece en sus vidas y esta vez no los dejará escapar tan fácilmente. Con la ayuda de sus valientes amigos, los dos hermanos deberán desafiar el terror que los acecha en las sombras de la noche y enfrentarse al enigma más aterrador de la historia de la ciudad de los palacios.

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– ¿Isobel? Un fuerte impacto metálico resonó desde algún lugar de la estación. Roshan reaccionó de un salto, miró a su alrededor. El viento de los túneles les azotó el rostro y los dos muchachos retrocedieron unos pasos.

– Hay algo ahí dentro -murmuró Siraj señalando hacia el túnel con una serenidad que su compañero no acababa de comprender.

Roshan concentró la mirada en la boca negra del túnel y, entonces, él también pudo verlo. Las luces lejanas de un tren se aproximaban. Sintió los raíles vibrar bajo sus pies y miró a Siraj, aterrado. Siraj sonreía extrañamente.

– Yo no voy a poder correr tan aprisa como tú, Roshan -dijo pausadamente-. Los dos lo sabemos. No me esperes y ve a buscar ayuda.

– ¿De qué demonios estás hablando? -exclamó Roshan, perfectamente consciente de lo que su amigo insinuaba.

Las luces del tren penetraron en la bóveda de la estación como un rayo en la tormenta.

– Corre -ordenó Siraj-. Ahora. Roshan se perdió en los ojos de su amigo y sintió el estruendo de la locomotora cada vez más próximo. Siraj asintió. Roshan reunió todas sus fuerzas y echó a correr desesperadamente hacia el extremo del andén, en busca de un lugar en el que saltar fuera de la trayectoria del tren. Corrió tan deprisa como pudo, sin detenerse a mirar atrás, con la certeza de que se encontraría con la cuña de aluminio de la locomotora a tan sólo un palmo de su rostro osaba hacerlo. Los quince metros que le separaban del fin del andén, se convirtieron en ciento cincuenta y, presa de pánico, creó ver cómo la vía se alargaba ante sus ojos en una fuga vertiginosa. Cuando se lanzó al suelo y rodó sobre los escombros, sintió el rugido del tren atronando a escasos centímetros del lugar donde había caído. Escuchó el aullido ensordecedor de los niños y percibió en su piel la mordedura de las llamas durante diez terribles segundos en los que imaginó que la estructura de la estación se desplomaría sobre él.

Súbitamente se hizo el silencio. Roshan se incorporó y abrió los ojos por primera vez desde que había saltado. La estación estaba de nuevo desierta y no había más rastro del tren que dos hileras de llamas que se extinguían a lo largo de los raíles. Notó que las entrañas se le inundaban de agua helada y corrió de vuelta hacia el punto donde había visto por última vez a Siraj. Maldiciendo su cobardía, lloró de rabia y comprobó que estaba solo en la estación.

El amanecer, a lo lejos, le mostraba el camino de salida.

El preludio del alba se insinuaba tímidamente a través de los postigos cerrados de la sala de la biblioteca del museo indio. Seth y Michael, exhaustos, dormitaban sobre la mesa al borde de la inconsciencia. Mr. De Rozio suspiró profundamente y retiró su silla del escritorio frotándose los ojos. Llevaba horas enfrascado en el océano de documentos tratando de desentrañar aquel monstruoso sumario judicial; su estómago le reclamaba atenciones, amén de una clara moratoria en la ingestión de café si se esperaba de él que siguiera cumpliendo sus funciones con cierta dignidad.

– Me rindo, bellas durmientes -atronó.

Seth y Michael levantaron la cabeza de un respingo y comprobaron que el día había madrugado más que ellos.

– ¿Qué ha podido encontrar, señor? -preguntó Seth, reprimiendo un bostezo.

Su estómago crujía y su cabeza parecía estar repleta de un potaje de manzanas cocidas.

– ¿Bromeas, hijo? -dijo el bibliotecario-. Me parece que me habéis tomado el pelo.

– No comprendo, señor -adujo Michael. De Rozio bostezó airosamente mostrando unas fauces cavernosas y emitió un sonido que despertó en los muchachos la imagen mental de un hipopótamo retozando en un río.

– Muy simple -dijo el bibliotecario-. Vinisteis aquí con una historia de asesinatos y crímenes y con ese absurdo enredo del tal Jawahal.

– Pero todo eso es cierto. Tenemos información de primera mano.

De Rozio rió con sorna. -A lo mejor es a vosotros a quienes han tomado por tontos -replicó-. En toda esa pila de papeles no he encontrado una sola mención a vuestro amigo Jawahal. Ni una letra. Cero.

Seth sintió que su desinflado estómago se deslizaba hasta sus pies por la pernera del pantalón.

– Pero eso es imposible, Jawahal fue condenado e ingresó en la prisión de la que huyó años después. Tal vez podríamos, empezar de nuevo por ahí. Por la fuga. Debe cons-tar en algún lugar…

De Rozio le escrutó con escepticismo con sus ojos porcinos y penetrantes. Su rostro delataba claramente que no había segunda oportunidad.

– Si yo fuera vosotros, chicos -sugirió el bibliotecario-, volvería a donde hubiese conseguido esa historia y me aseguraría de que esta vez me la explicaran entera. Y respecto a ese Jawahal que según vuestro informe misterioso estaba en prisión, me parece que más escurridizo de lo que vosotros y yo podemos manejar.

De Rozio examinó a los dos muchachos. Estaban pálidos como el mármol. El orondo erudito les ofreció una sonrisa de conmiseración.

– Mis condolencias -murmuró- Habéis estado olfateando en el agujero equivoca-do.

Poco después, Seth y Michael contemplaban el amanecer sentados en los la fachada principal del museo indio. Una ligera llovizna había impregnado las calles de una capa brillante que formaba una lámina de oro líquido a la luz del Sol ascendente entre las brumas del Este. Seth miró a su compañero y le mostró una moneda.

– Cara, yo voy a ver a Ariami y tú vas a la prisión- dijo Seth- Cruz al revés.

Michael asintió con los ojos entrecerrados. Seth lanzó la moneda al aire y el círculo de bronce describió una trayectoria de brillos parpadeantes, hasta detenerse de nuevo sobre la muñeca de Seth. Michael se inclinó a comprobar el resultado.

– Recuerdos a Aryami… -murmuró Seth.

La luz del día llegó finalmente a la casa del ingeniero Chandra tras una noche que parecía no querer acabar jamás. Ian bendijo por primera vez en su vida el sol de Calcuta cuando sus rayos velaron el manto de oscuridad que los había envuelto durante horas.

El día se llevó consigo el aspecto amenazador de la casa, y Ben y Sheere también agradecieron visiblemente la llegada de la claridad con un gesto relajado y de sincero cansancio. Les costaba recordar la última vez que habían dormido, aunque apenas fuese unas horas antes. El peso del sueño y el agotamiento que el ritmo de los acontecimientos les había deparado les permitían afrontar la situación ahora con una serenidad que, en la oscuridad de la noche, no hubieran osado considerar.

– Bien -dijo Ben-. Si hay algo que esta casa tiene, es que resulta segura. Si nuestro amigo Jawahal hubiese podido entrar aquí, ya lo hubiese hecho. Nuestro padre tendría aficiones excéntricas, pero sabía proteger una casa. Propongo que tratemos de dormir un poco. Tal como están las cosas, prefiero dormir a la luz del día y estar bien despierto al anochecer.

– No puedo estar más de acuerdo -convino Ian-, ¿Dónde podríamos dormir?

– Hay varias habitaciones en las torres -explicó Sheere-, hay donde elegir.

– Sugiero utilizar habitaciones contiguas-apuntó Ben.

– De acuerdo -dijo Ian-. Y tampoco estaría de más comer algo.

– Eso tendrá que esperar -convino Ben-. Más tarde saldremos a buscar algo.

– ¿Cómo podéis tener hambre? -preguntó Sheere.

Ben e Ian se encogieron de hombros. -Fisiología elemental -repuso Ben-. Pregúntale a Ian. Él es el médico.

– Como me dijo una vez una maestra que daba clases de lectura en una escuela de Bombay -dijo Sheere-, la principal diferencia entre un hombre y una mujer es que un hombre siempre antepone su estómago a su corazón. Una mujer siempre hace lo contra-rio.

Ben sopesó aquella teoría y no dudó en contraatacar.

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