Arturo Pietri - La visita en el tiempo

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La visita en el tiempo: краткое содержание, описание и аннотация

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En La visita en el tiempo, Arturo Uslar Pietri recrea la vida de Don Juan de Austria, general y hombre de Estado español, hijo natural del emperador Carlos V y Bárbara de Blomberg. Nacido en 1545, fue criado secretamente por Luis de Quijada, mayordomo del emperador. Famoso por su gallardía, Felipe II lo reconoció como hermano, lo instaló en la corte y le concedió los honores propios del hijo del emperador.
Habían proyectado dedicarle a la iglesia, pero lo impidió su carácter belicoso.
Demostró sus condiciones de general y ambicionó reinar más que nada en el mundo; su corta existencia transcurriría en un constante conflicto entre el sueño y la realidad.

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Tampoco coincidían los informes y cálculos sobre la fuerza turca. Las estimaciones fluctuaban entre 150 y 300 galeras. Cada barco espía traía una información diferente.

Para el 20 de agosto todo estaba listo para la partida. La bahía rebosaba de galeras y las galeras rebosaban de hombres. El último en subir a bordo fue Don Juan con sus consejeros inmediatos. De pie sobre el puente sintió el empuje poderoso de los remeros. Entre el retumbar de las salvas lo envolvía el clamor de los soldados que lo veían como una imagen sobrenatural bajo el inmenso estandarte desplegado con su Crucificado que parecía nadar y ocultarse en el viento.

Ya en la cámara, solo, se puso a hablar consigo mismo: "Ahora soy yo y más nadie el responsable de todo. De ahora en adelante no debo cuentas sino a Dios. A Dios y al Emperador. Es él quien me ha puesto en esta situación y es a él a quien debo responder. No por boca del rey y de los cortesanos, no por un papel firmado, sino por mis propios hechos voy a demostrar quién soy. No puedo defraudar al Emperador.

Debo demostrar que soy de su propia sangre. Ésta será mi prueba suprema y final".

El mal tiempo se nos viene encima.~ Era lo que decían todos mientras navegaba la flota hacia Messina. El cielo cubierto de nubes grises se reflejaba en un mar descolorido. Un viento frío del Norte empujaba las velas y afligía a los homnbres. Don Juan evitaba comentarlo. A veces algún viejo marino se atrevía a decir: "De ahora en adelante no hay que esperar sino tempestades. El tiempo de la guerra es el de las flores".

Cuando se aproximaron al puerto de Messina vieron con sorpresa un grupo de embarcaciones pintadas de negro. No podía ser de peor anuncio para tantos hombres supersticiosos. A medida que se acercaron se precisó la visión. Eran galeras enlutadas.

"Color de muerte, color de infierno." Algunos se persignaban disimuladamente o hacían los gestos tradicionales para conjurar la mala suerte. "Se nos ha venido a reunir la tiota de Aqueronte. Pocos rieron el chiste de Juan de Soto. Los cascos, las velas, las jarcias eran negras, sobre las insignias y las banderas había crespones de luto. "¿Qué significa esto?", se preguntó Don Juan, sin hallar quien pudiera responderle.

Al desembarcar en medio del gran séquito de altos funcionarios y jefes de la flota, le informaron. Eran las naves pontificias de Marco Antonio Colonna, que al recibir la noticia de la muerte en Roma de una hija, enloquecido de dolor, había ordenado cubrir sus barcos de aquel luto ominoso. Allí estaba, más cerrado de negro que sus barcos, los ojos enrojecidos del llanto, la palabra convulsa. "Señor, dura prueba me ha mandado Dios, pero no flaquearé." "De eso estoy seguro."

La recepción fue clamorosa, más acaso que en los otros puertos. Habían levantado un inmenso arco de madera en el propio embarcadero, sobre la puerta central se alzaba ulla estatua improvisada de Don Juan, gigantesca, con un enorme bastón de mando y la cabeza deformada por la altura.

Allí le saludaron los venecianos. El viejo Santiago Veniero, marino, diplomático, jurista, hombre curtido en intrigas, conflictos y guerras. Junto a él Barbarigo y Qumrmnm.

El saludo fue frío y las palabras reticentes. Tenían un mes esperando en Messina, estaban escasos de hombres y de vituallas. "Ya desesperábamos, señor." "Lo lamento, pero ahora vamos a ganar todo el tiempo perdido."

¡Sintió que Veniero lo escrutaba como un chalán a un caballo de feria.

Después que terminaron los saludos, Don Juan se quedó en el palacio con sus alíegados. Comenzó a enfrentar aquella nueva realidad. Faltaban todavía barcos y fuerzas por llegar, no sólo las galeras venecianas, sino también las del Papa, y las otras estaban escasas de remeros y soldados. "La verdadera batalla la vamos a tener aquí", dijo en conversación con Requesens y Juan de Soto. Requesens, muy sereno y firme, había dicho que en aquellas condiciones no se podía enfrentar a las fuerzas otomanas. Las noticias que llegaban de exploradores y de naves mercantes eran que los turcos reunían su flota hacia la costa griega y el Adriático, tal vez en el Golfo de Corinto, que eran muchas naves muy bien armadas y provistas de soldados. Se tenía noticias de ataques y asaltos aislados a ciudades e islas, en Corfú, en Cefalonia. Entraban, quemaban, profanaban las iglesias, pisoteaban las cruces y las hostias y se sentaban insolentemente sobre los altares. "Los ojos cobardes aumentan y multiplican. Hay que ver esas cosas con serenidad."

Se iba a celebrar el Gran Consejo en la Galera Real, con los comandantes, los capitanes, los jefes de tropas; presidiría el Nuncio de Su Santidad, que iba a llegar con bendiciones, promesas y exhortaciones del Santo Padre. A su lado estaría Don Juan.

Le llegaban informaciones contradictorias sobre las posiciones que podían adoptar los distintos jefes frente a la decisión española. No se estaba seguro de la actitud que adoptarían Veniero, ni Doria, ni tampoco Colonna.

Juan de Soto le entregó una carta del duque de Alba, de Flandes. El viejo soldado le escribía con un tono casi paternal: "Antes de proponer las materias en Consejo conviene mucho platicar familiarmente con cada uno de los consejeros, encomendándose el secreto, y saber su opinión, porque de esto se sacan muchos provechos, que al que V. E. hablare en esa forma se tendrá por muy favorecido y agradecerá mucho la confianza que de él hace; el tal dirá libremente a y. E. lo que entiende…; en el preguntarles y oírles particularmente V. E. no debe declarar con ninguno de ellos su opinión, sino con aquel o aquellos con quienes 5. M. hubiera ordenado a V. E. tome resolución». También le aconsejaba no permitir debates en el Consejo, porque seria en desmedro de su propia autoridad.

Fue lo que se puso a hacer con toda diligencia. Oía las opiniones sin expresar la suya, pero dirigiendo hábilmente con apoyaturas o reservas la opinión del otro. "Esto es reservadísimo y secreto entre usted y yo para poder formarme un mejor juicio de lo que convenga hacer.» Pudo darse cuenta de las dudas, las reservas y la variedad de opiniones. Había quienes pensaban que era ya tarde para librar una batalla decisiva y que más valía realizar algunas operaciones locales que debilitaran al Turco para un encuentro definitivo en la primavera próxima. Había opciones obvias: ir a socorrer a los sitiados y maltrechos defensores de Famagusta para recuperar a Chipre; tomar algunas bases en territorio griego para reducir el espacio del Turco o aquella otra que evocaba la gloria de Carlos V, tomar a Túnez y, tal vez, a Argel, y hacer seguro para siempre el Mediterráneo del levante. Muchos no tenían criterio definido y era más fácil llevarlos a una posición favorable a la decisión en una gran batalla. Los más resueltos, fuera de los españoles, eran los venecianos, que se sentían burlados y amenazados por la política del Sultán Selim y los pontificios de Colonna.

Llegó el Nuncio Papal, Monseñor Odescalchi, con gran acompañamiento de prelados, frailes y monjas. Traía reliquias y bendiciones del Papa. Era hombre solemne y teatral, de amplios gestos y voz grave y pastosa, que era difícil saber si hablaba, oraba o salmodiaba. Con la presencia del Nuncio, tomó otra dimensión la espera. Se inició una serie de ceremonias religiosas, sermones, penitencias, confesiones y comuniones multitudinarias en la que participaban todos, soldados, marinos y habitantes de Messina. Los coros de la iglesia impetraban el favor de Dios. Se declaró prohibición de blasfemar, de embriagarse y de llevar mujeres a bordo. A todos llevaba el Nuncio su prédica encendida de que se trataba de una empresa de Dios mismo. "Nunca, tal vez ni en las Cruzadas, hubo oportunidad semejante de servir al Señor.» A las nueve de la mañana estaban congregados en la cámara de la Galera Real cerca de setenta personajes. Jefes, capitanes, Maestres de Campo de los Tercios, y hasta algunos coroneles y oficiales medios. Finalmente entró Don Juan acompañado por el Nuncio, todos se pusieron de rodillas y desde la mancha roja de su capa el Nuncio regó bendiciones.

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