El seno del Tirreno, la larga y arrugada bota italiana, el triángulo de Sicilia, el angosto espacio del Adriático y las costas dentadas y zigzagueantes de Grecia, Corfú, el Peloponeso, Corinto, Creta, Chipre y Malta metidas en las aguas del Turco. También estaba la costa turca de los Dardanelos y el cuerno de Constantinopla entre las orillas de los continentes. Allí estaba Selim en el serrallo, con sus quinientas mujeres, sus eunucos, sus batallones de jenízaros, disponiendo la salida de enjambre tras enjambre de galeras. Era hasta allí que había que llegar a tiempo. El verano se iba acortando día a día. Ya se había ido mayo y todavía estaba en Madrid. Comenzó a correr junio como los granos de un reloj de arena.
Al fin saldría el 6. Al amanecer no estaba en su casa, donde se habían congregado sus caballeros y servidores. Ya entrada la mañana apareció al galope de un caballo.
Se supo, por los que aparecieron con él, que lo habían aguardado largas horas de la noche frente a un balcón. Una silueta de mujer apareció en la sombra. Pasaron las horas, pasó alguna ronda con sus hachones. Al primer albor lo vieron descolgarse del balcón y saltar sobre el caballo.
Iban a Barcelona. No como la vez anterior, fugitivo y escondido, sino en un desfile triunfal de villas y castillos que lo aguardaban en fiesta. Ya no era el aventurero de la loca aventura de Malta, sino el Generalísimo, el supremo comandante de las fuerzas navales cristianas. «Todo ahora depende de mi», le dijo a Soto, «y es lo que más me preocupa. Es como si yo sólo fuera a combatir en un duelo con el Sultán».
Llegado a Barcelona se dio cuenta de que faltaba mucho para poder salir. Sólo una parte de las galeras estaba en el puerto. Las demás debían llegar en una semana, en veinte días. Las informaciones lo alcanzaban con exasperante retardo.
«Cada día que se pierde es un día ganado por el Turco», le decían los veteranos del mar. «Es ahora el buen tiempo para nosotros; si se va julio y se va agosto y llega septiembre las tormentas barrerán el mar. Si la flota no está reunida en agosto y en marcha para el combate se habrá perdido la oportunidad.» Enviaba correos, pero las respuestas no parecían llegar nunca. Se sentía atenazado e impotente. Pasaba de accesos de furia a horas de abatimiento. «Todo se va a quedar en esperas y tardanzas.» A retardados retazos se iba completando el cuadro. «Han llegado diez galeras.» «Los venecianos están al zarpar para aguardarnos en Messina.» «Si es que llegamos algún día a ella.» Le escribió al rey pidiéndole su ayuda en órdenes y auxilios. No se hacía ilusiones.
De nada valía que el correo reventara caballos. La carta llegaría a Madrid, pasaría por las manos de Ruy Gómez o más probablemente por las de Antonio. Tardaría en entregarla. La entregaría finalmente dentro de un montón de peticiones, denuncias, memoriales y chismes. Quedaría en la mesa del rey días, acaso semanas, hasta que en algún momento perdido se pusiera a leerla y a cavilar y a oír opiniones para, finalmente, poner al margen con su menuda letra alguna vaguedad.
Se vivía en una víspera sin término. «Se hace lo que se puede, todo toma su tiempo, Alteza.» No quería oír eso, estallaba de impaciencia. Cada día que pasaba era un día perdido para la guerra y ganado para el invierno. Había pasado junio, avanzaba julio y todavía no se salía. «Si perdemos otro mes ya no será posible emprender la campaña.» Los trabajos en la atarazana no avanzaban lo suficiente. El ajetreo de los carpinteros y el estruendo del martillear y de las maldiciones llenaba la alta nave del astillero.
Cada día se esperaba un convoy que no llegaba. Había sido menester enviar a algunos comandantes a recoger gente en otros puertos y a cumplir otros servicios inaplazables.
Gil de Andrade salió con sus galeras a Mallorca, Santa Cruz a Cartagena, Sancho de Leiva a Gibraltar. Parecían más los que salían que los que llegaban. Ahora el rey le escribía reclamándole el retardo, como si fuera por su culpa. Ya las galeras de la Santa Sede y de Venecia debían estar llegando a Messina y él estaba en Barcelona, consumiéndose de desesperación, oyendo vagas disculpas, consejos inútiles y asistiendo a ceremonias, misas y reuniones de personajes. Requesens estaba allí, cada hora importante de su destino había estado marcada por aquella presencia. Cuando tomó el primer comando de las galeras en Cartagena estaba allí para decirle todo lo que tenía que hacer, en Granada era la voz que había que oír, ahora reaparecía. «El pecado original de nuestra Corte es el de no hacer nada a tiempo.» Iba a fracasar la gran empresa por esa misma desgana. «Juan», le decía a su secretario Soto, «no me explico que el príncipe de Éboli y Antonio Pérez, tan amigos míos, no puedan hacer mas».
Los venecianos se quejaban del retardo, las galeras del Papa ya estaban listas. De Italia le venía la noticia de que el rey había reiterado nuevamente la prohibición de darle el tratamiento de Alteza. No habría podido escoger mejor momento para estrujarle en el rostro la humillación.
Llegaron las últimas instrucciones. Requesens debía acompañarlo en la Real y aprobar todas las decisiones. Con Quijada había sido distinto. Era como su padre, estaba de por medio su «tía» y su ternura materna, pero aquel hombre seguro, callado y muy posesionado de sí mismo era otra cosa. Le nombraban también el Consejo de Guerra, donde debían tomarse las decisiones importantes. Iban a ser nueve opiniones que acatar. Los cuatro primeros formarían a la vez el Consejo Privado con las manos metidas en todo. Requesens el primero y luego Doria, el genovés mañoso que se sentía como un verdadero príncipe reinante, el marqués de Santa Cruz, que le daba cierta sensación de seguridad en la gran aventura, Juan de Cardona, jefe de las galeras sicilianas y, luego, el conde de Santa Flor, con la infantería italiana, Ascanio de la Corgna, Gabrio Cervellón, con la artillería, Gil Andrade, Juan Vásquez de Coronado.
A última hora habían llegado instrucciones de la Corte para que la flota se dirigiera a Génova y Nápoles antes de llegar a Palermo. «Esto significa perder quince días más."
«Quien nos va a derrotar es el invierno.«En los últimos días de la espera llegó una carta manuscrita del rey. Juan de Soto se la leyó poniendo en el tono dulzura y suavidad. «No puede ser. Nunca creí que llegaría a ese extremo.» Se movió nerviosamente, estuvo a punto de estallar en llanto. «Cálmese Su Alteza, cálmese.» «No me des más ese nombre, es una irrisión, Juan de Soto.
No soy nadie, para el rey soy menos que nadie. El pobre bastardo que le encomendó su padre y que él tiene que sufrir. He cumplido con éxito todo lo que me ha confiado.
Pero de nada sirve. Cada vez que puede me humilla." Hacía poco le había escrito a Ruy Gómez quejándose del menosprecio que significaba ordenar que se le tratara de Excelencia. Se atrevía a decirle que «así como no lo merezco no sale de 5. M. sino de alguna persona que creerá autoridad suya tener yo poca». «¿Quién puede ser, Juan de Soto?» No le respondió el asustado secretario. «No es Ruy Gómez, de eso estoy seguro. ¿Quién entonces?» «Vamos a hacerle una carta al rey para terminar con todo esto. Tengo que decirle que ya no soporto más tantas humillaciones y maltratos. Que merezco el respeto que todos me dan, menos él.~ Redactar la carta fue un combate.
Soto sugería formas suaves de decir su querella, maneras cortesanas de presentar sus quejas. La frase iracunda se convertía en tímida ironía. Le suplicaba «advertirme de continuo de lo que yo no entendiere… fío tan poco de mi edad, experiencia y opinión».
Declaraba la gran necesidad que tenía del juicio ajeno. Pedía que se le "fuera advirtiendo y reprendiendo lo que se juzgare que dejó de acertar, recordaba la anterior carta de consejos antes de salir para Cartagena. como para señalar la inútil reiteración desconsiderada que ahora le hacia y "que voy viendo siempre como cosa que tanto vale».
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