Arturo Pietri - La visita en el tiempo

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La visita en el tiempo: краткое содержание, описание и аннотация

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En La visita en el tiempo, Arturo Uslar Pietri recrea la vida de Don Juan de Austria, general y hombre de Estado español, hijo natural del emperador Carlos V y Bárbara de Blomberg. Nacido en 1545, fue criado secretamente por Luis de Quijada, mayordomo del emperador. Famoso por su gallardía, Felipe II lo reconoció como hermano, lo instaló en la corte y le concedió los honores propios del hijo del emperador.
Habían proyectado dedicarle a la iglesia, pero lo impidió su carácter belicoso.
Demostró sus condiciones de general y ambicionó reinar más que nada en el mundo; su corta existencia transcurriría en un constante conflicto entre el sueño y la realidad.

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«No se puede contar con nadie», decía Ruy Gómez, «no se sabe quiénes son los traidores y quiénes los leales. No han renegado de su fe sino de la boca para afuera».

En el interior de las casas del Albaicin se vivía como en tiempos de Boabdil, sacaban sus libros sagrados de los escondites y tenían sus alfaquíes. En lo alto de la ciudad estaba la Alhambra como un desafío. Se denunciaban al entrar, se les encendían los ojos, miraban los arcos, las delgadas columnas, el tejido de los frisos, el canto del agua en las fuentes.

Más que de Granada se hablaba en la Corte de la boda. Iba a ser la cuarta boda del rey. «Las mujeres han pasado por su lado como sombras: el tiempo de darle un hijo como Don Carlos o unas infantas.» Tres grandes pompas fúnebres de reinas se habían sucedido. Era la misma ceremonia las mismas colgaduras, los mismos oficios fúnebres, los mismos sermones de pavor. «Si nuestra futura soberana no le da un heredero, qué va a pasar con estos reinos.» En las noticias de Granada se mencionaba pueblos borrados en lo más áspero de los montes, de los cuales nunca se había oído el nombre: Lecrin, Orgiva, Laujar, Porqueira, Jubiles, Uguijar, Paterna.

No decidía nada el rey. Con la mirada, a veces, parecía decirle dudas, promesas o desdenes. Si el rey le llamara y le ordenara salir a ponerse al frente de las tropas en Granada, ¿qué haría? No había estado nunca en una guerra. Conocía hasta la saciedad los ardides y disposiciones del Emperador en los combates. Luis Quijada los conocía todos y se los había explicado. No conocía los hombres, ni conocía el país.

Tendría que oír mucho, que ser muy cauto, iban a estar observándolo con ojos despiadados. Iban a darse cuenta pronto de sus fallas y de sus torpezas. Tendría que estar a la merced de las opiniones de aquellos jefes que lo verían con desdén.

«De un momento a otro os va a llamar Su Majestad», era Ruy Gómez quien lo afirmaba. Antonio Pérez lo confirmaba: «Para que se acaben las querellas tendrá que enviar a su hermano».

Ya era abril cuando el rey lo llamó: «Iréis a Granada. Es lo que he decidido después de mucho pensarlo». Hablaba como si se tratara de una cuestión de rutina. «Todo se hará para que tengáis los apoyos y los recursos necesarios.» Respondió las frases más banales de gratitud. Le besó la mano y salió apresurado.

Eran muchos los condicionamientos y limitaciones con que iba. Luis Quijada estaría a su lado en todo momento, debía consultar con él y oír los pareceres de los marqueses, del Presidente, de los consejeros. Vendría desde Italia con las galeras Don Luis de Requesens; debía permanecer en Granada y no tomar parte en la acción. Su primer sentimiento fue de indignación. «Se me cree un incapaz.» Le imponían un papel pasivo de retaguardia. «Esto es una humillación.» Trabajo le costó a Quijada convencerlo de que no protestara. «Comprendo lo que sentís, pero es vuestra oportunidad.

Yo conozco a Vuestra Excelencia y tengo plena confianza. Será cuestión de tiempo para que se muestre quién sois. En Granada están esperando al hijo del Emperador.

Lo conocerán en su momento. No antes. No hay que forzar los pasos ni los tiempos…

Paso corto y mirada larga.» Tardaron días en los preparativos para la salida. Iban y venían mensajeros de la Corte a Granada llevando y trayendo órdenes e informaciones. "Su Majestad ha tomado empeño en prevenirlo y ordenarlo todo», le decía Quijada. Con quiénes iba a viajar, quiénes y cómo debían recibirlo en la ciudad, la forma en que debía funcionar el Consejo que lo iba a asesorar. "No voy a la guerra, sino a la retaguardia, con las mujeres y los niños.» «Vais a ser la persona del rey allá.» «Saldremos mañana», anunció Quijada, «os están aguardando». Preguntó con mal humor: «¿Quién? ¿El Consejo de Tutela?».

A lo lejos, agrupada entre los montes, se divisaba la ciudad. «¿Cuáles son aquellas torres? Altas son y relucían.«Quiroga musitaba a su lado el viejo romance. Había emoción en todos por la llegada a la legendaria ciudad. Acamparon cerca para preparar la entrada solemne. El primero en presentarse con un numeroso séquito de guerreros fue el marqués de Mondéjar. Se había adelantado a todos para ser el primero en hablar con Don Juan. Viejo, canoso, firme y rudo, le advirtió en los ojos el desasosiego de verlo tan Joven.

«Señor, os traigo buenas noticias de la guerra.«Se encerró con él, con la sola presencia de Luis Quijada. Le fue refiriendo el desenvolvimiento de la campaña. Quijada le hacía preguntas sobre la disposición de las fuerzas y la situación. «Los conozco muy bien y sé mejor que nadie cómo tratar a los moros en paz y en guerra. Tengo tres vidas luchando con ellos: la de mi padre, el conde de Tendilla, que recibió el gobierno de Granada de manos de los Reyes Católicos, la mía, que ya es larga, y la de mi hijo el conde, que ha crecido entre ellos.«Refería una guerra suelta, sin frente de batalla, que se libraba al mismo tiempo en muchos puntos separados. Afirmaba que los moros alzados estaban vencidos y que habían fracasado en su empeño. «Ahora es cuestión de tiempo y de habilidad, para que todos se vayan rindiendo.«Refirió las rivalidades entre los jefes de la revuelta. Tenía rivales Aben Humeya, nombró a Aben Aboo, que conspiraba para sucederlo, y Aben Faraz, que hacía gestiones secretas para entenderse con los cristianos. Mondéjar afirmaba que ésa era la forma apropiada para acabar, con poco costo, con la insurrección. «Hacer otra cosa seria imprudente y costoso, pero Vuestra Excelencia va a encontrar pronto quiénes son partidarios de una acción decisiva y arriesgada.«Había dicho «Excelencia«.

El marqués regresó a la ciudad para volver con el cortejo del recibimiento.

Fue larga la ceremonia de la entrada. El Presidente de la Audiencia, el Arzobispo, los comandantes de los ejércitos y filas de jinetes y lanceros. Don Juan se había vestido con todo lujo y a caballo, a la cabeza del cortejo, recibía los aplausos de los habitantes agolpados en las calles y asomados a los balcones y azoteas.

Paseaba la mirada sobre la multitud. Sintió la mezcla de hostilidad y entusiasmo.

Había miedo y odio en muchas de aquellas expresiones. «Si supiera siquiera cuáles son los enemigos«, pensó.

Luego vinieron los saludos en el Palacio de la Audiencia. Lisonjas, secas reverencías. en un anuncio de disimulos y amenazas. Se repetía el nombre del Emperador.

“EI hijo del Emperador…”.La garantía de la victoria.» «Ahora si vamos a vencer.«Desde los primeros contactos se dio cuenta de la pugna de opiniones sobre la forma de llevar la guerra. Los que estaban de acuerdo con las astucias de Mondéjar y los que apoyaban la acción directa que preconizaba Los Vélez.

La guerra se prolongaba y se disolvía en pequeños encuentros y escaramuzas, se perdía en los vericuetos de los montes. «Si esto se prolonga se va a dar tiempo para que los moros de África envíen socorros y para que las galeras del Sultán de Turquía desembarquen en algún punto de la costa.«Un gran vocerío llegó de la calle, eran gritos, invocaciones a Dios, lamentos clamorosos. Salió a la puerta. Era una muchedumbre de mujeres enlutadas y niños. «Justicia, señor, justicia para las victimas y castigo para los culpables. Han matado a nuestros maridos, a nuestros hermanos, a nuestros hijos. Han profanado nuestras iglesias. Castigo para esos perros.» El clamor se calmó al ver a Don Juan. «He venido a hacer justicia, a proteger a los inocentes y castigar a los culpables. Tengan confianza en mí.» Cuando al fin quedó solo, su primer impulso fue ponerse a la cabeza de las tropas y salir a la campaña. Ya sabia que el rey no quería nada de eso. «Tenéis que acatar la voluntad del rey y mostraros obediente.«Las primeras impresiones que le transmitió Quijada sobre la situación militar eran malas. «Nunca he visto nada parecido. No son soldados estos malditos, tanto los aventureros como los de la ciudad no tienen ni han tenido nunca orden, no son gente de guerra, ni piensan en pelear, sino en robar a Dios y al mundo. Desorden tan grande no se ha visto jamás. Estos no son soldados, ni tienen capitanes, ni oficiales. Ladrones y bandoleros son, que no piensan sino en coger botín, saquear casas y marcharse cargados de sus robos. Así nada se puede hacer, por ruines que seamos nosotros más lo son ellos, Si quisiéramos ser un poco hombres de bien.» Pronto llegó la peor de las noticias. La flota con refuerzos que venia de Marsella al mando de Don Luis de Requesens fue deshecha por un terrible temporal. La costa quedaba desguarnecida y abierta a las invasiones.

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