Arturo Pietri - La visita en el tiempo

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La visita en el tiempo: краткое содержание, описание и аннотация

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En La visita en el tiempo, Arturo Uslar Pietri recrea la vida de Don Juan de Austria, general y hombre de Estado español, hijo natural del emperador Carlos V y Bárbara de Blomberg. Nacido en 1545, fue criado secretamente por Luis de Quijada, mayordomo del emperador. Famoso por su gallardía, Felipe II lo reconoció como hermano, lo instaló en la corte y le concedió los honores propios del hijo del emperador.
Habían proyectado dedicarle a la iglesia, pero lo impidió su carácter belicoso.
Demostró sus condiciones de general y ambicionó reinar más que nada en el mundo; su corta existencia transcurriría en un constante conflicto entre el sueño y la realidad.

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En el tenso voltear de las cartas cambiaban los rostros, se crispaban las manos, sonaban los escudos de oro y los doblones «Os pagaré mañana», «dadme el desquite». Pasaba de sitio en sitio el contento y el poder. Cada puñado de oro eran caballos enjaezados, criados, casas que se perdían o ganaban. Don Juan jugaba con alegre jactancia. «Esta también la voy a ganar.» Volcaban las sotas, los sietes, los ases torpemente pintados sobre la cartulina; el rey con su manto y su corona dorada era el poder, el caballero era el combate, el oro la riqueza, la espada la muerte. Todo estaba allí, más visible y claro que en la vida ordinaria.

A veces parecía distraerse del lance y del envite. «Mirad, señor, que es vuestro turno.» Imaginaba que era el rey quien le servia la carta y le marcaba el destino. No era distinto en la realidad del mundo. Así barajaba el Papa los nombres de los posibles comandantes de la Liga. Él estaba entre ellos, caballero o rey. ¿Qué iba a aparecer en la mano huesuda y transparente de aquel anciano a quien la Éboli llamaba «monje hirsuto»?

También el rey barajaba y servia a los que estaban en torno de aquella inmensa mesa de ambiciones y súplicas. Alba pedía carta desde Flandes; era siempre lo mismo: tropas y dinero. Las últimas remesas habían caído en manos de los ingleses. Había quienes se acercaban desde la sombra y lo que surgía era la espada de la muerte, como Egmont y los rebeldes de Flandes. Había el duque Carlos que había venido a la mano del rey a proponerle la nueva reina, en lo que había ganado, y a traerle una misiva del Emperador en la que le aconsejaba contemporizar con Guillermo de Orange y los protestantes. Había perdido la postura.

También asomaban a la mesa la reina de Inglaterra y el rey Carlos de Francia. De ninguno de los dos quería fiarse: la una era abiertamente hereje y estaba en manos de herejes para arrebatarle la baza de Flandes; y el otro era blando y complaciente con los herejes. Ahora aquella Margarita, hermana de Isabel, que le habían ofrecido como esposa, iba a ser entregada a Enrique de Navarra, que era un hereje manifiesto.

Con el Papa mismo no era fácil el juego. Astutamente buscaba sus cartas de triunfo para quitarle al rey toda injerencia en las investiduras eclesiásticas. Rezongaba ante la Inquisición, negaba auxilios de cruzada y llegaba a querer prohibir las corridas de toros. Había lanzado inesperadamente sobre la mesa aquella carta, aquella bula de excomunión y condena para la reina de Inglaterra, sin habérselo consultado, para embrollar más el juego que el rey venia haciendo.

Era difícil aquel monje. Ya se había atrevido a dar largas y buscar pretextos para impedirle la boda con Ana de Austria. Encontraba motivos en la consanguinidad próxima, era su sobrina. Acaso no venían casándose en la familia primos entre si, tíos y sobrinas, sin que ningún Papa hubiera hecho tanto aspaviento. Esa baza se la había ganado, como le iba a ganar ahora la del generalísimo de la flota cristiana.

¿Qué iba a hacer con los venecianos? Corrieron rumores de que a última hora Venecia buscaba entenderse con el Turco a cambio de que cesara la presión sobre Chipre.

Eran tramposos y marrulleros, fulleros de mal envite que escondían cartas en la manga.

Y estaba también aquel gordo, flojo y pálido, con un inmenso turbante que le agobiaba la cabeza: Selim el borracho. Extendiendo las manos sobre el tapiz del mar, con la izquierda sobre África, la derecha sobre Europa, hasta el Danubio mismo, poniendo galeras y galeras para ir sobre Chipre y sobre España. Había que enfrentar la baza.

«Cien galeras y cien galeras más y cien galeras más.» El mar se iba a llenar de mástiles y proas con el estandarte de la Media Luna.

«Es su turno, señor.» Era el risueño contendor, aquel joven duque o marqués, que jugaba con el tintineo de las piezas de oro y que lo hacía volver de pronto a la hora y lugar precisos. Se sacudía como si despertara, sacaba sin vacilación una carta y la lanzaba desafiante sobre el tapiz. Había ganado y era buen augurio.

El embeleso del juego y los lances amorosos de los días de la Corte estaban entrecortados por aquella otra cosa que estaba ocurriendo en otras partes, en otras horas, casi fuera de su vida, y que le llegaba en súbitas rachas de desazón. En la mesa de juego, en las horas de sigilo y temor de las visitas a las cámaras nocturnas, sentía la inminencia de lo que iba a venir.

Se negociaba en Roma la reconstitución de la Liga Santa. El Papa, España y Venecia, habían decidido reunir sus fuerzas para darle al Turco la derrota definitiva. Faltaba el generalísimo. ¿Quién iba a recibir aquel terrible encargo? Se iba cerrando el juego en torno de él. No podría el rey designar a otra persona. Lo deseaba y lo temía. No habría escape, ni alternativa. Seria él, sólo él.

«No hay otro. Seréis vos.» Se lo decían con halago los cortesanos, las mujeres transeúntes de la cita y también los hombres de poder: Antonio Pérez. «Seréis vos; no me lo ha dicho el rey, pero lo sé.» Ruy Gómez le hablaba más seriamente. «La Liga está hecha y la única jefatura posible es la vuestra.» La Éboli, cada vez más metida en el juego de la política, parecía divertirse con su perplejidad. «Estuvo muy bien lo de Granada, pero la gran ocasión viene ahora. Si triunfas del Turco no habrá nadie que pueda estar sobre ti; si fracasas…» Lo decía con mimo y cierta ferocidad sumergida. De dura y lejana, sin transición, cambiaba el tono y la actitud y se hacia cálida y casi tierna. Le tomaba la mano, se la llevaba al pecho, sentía la agitación que la movía, callaba y se le quedaba mirando en una proximidad sin escape. El ojo visible se hacia dulce y adormecido. Pero pronto se recuperaba. «No me atrevo a deseártelo.

Es mucho lo que tendrías que arriesgar.» Lo que venia en las noticias incompletas era la visión de los preparativos para la campaña. Se concentraban galeras en Venecia. El dogo y los senadores reunían todas sus fuerzas, era aquella fina cara demacrada y serena, con su birrete encarnado y su túnica de oro, que había visto en pinturas. Las galeras pontificias se concentraban en Génova. Gian Andrea Doria, astuto, altivo y codicioso, ordenaba la expedición. En Barcelona se iba a reunir el grueso de las naves españolas. Por todo el mar se deslizaban las manadas de galeras en busca de sus lugares de reunión. En una gran ceremonia el Papa iba a proclamar en San Pedro la nueva cruzada.

Fue sólo entonces cuando el rey lo llamó y le habló sin emoción. «Debéis ser vos.» Eran las mismas palabras que había venido oyendo de tantos labios, pero sin calor.

«No hay empresa más grande que la de acabar con el infiel para que no se atreva más nunca a levantar cabeza y a amenazarnos.» Mientras oía al rey, evocaba la figura del Emperador. Don Carlos hubiera ido a comandar en persona. Como se va a las cruzadas. Aquel hombre sigiloso que le hablaba era otra cosa. No se movería de aquella cámara, ni de aquel sillón en tijereta. En una hora como aquélla el poder hubiera podido estar representado de otra manera. «Yo soy el que va a tener que llenar el lugar vacío.» Estaba tomada la decisión y ahora lo que sentía era la angustia de la hora inevitable.

Venían correos de los puertos con las noticias de las galeras llegadas, de los hombres reunidos, de las vituallas almacenadas. Barriles de vino y de pólvora, quintales de bizcocho seco, carne salada, costales de habas y garbanzos, pelotas de hierro y piedra para los cañones, compañías de arcabuceros y reatas de galeotes. En Venecia, en Génova, en Barcelona, en Cartagena, en las Baleares. El mapa se había puesto en movimiento.

Con los caballeros que iban a formar su séquito se ponía a buscar sobre la carta de marear las ensenadas, las islas, los estrechos por donde habría de pasar, donde ahora mismo estaban pasando las galeras armadas con sus estandartes desplegados y sus fanales encendidos en el atardecer.

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