Carlos Zafón - El Palacio de la Medianoche

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El Palacio de la Medianoche. Ambientada en la Calcuta de los años treinta, El Palacio de la Medianoche comienza una noche oscura en la que un teniente inglés lucha por salvar las vidas de dos niños de una amenaza impensable. A pesar de las insoportables lluvias del monzón y el terror que lo asedia en cada esquina, el joven británico logra ponerlos a salvo, pero no sin perder su propia vida… Años más tarde, cuando los dos niños, Ben y Sheere, están en víspera de celebrar su decimosexto cumpleaños, la amenaza reaparece en sus vidas y esta vez no los dejará escapar tan fácilmente. Con la ayuda de sus valientes amigos, los dos hermanos deberán desafiar el terror que los acecha en las sombras de la noche y enfrentarse al enigma más aterrador de la historia de la ciudad de los palacios.

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– Salgamos de aquí -murmuró Ben conduciendo a tientas a su hermana en direc-ción a la escalera que descendía al piso inferior-. Ahora.

Antes de que pudieran recorrer unos pasos en dirección a la escalinata, Ben y Sheere vieron que un círculo de fuego abría un orificio en la puerta de la habitación que había ocupado la muchacha y, en menos de un segundo, la consumía como una brasa que atravesase una hoja de papel. Ben sintió que sus pies se clavaban al suelo y observó unas pisadas de llamas que se acercaban a grandes zancadas desde el umbral de la puerta.

– ¡Corre abajo! -gritó Ben empujando a su hermana hacia el pie de las escaleras. -¡Hazlo!

Sheere se precipitó escaleras abajo presa de pánico y Ben permaneció inmóvil en la trayectoria de aquellas huellas llameantes que se abrían camino hacia él a toda velocidad. Una bocanada de aire caliente e impregnado de un hedor a queroseno quemado le escu-pió en el rostro al tiempo que una pisada de llamas caía a dos palmos de sus pies. Dos pu-pilas rojas como hierro candente se encendieron en la oscuridad y Ben sintió que una garra de fuego se cerraba sobre su brazo derecho. Al instante notó que aquella tenaza pul-verizaba la tela de su camisa hasta quemar su piel.

– Todavía no ha llegado la hora de nuestro encuentro -murmuró una voz metálica y cavernosa frente a él-, apártate.

Antes de que pudiera reaccionar, la férrea mano que le asía le impulsó con fuerza a un lado y le derribó en el suelo. Ben cayó sobre un costado y se palpó el brazo herido. Entonces logró ver a un espectro incandescente que descendía por la escalera de caracol destruyéndola a su paso.

Los alaridos de terror de Sheere en el piso inferior le proporcionaron las fuerzas para ponerse de nuevo en pie. Corrió hacia aquella escalera que apenas era ya un esqueleto de barras de metal vestidas de llamas y comprobó que los escalones habían desaparecido. Se lanzó por el hueco de la escalerilla. Su cuerpo impactó contra el mosaico de la primera planta y una sacudida de dolor le recorrió el brazo lacerado por el fuego.

¡Ben! -gritó Sheere-. ¡Por favor! Ben alzó la mirada y contempló cómo Sheere era arrastrada sobre el suelo de estrellas encendidas envuelta en un manto de llamas traslúci-do, como la crisálida de una mariposa infernal. Se incorporó y corrió tras ella, siguiendo el rastro que su raptor dejaba en dirección a la parte trasera de la casa y tratando de esquivar el impacto furioso de los cientos de libros de la biblioteca circular que salían despedidos ardiendo desde los estantes y se descomponían en una lluvia de páginas en combustión. Uno de los impactos le derribó de nuevo, cayó de bruces y se golpeó en la cabeza.

Su visión se nubló lentamente mientras observaba al visitante ígneo que se detenía y se volvía a contemplarle. Sheere aullaba de pánico, pero susgritos ya no eran audibles. Ben luchó por arrastrarse unos centímetros por el suelo cubierto de brasas y trató de no ceder a aquel impulso de dejarse vencer por el sueño y abandonar la resistencia. Una sonrisa cruel y canina se dibujó frente a él, y entre la masa borrosa que convertía su campo de visión en un cuadro de acuarelas frescas, reconoció al hombre que había visto en la locomotora de aquel tren fantasmal cruzando la noche. Jawahal.

– Cuando estés listo, ven a por mí -le susurró el espíritu de fuego-. Ya sabes dónde estoy…

Un instante después, Jawahal asió de nuevo a Sheere y atravesó con ella la pared trasera de la casa como si fuese una cortina de humo. Antes de perder el sentido, Ben escuchó el eco del tren alejándose en la distancia.

– Está volviendo en sí -murmuró una voz a cientos de kilómetros de allí.

Ben trató de dilucidar las manchas borrosas que se agitaban frente a su rostro y pronto reconoció algunos rasgos familiares. Unas manos le acomodaron suavemente y colocaron un objeto blando y confortable bajo su cabeza. Ben parpadeó repetidamente. Los ojos de Ian, enrojecidos y desesperados, le observaban ansiosos. Junto a él estaban Seth y Roshan.

– ¡Ben! ¿puedes oírnos? -preguntó Seth, cuyo rostro parecía sugerir que no había dormido en una semana.

Ben recordó súbitamente y quiso incorporarse bruscamente. Las manos de los tres muchachos le devolvieron a su posición de reposo.

– ¿Dónde está Sheere? -consiguió articular. Ian, Seth y Roshan intercambiaron una mirada sombría.

– No está aquí, Ben -contestó Ian, finalmente. Ben sintió que el cielo se desprendía a trozos sobre él y cerró los ojos.

– ¿Qué es lo que ha pasado? -preguntó finalmente, más sereno.

– Me desperté antes que vosotros -explicó lan- y decidí salir a buscar algo para comer. Por el camino me encontré a Seth, que venía hacia la casa.

De vuelta vimos que todas las ventanas estaban cerradas y que salía humo del interior. Vinimos corriendo y te encontramos sin sentido. Sheere ya no estaba.

– Jawahal se la ha llevado. Ian y Seth se miraron de refilón.

– ¿Qué pasa? ¿Qué has averiguado? Seth se llevó las manos a su espesa mata de pelo y lo apartó de su frente. Sus ojos le delataban.

– No estoy seguro de que ese Jawahal exista, Ben -afirmó el robusto muchacho-. Creo que Aryami nos mintió.

¿De qué estás hablando? -preguntó Ben-. ¿Por qué iba a mentirnos?

Seth resumió sus averiguaciones en el museo con Mr. De Rozio y explicó que no existía mención alguna a Jawahal en toda la documentación del juicio excepto en una misiva particular firmada por el coronel Hewelyn, encubridor del asunto por oscuras razones, dirigida al ingeniero. Ben escuchó las revelaciones con incredulidad.

– Eso no prueba nada -objetó-. Jawahal fue condenado y encarcelado. Se fugó ha-ce dieciséis años y entonces empezaron sus crímenes.

Seth suspiró, negando de nuevo.

– Estuve en la prisión de Curzon Fort, Ben -dijo con tristeza-. No hubo ninguna fuga ni ningún incendio hace dieciséis años. La penitenciaría ardió en 1857. Jawahal nunca pudo haber estado allí ni fugarse de una prisión que ya no existía desde décadas antes de que se celebrase su juicio. Un juicio donde ni se le menciona. Nada encaja.

Ben le miró boquiabierto. -Nos mintió, Ben -dijo Seth-. Tu abuela nos mintió.

– ¿Dónde está ella ahora? -Michael está buscándola -aclaró Ian-. Cuando la encuentre, la traerá aquí.

– ¿Y dónde están los demás? -Inquirió de nuevo Ben.

Roshan miró con indecisión a Ian. Éste asintió gravemente.

– Díselo- dijo.

Michael se detuvo a contemplar la bruma crepuscular que cubría la orilla oeste del Hooghly.

Decenas de siluetas envueltas parcialmente en sus mantos blancos y raídos se sumergían en las aguas del río y la suma de sus voces se perdía en el murmullo de la corriente. El sonido de las palomas que batían sus alas al viento elevándose en la jungla de palacios y cúpulas descoloridas y alineadas frente a la lámina de luz del Hooghly recor-daba una Venecia de las tinieblas.

– ¿Eres tú quien me busca? -dijo la anciana, que yacía sentada a unos metros de él, su rostro oculto en un velo.

Michael la miró y la anciana alzó su velo. Los ojos tristes y profundos de Aryami Bosé palidecieron al crepúsculo.

– No tenemos mucho tiempo, señora -dijo Michael-. Ya no.

Aryami asintió y se incorporó lentamente. Michael le ofreció su brazo y ambos par-tieron rumbo a la casa del ingeniero Chandra Chatterghee al amparo del ocaso.

Los cinco muchachos se reunieron en silencio en torno a Aryami Bosé. Esperaron pacientemente a que la anciana se acomodase y encontrara el instante oportuno en que saldar la deuda que había contraído con ellos al ocultarles la verdad. Ninguno osó pro-nunciar palabra antes que ella. La angustiosa urgencia que les consumía interiormente se transformó momentáneamente en una tensa calma, una sombra de incertidumbre ante la sospecha de que el secreto que la dama había guardado con tanto celo supusiera un desa-fío insalvable.

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