Lo hizo recoger y llevarlo al campamento. Mientras los médicos le curaban la herida pudo darse cuenta de que estaba en peligro de la vida. «No es nada. Pronto estaréis bien», le dijo al viejo soldado. Hernando El Habaqui había sido derrotado finalmente.
«Esto cierra la campaña, al reyezuelo no le queda más que buscar alguna forma de rendirse.» Acompañó el herido a Caniles. Cada día empeoraba. La herida ancha se había puesto negra y tumefacta. Sudaba copiosamente y la fiebre no lo dejaba. Hablaba con dificultad y se perdía en borrosos delirios. A veces musitaba frases disparatadas y le cambiaba el nombre. «Sabes, Jeromín, son valientes esos moriscos.» Los médicos discutían entre sí en sus latines enrevesados. Aconsejaban sangrías y purgas. Doña Magdalena llegó cargada de reliquias. A ratos junto al lecho del enfermo quedaban los dos solos. «Madre», le dijo, «ahora os voy a necesitar más». No la había llamado así desde niño. Ella lo advirtió y le tomó la mano para besársela. «Él ha sido…«, se interrumpió en la frase, «ha sido como mi padre». La mujer sintió la pausa y la vacilación en la frase.
Tenía hinchados y deformes la cara y el cuello. Hablaba con mucha dificultad. A veces parecía que quería decir algo y no podía. A veces la mano hirviente guardaba la suya largo rato. Constantemente venían sacerdotes y monjas y se decía misa en la antecámara. Don Juan se arrodilló junto a Doña Magdalena ante el lecho del moribundo para presenciar la extremaunción. Le pusieron el crucifijo en las manos y a poco dejó de oírse el estertor. «El muy excelente caballero Don Luis de Quijada ha muerto.
su alma esté en la gloria del Señor.» Salió de la habitación, se secó las lágrimas con el dorso de la mano, miró a lo lejos hacia los montes y la sierra. Allí estaba la guerra que ahora era su guerra. «Esta guerra negra.«Se le habían acercado algunos caballeros. «Era un gran soldado.» Cada quién trataba de evocar el tiempo en que conoció a Quijada. «Estuve con él en Alemania.» «Lo vi combatir en la toma de Túnez, junto al Emperador.» «No hubo criado más fiel.» El entierro fue sencillo. Doña Magdalena, con serenidad, se había aislado en sus rezos. Tarde en la noche se tendió a dormir agotado.
Era la alcoba de Villagarcía, la reconocía en la sombra, lo llamaba una voz desde afuera, suave y casi ahogada, una voz que parecía pedir auxilio. ¿De quién era? Era, no podía ser otra, aquella que había oído en Yuste en la visita. Lo llamaba y tenía que ir. Se incorporó del lecho, pero apenas hubo dado unos pasos una silueta oscura, un hombre o un demonio, se abalanzó sobre él y lo atrapó con poderosos brazos. Hizo un inmenso esfuerzo para rechazarlo y cayeron al suelo jadeantes, atrapados en la estrecha lucha. Al fin pudo tomarle el cuello con las manos y comenzó a apretar con toda su fuerza, sentía el ronquido del ahogo y las sacudidas de muerte del contrincante.
Apretó hasta que lo sintió inerte y flojo. Se puso de pie y se dirigió hacia afuera, hacia donde había oído la voz. Se detuvo, volvió sobre sus pasos, se inclinó sobre el caído y lo que vio en la penumbra era el rostro hinchado y lívido de Luis Quijada. Gritó con horror y despertó. Estaba en su lecho en Huéscar. Estaba solo.
A toda hora sentía la ausencia de Quijada. El hueco de la presencia física que se hacía sentir en las más distintas ocasiones. La voz callada, la sensación de saber que ya no estaba allí, que ya no estaría más nunca. Los otros no iban a reemplazarlo en su intimidad. No tenían con él esa ligazón profunda que lo hacia casi parte de sí mismo.
Ni siquiera Soto, el secretario, que tan cerca de él estaba. Era una parte de su ser que se había callado para siempre. Ahora estaba solo y por su propia cuenta, no estaba acostumbrado a tanta soledad. Tampoco había mucho que decidir. «Los moriscos están derrotados, pero no acaba esta guerra maldita.» En algún lugar de la sierra Aben Aboo mantenía su aparato de comando y de reinado. Se combatía esporádicamente en aldeas y lejanos montes.
Más se hablaba a su alrededor de la boda del rey. Mientras se había combatido en Galera y en Serón y caía Quijada, se formalizaba la boda real en Espira, en la lejana Alemania. Don Juan nunca había visto a Doña Ana, la joven princesa que se iba a casar con Don Felipe. Había conocido a sus hermanos, los archiduques Fernando y Maximiliano, en los días de Don Carlos. Jóvenes, rubios, pálidos, algo ingenuos, acaso un poco tontos.
Desde Granada seguían el viaje de la nueva reina. Pasaría por los Países Bajos.
Campanas, estandartes, desfiles, misas y grandes ceremonias de palacio y de iglesia.
En sus tres matrimonios el rey no había logrado sino un solo sucesor varón, el malogrado Don Carlos. «Será a la cuarta que será la vencida.» En las cartas de los amigos le llegaban los comentarios políticos. Catalina de Médicis había querido que Doña Ana se casara con su hijo Carlos, rey de Francia. También había intrigado para que la menor de sus hijas, Margarita de Valois, sucediera a su hermana, la reina Isabel, en el lecho del rey.
Mientras él y sus hombres luchaban en aquella guerra cruel, se desarrollaba aquella otra lucha de intrigas y manejos en la Corte. «Dicen que es muy bella la princesa Margot, casi tanto como lo fue nuestra reina Doña Isabel.» «Se habla demasiado de ella», decían los más viejos del Consejo. Sus maneras libres, su frecuentación de artistas y poetas, su desenvoltura para hacer y hablar, escandalizaban.
Decía Requesens: «Con algunos matrimonios se ha ganado más que con una batalla». Mientras la nueva reina atravesaba los Países Bajos, el rey vino a Córdoba para asistir a las Cortes que había convocado. Ni llegó a Granada, ni Don Juan fue a verlo.
Hernanado El Habaqui, jefe de las fuerzas de Aben Aboo, había entrado en contacto con un oficial español, antiguo amigo suyo, para hablar de rendición. No era mucho lo que pedía: el perdón de lo pasado, la reincorporación de los moriscos a sus lugares y sus trabajos y un tratamiento honorable para Aben Aboo y para él. Consultado el rey lo aprobó y continuaron las conversaciones.
Con Requesens y con Sesa confirmó Don Juan su decisión. «Estoy dispuesto a ser generoso para poner término a esta horrible destrucción. Proseguir la guerra es insensato y si los musulmanes presentan términos razonables hay que aceptarlos.» Requesens y Hurtado de Mendoza le habían hablado de la disposición del nuevo Papa Pío V de resucitar la Liga Santa contra el Turco, para derrotarlo en una batalla decisiva. «Sería Venecia, el Papa y, sobretodo, España.» «Ese sería el combate decisivo de la Cristiandad con el Islam.» «Vos tenéis que ser el Comandante Supremo de esta cruzada decisiva.» Hurtado de Mendoza ponía reparos. «No va a ser fácil reunir los príncipes para esa acción suprema. Los venecianos nunca han sido de confiar, fácilmente se entienden con el Turco; el Papa no cuenta con muchas galeras, todo el peso caerá sobre España.
Con Francia no hay que contar. Los protestantes verían con buenos ojos una derrota española.» Don Juan sentía aquella ocasión que se acercaba con una mezcla de deseo y temor.
Dudaba que el rey quisiera confiarle tan grande responsabilidad. «Os corresponde como Generalísimo del Mar que sois y tendrán que dárosla», le repetía Requesens. Se abismaba en un paisaje de humo y galeras enredadas en combate.
Había puesto a circular un bando de perdón. Se prometía a todos los moriscos que si se rendían y ponían sus personas y armas en manos del rey «se les haría merced de las vidas y mandará oír y hacer justicia a los que después quisieran probar las violencias y opresiones que habrán recibido»; más se les ofrecía a los que, además, hicieran algún servicio particular «como será degollar o traer cautivos turcos o moros berberiscos de los que andan con los rebeldes». A los que trajeran su escopeta o su ballesta, no sólo se les concedería la vida, sino la seguridad de no ser esclavos. Y además «que puedan señalar dos personas para que sean libres, fueran padres o hermanos, mujer o hijos». A los que no quisieran, de catorce años para arriba, «se pasarán por el rigor de la muerte, sin tener de ellos ninguna piedad ni misericordia».
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