Arturo Pietri - La visita en el tiempo

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La visita en el tiempo: краткое содержание, описание и аннотация

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En La visita en el tiempo, Arturo Uslar Pietri recrea la vida de Don Juan de Austria, general y hombre de Estado español, hijo natural del emperador Carlos V y Bárbara de Blomberg. Nacido en 1545, fue criado secretamente por Luis de Quijada, mayordomo del emperador. Famoso por su gallardía, Felipe II lo reconoció como hermano, lo instaló en la corte y le concedió los honores propios del hijo del emperador.
Habían proyectado dedicarle a la iglesia, pero lo impidió su carácter belicoso.
Demostró sus condiciones de general y ambicionó reinar más que nada en el mundo; su corta existencia transcurriría en un constante conflicto entre el sueño y la realidad.

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Cuántos hombres no quisieran estar en su lugar para ganar toda gloria en la tierra y en el cielo.

Mandó luego a detener el avance. [.os remeros aguantaron los remos mientras Don Juan, con dos acompañantes, subió a una embarcación ligera para pasar revista a la fila del centro y la derecha de la formación. En la proa, como un arcángel en su altar, levantaba la mano como si bendijera. A veces se detenía, subía a bordo, saludaba a los hombres agolpados para verlo. Todos iguales y distintos, más grandes o más pequeños, más mozos o más viejos, con nombres tan diferentes como sus destinos, españoles, venecianos, pontificios, de todos los confines, gentes de guerra. de aventura y de esperanza de la "Diana", la "Margarita", la «San Pedro". la "Perla", la «Granada», la»Santa Maria». la "Furia", la "Ventura», la»Esperanza» o la»Marquesa«.

Eran como un solo hombre repetido centenares de veces. La misma actitud de asombro, de ímpetu contenido, el arma en la mano, el casco metido hasta los ojos, entrecerrados por el brillo de las picas y las lanzas, apretados sobre las planchas de la arrumbada.

De proa en proa asomaba aquel mismo rostro ansioso que lo devoraba con los ojos y que apenas oía sus palabras. Sólo algunas voces les llegaban reverberando: "Dios", "la Gloria Eterna», «la Santísima Virgen de las Batallas", "dichosos los que estamos aquí", «dichosos los que podrán decir que estuvieron aquí», «Dios lo quiere". "Dios está con nosotros». Eran como un solo hombre innumerable al que se dirigía. Altos, chicos, vociferando en español, en dialecto veneciano o romano, en desgarradas voces alemanas, en inglés o en griego. Allí estaban los Pedros, los Gineses, los Luigi, los Demetrio, Juan, Giovanni, Hans, John, uno solo y todos, cada uno con su propio nombre, su propio miedo, su propia esperanza. Todos lo veían a él, pero tampoco veían al mismo hombre ni con los mismos ojos. El Generalísimo, el príncipe, el hijo del Emperador, el único y propio de cada uno de ellos, el que los había traído hasta allí y los llevaría a la victoria, tan distinto para cada uno. "Yo estoy aquí», era lo que hubiera podido decir cada uno de ellos. Desde los más torpes y simples hasta aquel soldado a quien Don Juan tampoco distinguió. pálido de fiebre, acezante como un galgo fino, ardiente y estremecido que ya sabía que era aquélla "la más alta ocasión que vieron los siglos presentes. ni esperan ver los venideros".

Al regreso a la Real pudo ver en toda su extensión la larga fila de proas que avanzaban hacia las naves turcas y el espacio tupido de arboladuras. Era como la confluencia de muchos torrentes humanos, que había llegado allí, a aquel brazo de mar, a confundirse y mezclarse en un mismo momento y en un mismo impulso. Millares y millares de hombres, millares y millares de hilos de vida, habían llegado de cien partes a anudarse allí, precisamente allí, en aquella hora y lugar, para desatarse en el combate, en el riesgo de cada uno, como si entraran a otra vida.

Reanudado el avance, fue viendo más claro el conjunto de la flota enemiga. Iban reconociendo por los informes recibidos los cuerpos que la formaban. En el centro, inconfundiblemente, aparecía la Sultana. la gran nave altanera, henchido el pecho de sus velas, desbordante de formas humanas, arropada de un inmenso estandarte verde que estallaba en lo gris del cielo. Dentro de dos horas, dentro de una hora, estarían a distancia de tiro de cañón. Allí estaba el almirante turco, Ah Bajá. Joven, espléndido en su coraza, bajo su grueso turbante como un hongo monstruoso. Los barcos que formaban el ala derecha eran los de El Uchali, galeras de corsario sucias de mar y rotas de combates, donde el tiñoso renegado debía ir con su ojo sagaz escrutando el frente de las galeras de Doria con las que iba a topar.

En ese momento se aflojaron las velas turcas abandonadas del viento y comenzaron a henchirse las cristianas. Un grito de alegría recorrió la flota. Era presagio de victoria. En la Real se había alzado la señal de combate y se esperaba por momentos el primer disparo de cañón que anunciaría el comienzo. Había silencio en la flota cristiana, mientras del ancho frente de la turca llegaba el sordo y poderoso eco de gritos, tambores y chirimías. La alegría del miedo.

Solemne, lento, sonó el primer disparo desde la capitana turca. Se oyó otro cañonazo y simultáneamente se vio desgajarse y caer al mar uno de los tres fanales de la Sultana. La flota cristiana estalló en un clamor de júbilo.

A medida que se acercaban los frentes, el campo de visión se iba estrechando. De lado y lado, desde cada nave, se iba viendo sólo aquella parte del otro frente que se le acercaba. Don Juan miraba la Sultana avanzar hacia la Real, como si estuvieran solas y se buscaran. Lo mismo ocurría en cada barco. Era una visión de barco a barco, que más tarde sería una de hombre a hombre. Se abarcaba diez galeras enemigas, luego seis, para terminar por no ver sino aquella sola, que avanzaba apuntando su espolón.

Al acercarse la flota turca, las seis galeazas venecianas comenzaron a disparar todos sus cañones desde las bordas como un castillo flotante. Se habían hundido algunas galeras turcas y se abrió un ancho espacio de temor en torno a las galeazas. La Sultana esquivó la que se encontraba más cerca y se colocó en línea hacia la Real. Por toda la aglomeración surgían disparos de cañón y tiros de arcabuz, el humo subía de los incendios que provocaban los dardos encendidos y las velas se erizaban de flechas.

Cada espolón, erguido y cabeceante, buscaba los bajos blandos de la otra galera.

Era como una manada de bestias marinas en celo. Llegaba el momento de toparse galera con galera. El firme espolón buscaba el costado para penetrar la galera enemiga.

El recortado espolón de la Real resbaló sobre el alto flanco y el espolón del barco enemigo, mientras penetraba el espolón de la galera del Bajá, con empuje brutal, en el vientre de la Real. Quedaron trabadas en un solo movimiento, cayeron los garfios de abordaje. Ahora estaban atadas, metida la una en la otra, tocándose con los brazos rotos de los remos. Era más alta la borda de la galera turca. Había que treparía y abordarla. Apretados sobre la arrumbada y el tamborete de proa, sobre la crujía y los corredores, enredados en sus armas, los soldados se lanzaban al abordaje. Con ímpetu saltaron los primeros sobre la Sultana y comenzó el combate cuerpo a cuerpo.

Cada galera buscaba su contraria, la tanteaba con los remos, se enderezaba para acometerla con el espolón hasta penetrarla o ser penetrada para quedar apareadas en aquella lucha que iba cubriendo de entarimados flotantes lo que era mar, hasta que el mar se redujo a pequeños trechos de agua de nave a nave, donde, entre trapos y maderos, se agarraban a los remos rotos los hombres caídos, antes de desaparecer bajo el agua.

A lo largo de la línea de batalla se iban apareando las galeras en aquel abrazo de muerte. La navegación había terminado y ahora no quedaba sino la lucha de hombre a hombre, soldados de los tercios, marineros, galeotes armados, capitanes, de galera a galera pasaban y retrocedían, en aquel inmenso tablado roto y oscilante lleno de gritos, estampidos y crepitar de incendios. De galera a galera se peleaban, de galera a galera pasaban los refuerzos de hombres y armas, hasta que la lucha se redujo a doscientos encuentros de barco a barco, como si cada quien estuviera solo en su parte de infierno.

Disparos de cañón y de arcabuces se cruzaban entre las dos galeras, abriendo huecos en la obra muerta y matando remeros y soldados. La humareda hacia borrosa la proximidad. Se estremeció en toda su extensión la Real ante el terrible choque del espolón de la Sultana, saltando maderos y aplastando remeros. «Nos han bujarroneado.» Estaba encima la gran galera turca, echada sobre la Real de todo su peso y altura.

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