Carlos Zafón - El Palacio de la Medianoche

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El Palacio de la Medianoche. Ambientada en la Calcuta de los años treinta, El Palacio de la Medianoche comienza una noche oscura en la que un teniente inglés lucha por salvar las vidas de dos niños de una amenaza impensable. A pesar de las insoportables lluvias del monzón y el terror que lo asedia en cada esquina, el joven británico logra ponerlos a salvo, pero no sin perder su propia vida… Años más tarde, cuando los dos niños, Ben y Sheere, están en víspera de celebrar su decimosexto cumpleaños, la amenaza reaparece en sus vidas y esta vez no los dejará escapar tan fácilmente. Con la ayuda de sus valientes amigos, los dos hermanos deberán desafiar el terror que los acecha en las sombras de la noche y enfrentarse al enigma más aterrador de la historia de la ciudad de los palacios.

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– Lo siento, muchacho. No se puede pasar -le informó tajantemente.

Michael oteó sobre su hombro y comprobó cómo dos de sus colegas levantaban una viga caída que todavía desprendía brizas de brasa.

– ¿Y la mujer que vive en la casa? -preguntó Michael.

El policía le dirigió una mirada a medio camino entre la sospecha y el fastidio.

¿La conocías?

– Es la abuela de unos amigos -respondió Michael. ¿Dónde está?¿Ha muerto?

El oficial le observó sin aflojar la compostura durante unos segundos y finalmente negó.

– No hay rastro de ella -respondió-. Uno de los vecinos dice que vio a alguien co-rrer calle abajo poco después de que las llamas asomaran por el techo. Ahora, lárgate. Ya te he dicho más de lo que debería.

– Gracias, señor -dijo Michael, retirándose entre la masa humana que se apilaba en pos de eventuales descubrimientos macabros.

Una vez libre de la turba de curiosos y vecinos, Michael examinó las viviendas colindantes en busca de posibles indicios que sugiriesen a dónde podía haber huido la anciana que guardaba con ella el secreto que Seth y él apenas habían conseguido desentra-ñar. Los dos extremos de la calle se perdían en el amasijo de edificios, bazares y palacios de la ciudad negra. Aryami Bosé podía estar en cualquier lugar.

El joven consideró durante unos instantes varias posibilidades y finalmente se decidió por emprender rumbo hacia el Oeste, en dirección a las orillas del río Hooghly. Allí miles de peregrinos se sumergían en las aguas sagradas del delta del Ganges buscando la purificación del cielo y obteniendo la mayoría de las veces a cambio fiebres y enfermedades.

Sin volverse a contemplar las ruinas de la casa derribada por las llamas, Michael emprendió el camino a pleno sol, sorteando el gentío que poblaba las calles y las sumergía en una algarabía de mercaderes, riñas y rezos no escuchados. La voz de Calcuta. A su espalda, a una veintena de metros, una figura envuelta en un manto oscuro asomó entre los recodos de un callejón y empezó a seguirle entre la multitud.

Ian abrió los ojos a la luz del mediodía con la clara certeza de que su insomnio perenne no parecía estar dispuesto a concederle más que unas horas de tregua en honor a la fatiga que sentía tras los acontecimientos de las últimas horas. A juzgar por la consistencia de la luz que bañaba la habitación en la torre oeste de la casa del ingeniero Chandra, calculó que debían de estar cruzando el meridiano de media tarde. El apetito contumaz que le había asaltado al amanecer volvió a hacer rechinar sus dientes con toda su saña. Como solía bromear Ben, parodiando las palabras del maestro Tagore, cuyo castillo se encontraba a pocos metros de allí, cuando el estómago habla, el hombre sabio escucha.

Ian salió de la habitación con sigilo y comprobó que Sheere y Ben seguían disfrutando de un envidiable descanso en brazos de Morfeo. Y sospechó que, al despertar, incluso Sheere estaría dispuesta a dar cuenta del primer objeto comestible que se pusiera a tiro. Por lo que respectaba a Ben, no le cabía duda. En estos momentos su mejor amigo debía de estar soñando con una bandeja repleta de delicias culinarias y un suntuoso postre de dulces de Chhana, una mezcla de jugo de lima y leche hirviendo que enloquecía a los golosos bengalíes.

Consciente de que el sueño ya había sido más caritativo con él de lo que cabía espe-rar, decidió aventurarse al exterior en busca de provisiones con que aplacar su apetito y el de sus compañeros. Con algo de fortuna, pensó, estaría de vuelta antes de que ambos hu-biesen tenido tiempo de bostezar.

Atravesó la sala de la gran maqueta y se dirigió hasta la escalera en espiral, compro-bando satisfecho que a la luz del día el aspecto de la casa resultaba considerablemente menos inquietante. La primera planta permanecía imperturbable e Ian constató el hecho de que la casa aislaba el interior de la temperatura externa con prodigiosa efectividad. No le costaba imaginar el sofocante calor que debía de imponer su ley tras aquellos muros y, sin embargo, la casa del ingeniero se diría situada en el país de la eterna primavera. Cruzó varias galaxias a paso ligero sobre el mosaico a sus pies y abrió la puerta al exterior, con-fiando en no olvidar la combinación de la excéntrica cerradura que sellaba el santuario privado de Chandra Chatterohec.

El sol caía inmisericorde sobre el espeso jardín y la laguna que la noche anterior le había parecido una lámina de ébano pulido desprendía ahora intensos destellos sobre la fachada de la casa. Ian se dirigió a la boca de salida del túnel secreto bajo el puente de madera y por un momento se dejó llevar por la ilusión de que, a la luz de un día resplan-deciente y abrasador de verano como aquél, las amenazas que durante la noche les habían atormentado parecían desvanecerse con la misma facilidad que una figura de hielo en el desierto.

Disfrutando de aquel paréntesis de tranquilidad, se introdujo en el pasillo y, antes de que el hedor acre de su interior invadiese sus pulmones, salió de nuevo por la brecha que conducía a la calle. Una vez allí, lanzó mentalmente una moneda al aire, y decidió emprender su búsqueda alimentaria hacia el Oeste.

Mientras se alejaba canturreando por la calle desierta, poco podía imaginar que los cuatro círculos concéntricos de la cerradura de la casa habían empezado a girar de nuevo con infinita lentitud y que esta vez la palabra de cuatro letras que compondrían al fijarse en la vertical no era el nombre de Dido, sino el de otra diosa mucho más próxima: Kali.

Ben creyó escuchar un estruendo en sueños y despertó a la oscuridad absoluta de la habitación en que había estado descansando. Su primera impresión, en el aturdimiento de los segundos que siguen al brusco despertar de un largo y profundo sueño, fue de perplejidad al comprobar que ya había anochecido y que debían de haber dormido durante más de doce horas. Un instante después, al escuchar de nuevo el impacto seco que creía haber oído en su sueño, comprendió que no era la noche lo que impedía que la luz del día penetrase en la habitación. Algo estaba sucediendo en la casa. Los postigos se estaban cerrando con fuerza, como las compuertas de una esclusa, herméticamente. Ben saltó de la cama y corrió hacia la puerta en busca de sus amigos.

– ¡Ben! -escuchó gritar a Sheere. Corrió hasta la puerta de su habitación y la abrió. Su hermana, inmóvil, estaba al otro lado de la puerta, temblando. La abrazó y la sacó de la estancia mientras contemplaba aterrado cómo, uno a uno, los ventanales de la casa se ce-rraban al igual que párpados de piedra.

– Ben -gimió Sheere-. Algo ha entrado en la habitación mientras dormía y me ha tocado.

Ben sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo y condujo a Sheere hasta el centro de la sala de la maqueta de la ciudad. En un segundo, se hizo la oscuridad absoluta en torno a ellos. Ben rodeó a Sheere con sus brazos y le susurró que guardase silencio mientras trataba de escrutar en la oscuridad algún signo de movimiento. Sus ojos no consiguieron discernir forma alguna entre las sombras, pero ambos pudieron oír aquel rumor que parecía invadir los muros de la casa y hacía pensar en cientos de pequeños animales correteando bajo el suelo y entre las paredes.

– ¿Qué es eso, Ben? -susurró Sheere. Ben trataba de encontrar una respuesta cuan-do un nuevo acontecimiento le robó las palabras. Las luces de la maqueta de la ciudad se estaban encendiendo lentamente y los dos muchachos asistieron al nacimiento de una Calcuta nocturna frente a ellos. Ben tragó saliva y sintió que Sheere se aferraba con fuerza a él. En el centro de la maqueta, el pequeño tren prendió sus faroles y sus ruedas empeza-ron a girar lentamente.

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