Sonaron los silbatos, desamarró la Capitana, los remeros se pusieron en posición de boga. Se ordenó remar parejo a toda la borda. Los sesenta remos, con sus tres hombres por guión, hundieron sus palas en el agua, se oyó el inmenso rugido del esfuerzo con que los hombres empujaban el remo. Se alzó el canto sordo que marcaba el impulso, iban y venían parejas las cabezas de los remeros y se oía el tintineo de las cadenas que los ataban al banco. La Galera Real enfiló mar afuera. Las otras fueron tomando su formación. Por grupos de cuatro se organizaba el séquito bajo el mando de su respectivo cuatralbo. Se fundían los ecos de la cadencia del remo y el resuello de los forzados.
Ya mar afuera largaron las velas, alzaron los remos, los fijaron en la borda y comenzó la silenciosa navegación a vela. Lo más presente era la chusma, aquel montón de cabezas rapadas y torsos desnudos atados al banco por la muñeca o por el tobillo. Cuerpos, alimentos y defecaciones se mezclaban. Hablaban entre si y miraban de reojo hacia los cómitres que ahora descansaban, sin dejar de vigilar. Se iniciaban pleitos y a látigo los ponían en paz. Otros dormían en el remiche, entre los pies y las horruras de los otros. Los pocos buenas boyas, sin cadenas, podían ponerse de pie, moverse y acercarse al fogón en busca de alguna sobra.
"Buenos remeros llevamos, Alteza», le dijo Bazán, «es con esa gente con la que más hay que contar para la guerra en el mar. No hay maniobra posible sin los treinta pares de remos moviéndose como bajo una sola mano».
En las largas horas de travesía hablaba con sus consejeros sobre la situación de los turcos en el Mediterráneo. "Por ahora no hay peligro de un ataque en gran escala, pero, en cambio, la actividad de los piratas berberiscos es constante. Asaltan los pueblos de la costa desde Italia hasta Andalucía. Habrá que darles un buen escarmiento.» A los dos días de navegación, a la altura de Gibraltar, avistaron la flota de Indias.
Un gran rebaño de barcos que avanzaba hacia ellos en cuatro anchas filas de altos veleros; a un lado iba la escolta de los buques armados y, a la cabeza, la nave capitana, un rollizo galeón de alto bordo.
Al reconocer las galeras reales, la flota comenzó a recoger velas para ponerse al pairo. Se oían toques de clarín y por los mástiles subían las banderas de las señales.
La Galera Real se acercó al galeón principal. En el esquife embarcó Don Juan con Requesens, Bazán y un grupo de oficiales.
Sobre la cubierta los aguardaba el capitán de la flota, viejo marino barbudo que se había puesto la ropilla negra de gala para la ocasión. Lo rodeaban gentes del más vario talante. Marineros, pasajeros, mercaderes y hasta un grupo de indios, semidesnudos, de cabellos lacios y mirada de sueño.
Sacaron unos sillones para Don Juan y su séquito. Comenzó sobre la cubierta una feria que los llenó de asombro. Gandules y hombres de servicio subían de la sentina cargados de extraños objetos. Tendían sobre las tablas tejidos de plumas llenos de colores, pieles ocres de vicuñas y en numerosas jaulas los más increíbles pájaros. Guacamayas de muchos más colores que la de Yuste, un quetzal verde, unos mínimos pájaros-mosca, una garza solitaria, un flamenco color de coral y, en la mano abierta de un marinero, vio acurrucado un mono tan pequeño como el puño.
"Señor, aquello es más grande y más variado que todo lo que se pueda decir", comentaba el capitán. "Hay ríos tan grandes como cien Guadalquivires, y montañas de nieve tan altas como las nubes de Castilla. Bosques del tamaño de un reino. Ciudades mayores que Salamanca y templos extraños.» Le mostraron una piel de caimán, con su gruesa coraza verdosa. "Es el gran lagarto de agua que se traga un hombre de un bocado.» Pieles de serpientes gruesas como un tronco y otras con la piel taraceada de colores.
"Señor, reunidas en esta flota hay embarcaciones que vienen de Veracruz, de Portobelo, de Cartagena de Indias, que luego de pasar el invierno en los puertos de Indias se han reunido en La Habana en espera del buen tiempo para emprender el regreso. En las bodegas llevan arrobas de plata y tejos de oro suficientes para comprar un reino.» Sobre la cubierta se había formado un teatro insólito. Hacían ruedo frente a Don Juan los pasajeros, indianos ricos, mujeres mestizas, marineros y algunos indios. Unos vestidos a la española y otros con sus taparrabos y su plumaje. Le mostraron los arcos, las macanas y las flechas. Un tinglado de feria de otro mundo. Preguntaban los nombres de aquellos maderos, de tantas extrañas frutas, de las virtudes de las plantas. La zarzaparrilla que curaba las fiebres, el palo Brasil, que servia para el mal francés, aquellas piñas redondas y cobrizas como una cara de indio coronado de plumas verdes, el globo duro y pesado de los cocos y las guayabas que llenaron de fragancia el aire.
Se fue llenando la cubierta de gentes y objetos.» No se vio nunca cosa semejante en Medina del Campo.» Unos y otros hablaban de cosas increíbles de las Indias. "Todo es tan distinto, tan descomunal, tan extraño.» Salió aquel indio envuelto en humo, como si tuviera fuego por dentro. Llevaba en la boca un atado de hojas encendido en la punta.
Chupaba y le salía un humo azul y acre por la boca y las narices. "Es cosa de brujería.» Salió otro que avanzó lento hasta el centro del corro. Llevaba en alto, en la mano, una bola negra que apretaba con fuerza. Se detuvo y la lanzó con violencia contra el piso. Chocó contra la madera y rebotó al instante para volver a caer y volver a saltar cada vez más baja, hasta quedar inerte. Quedaron absortos. Parecía dotada de una fuerza propia que se iba agotando. "No es cosa de este mundo.» La flota de Indias entró en la desembocadura del Guadalquivir, rumbo a Sevilla, y las galeras comenzaron su navegación hacia el Este. De los encuentros ocasionales con barcos mercantes y pescadores recibían información sobre la situación y movimientos de las galeras turcas. No parecía haber ninguna concentración importante en las aguas vecinas.
Lo más del tiempo se iba en ensayar maniobras y en conversaciones bajo el toldo de la Capitana. Fue allí donde comenzó a conocer el talante y los temperamentos de aquellos veteranos que el rey había designado como sus consejeros y maestros. Requesens cauto, prudente en opinar, muy seguro de su prestigio y autoridad. Bazán, marqués de Santa Cruz, tajante y corto de opiniones. con cierto desdén inocultable en la actitud. Requesens hablaba más dc política; Bazán más de la guerra en el mar.
"Cuatro enemigos tiene España». afirmaba Requesens. " Francia, Inglaterra, el Turco y la herejía luterana". Conocía todo el trasfondo de la intriga política de las cortes.
La situación de Flandes no era sino la consecuencia de esa pugna sorda o abierta. "Todo puede esperarse de la perfidia de nuestros enemigos. La reina de Inglaterra ayuda al príncipe de Orange. También los hugonotes franceses y los protestantes alemanes. Por el otro lado está el Sultán. No podemos luchar con todos a la vez. Estaríamos perdidos. Aparecía en aquellas palabras un vasto y oscuro escenario de intriga. El desfase continuo entre lo que se decía y lo que se hacia, entre lo que se prometía y se cumplía.
El cambio continuo de las actitudes y los propósitos. No era prudente creer en nadie, ni siquiera en el Papa.
Bazán intervenía poco y proponía la solución por las armas. Hacia descender el tema a realidades inmediatas: "Si los cristianos se unieran habrían acabado con el Turco hace tiempo, pero es difícil reunirlos y es difícil también lograr que el Sultán arriesgue su situación en un encuentro decisivo. Hace su guerra desde los rincones de la costa africana. Desde Túnez, desde Argelia, desde las islas griegas, salen para atacar por sorpresa todos esos corsarios, piratas y ladrones de mar que no les dejan en paz a los cristianos. Es con esa chusma dispersa con la que nos obligan a combatir. Me gustaría un día poderle echar las manos a El Uchali. a ese tiñoso renegado».
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