Arturo Pietri - La visita en el tiempo

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La visita en el tiempo: краткое содержание, описание и аннотация

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En La visita en el tiempo, Arturo Uslar Pietri recrea la vida de Don Juan de Austria, general y hombre de Estado español, hijo natural del emperador Carlos V y Bárbara de Blomberg. Nacido en 1545, fue criado secretamente por Luis de Quijada, mayordomo del emperador. Famoso por su gallardía, Felipe II lo reconoció como hermano, lo instaló en la corte y le concedió los honores propios del hijo del emperador.
Habían proyectado dedicarle a la iglesia, pero lo impidió su carácter belicoso.
Demostró sus condiciones de general y ambicionó reinar más que nada en el mundo; su corta existencia transcurriría en un constante conflicto entre el sueño y la realidad.

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«A ellos.» Trepando desde la proa soldados españoles llegaron a la cubierta de la nave turca. Los unos se empujaban a los otros para llegar arriba. Los que no caían al agua, entraban en la cubierta enemiga en una lucha de hombre a hombre. Los cuerpos muertos y la sangre sobre las tablas estorbaban la lucha. De las galeras cercanas pasó gente a la Real. Formaban un amasijo de galeras trabadas en torno a las dos capitanas.

El conjunto de naves formaba un tablado desigual y roto, de borda a borda y de cubierta a cubierta, por donde se movía, avanzando y retrocediendo, la revuelta masa de los combatientes. Los heridos y los muertos caían entre los pies de los combatientes o rodaban a los retazos de mar entre las palamentas rotas. Ya no era hora de dar órdenes. Don Juan se lanzó desde la carroza de popa con la espada en la mano. Cerrado entre sus hombres, arrastrando y arrastrado, llegó hasta la arrumbada y subió la borda de la Sultana. Los cristianos habían ocupado hasta más allá del palo mayor. Lo que se miraba enfrente era la marejada de los guerreros turcos. Turbantes, escudos, arcos, los largos sables curvos de los jenízaros y aquel griterío en algarabía revuelta. Algunos de sus capitanes lo contuvieron. En lo alto de la popa estaban los jefes turcos. Bajo su gran turbante, vestido de sedas deslumbrantes, estaba Ah Bajá, el almirante. El avance se había detenido. En la línea de lucha se pisaba sobre heridos y muertos. Las tablas estaban resbaladizas de sangre. Los capitanes exhortaban a Don Juan a retirarse ala Real. No quería oír. «Para esto he venido. Para esto estoy aquí.» El avance se había detenido y los cristianos comenzaban a retroceder bajo el creciente número de los turcos. El humo de los incendios impedía distinguir con claridad. Arreciaban los disparos y la lluvia de flechas. De lado y lado los cañones abrían huecos en la madera y en la fila de hombres. Empezaron a saltar soldados turcos sobre la proa de la Real. No quedó nadie sin acudir a la pelea. Los galeotes habían abandonado sus remos inertes Y rotos para atacar al enemigo. Pasaban el trinquete y se acercaban a la mayor, casi Sin poder retroceder contenidos por la masa de hombres que llegaba de refuerzo. Comenzaron de nuevo los cristianos a avanzar, regañaron el trinquete, subieron a la arrumbada, saltaron del tamborete a la cubierta de la turca. Era como una oleada de tormenta que desbordaba sobre las planchas empujando los enemigos hacia atrás. Cada hombre tenía ante sí aquel solo enemigo que lo amenazaba. La visión de Don Juan se concentraba en aquel torrente de hombres que trepaba o retrocedía en la Sultana. Lo demás era el resonar de cañones cercanos o lejanos,»staccato» de fusilería y humo de incendio que venía de los barcos trabados, revueltos, inmóviles, cada uno en cada otro. Era aquella sola su batalla, aquel pasadizo de la crujía, que subía y llegaba a la cubierta de la Sultana.

Nadie sabia de los otros, cada quien en su parte en el vasto y oculto espacio de la pelea. La lucha era la suya sola, allí, y cada hombre tenía que ganarla o perderla.

Un pedazo de combate que era todo el combate para cada capitán y para cada soldado.

Volvían los cristianos a ser rechazados de la Sultana. Nadie sabía el tiempo. El sol entre nubes estaba alto. «Son duros estos perros.» Al tercer asalto, los cristianos lograron llegar más allá del medio de la galera turca. La confusión de la mezcolanza no dejaba mirar más allá de la primera fila de guerreros. En el retroceso caían al agua los soldados del Sultán, empujados por la acometida cristiana. Se vio a Ah Bajá surgir cerca entre los combatientes. Su turbante blanco flotaba sobre las cabezas de todos.

Desapareció el turbante, se detuvo el empuje turco, se hizo un vacío y se vio el cuerpo del almirante caído en las planchas. Se acalló el griterío. Un soldado cristiano avanzó hasta el caído, con la daga separó la cabeza del tronco y la clavó en una pica. Al levantar cabeza, trapo, sangre y muerte, un grito recorrió la soldadesca. Don Juan miró fijamente aquella cabeza inerte ensangrentada que parecía tan pequeña. La trajeron a la Real y la izaron de una xerga al tope del trinquete. Un clamor de feroz alegría corrió (le galera en galera.

Anunciaba la victoria pero el combate seguía. Era ahora cuando podía el Generalísimo apreciar la situación de la batalla. Lo que se veía y lo que no se podía ver. Lo que pasaba, de orilla a orilla en toda la extensión del golfo. Lo que veía eran fragatas trabadas en lucha, naves incendiadas, medio hundidas, encalladas en las lejanas riberas de las que escapaban, saltando al bajo fondo, los fugitivos.

Lo que fue sabiendo Don Juan era todavía confuso. Se seguía combatiendo en las formaciones de Barbarigo a la izquierda y de Doria a la derecha. ¡labia que auxiliarlos.

El Uchali, con su astucia, había maniobrado ante las galeras de Doria, había logrado que se apartaran del centro y había hallado un paso para flanquearías y atacar por la espalda. Se enviaron naves de la retaguardia y del centro a auxiliar las fuerzas de Doria y Barbarigo. Los venecianos habían combatido con desesperada furia. Barbarigo había caído gravemente herido y su segundo, Contarini, había muerto.

Fue entonces cuando en la Real se dieron cuenta de la ho¡a y del estado del combate. Enípezaba la tarde y el cañoneo había amainado. El Uchali, con un puñado de galeras, había logrado escapar mar afuera.

Requesens y Colonna vinieron a la Real. El estruendo de los disparos había cesado y lo único que llegaba era el crepitar de los incendios y el clamor de la tropa.

Atropelladamente todos comentaban hechos y aspectos del combate. Todo a la vista era horrible. Velas y maderos ardiendo, barcos escorados o semihundidos, confusa mezcla de galeras cristianas y turcas, victoriosas y prisioneras, pero iguales en daño y ruina.

Se daban órdenes para transportar heridos y remolcar embarcaciones. La soldadesca cristiana entraba a saco en las galeras turcas buscando botín. Don Juan oyó, miró y dijo al fin: «Ante todo demos gracias a Dios». Se dieron órdenes para retirarse a pasar la noche en la ensenada de Petala. Don Juan se fue solo a su cámara. Juan de Soto adivinó lo que debía estar haciendo. Iba a encontrarse con el Emperador.

Soto esperó largo rato y al fin se atrevió a entrar. Lo encontró arrodillado, con la cabeza entre las manos. «Ojalá que lo que hemos logrado justifique este horror.»

Al amanecer la flota dejó la bahía y se enrumbó hacia Petala, en el mar Jónico.

Quedó vacío el golfo con sus esqueletos de galeras, con sus centenares de cadáveres aboyados, mecidos en la onda lenta, que pronto devorarían los peces.

La reunión de los jefes en Petala fue larga y difícil. Después de que cada quien contó su batalla y glorificó su tropa, hubo que pasar a hablar del botín y de su reparto, según las proporciones previamente establecidas.

Dinero, metales preciosos, telas de lujo, trofeos y millares de esclavos a distribuir.

También había aquellos dos muchachos huraños y temerosos que eran los hijos de Ah Bajá. Don Juan los tomó bajo su protección.

Hubo la reconciliación con Veniero. Trajeron al veneciano ante Don Juan. «Hoy es el día de olvidar viejas rencillas.» El veterano lo abrazó sollozando.

«¿Y ahora qué hacemos?» La reláfica larga y detallada de los comandantes revelaba el estado lamentable de las tres flotas. Barcos dañados, armamentos agotados, muchos heridos y muertos, vituallas y pertrechos escasos, cansancio y aquel callado deseo de terminar con la horrible prueba. Algunos pensaban que se debía proceder de inmediato a ocupar puertos y tierras del Turco, llegar a la costa de Levante, liberar Chipre y Malta, acaso bloquear Constantinopla. ¿Cómo y con qué? Había entrado el tiempo de invierno con sus tormentas más temibles que una batalla. «Parecemos una tropa derrotada.» Habría que retirarse, dejar al Turco rehacer sus fuerzas y volver en la primavera.

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